El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XVII
XVII


Mientras rodaba hacia el hipódromo el carruaje que los conducía, un cupé vejancón que Suárez Vallejo solía tomar, con opulencia inexplicable para sus medios, pensaba el joven, desagradado todavía, en aquel irreverente nombre de aventura dado por Cárdenas, la tarde anterior, a sus pretendidos amores. Para no fomentarle esa chocarrería, que tal vez iba a disminuir su estimación por él, propúsose no aludir, siquiera, a nada atinente. Mas, a la primera distracción, causada por un grupo de muchachos que remontaban cometas, sorprendióse preguntándole:

—Sabe usted, Cárdenas, por qué abandonaría M. Dubard la enseñanza de los chicos Almeidas?

—Hombre, como saber, no; pero creo que debió ser un acto de prudencia o delicadeza. A mí me pareció—yo trabajaba entonces con don Tristán—me pareció que no hubo disgusto profesional, como dijeron, sino que el hombre había empezado a gustar de la cuñada—de Marta, eh?—que era lindísima, pero que vivía como una sombra, anonadada por su decepción; y él comprendería que eso, o la diferencia de posición, o todo junto—vaya uno a averiguar...

Interrumpióse de pronto, ante la atónita indignación de la mirada que el joven clavaba en él.

—Ah, pero no, qué diablos! No esté pensando que invento para darle una broma pesada. Eso tampoco se lo voy a permitir, por lo mismo que soy su amigo. He hablado con entera franqueza y estoy dispuesto a pedirle disculpa de un traspié que reconozco, pero no de una mala acción.

Había en sus palabras tal acento de afligida sinceridad, que Suárez Vallejo le palmeó el hombro con cariño.

—Yo soy, dijo, el que ha estado mal. Y además, qué me importa?

—Claro!—apoyó Cárdenas con decisión, aunque soslayándolo al descuido.

No obstante esa rotunda conclusión, el episodio le malogró la tarde.

Resultóle particularmente incómodo pensar que habiendo perdido cuantas apuestas arriesgó, Cárdenas estaría aplicándole en silencio el consabido refrán imbécil.

Pero el escribano empeñóse, por el contrario, en buscarle distracción a porfía, fuera del juego, hasta dar con tres o cuatro actrices de la recién llegada opereta francesa, a quienes lo presentó con tanto elogio, que arriesgaba el ridículo. Para colmo de molestia, encontróse con Toto, cuya tácita malicia debió afrontar, cuando, habiéndolo éste invitado a irse juntos, por ser día de clase, tuvo que comunicarle su imposibilidad de asistir, y encargarle la disculpa del caso, sin hallar explicación sostenible.

Su fastidio fué tal, que lo indujo a extremar las cosas:

—Hasta el miércoles... O quizá hasta el viernes, porque no sé si alcanzo a desocuparme.

Iba el cupé a detenerse de regreso, en la puerta del club, cuando Cárdenas le dijo:

—No es por meterme en sus cosas, pero me parece que no debe cortar usted con los Almeidas. Deje correr el destino, que es lo mejor...

Y animándose con la obscuridad casi completa, añadió sin mirarlo, mientras le palmeaba confidencialmente la rodilla:

—Pero si emprende la campaña, y por lo que pueda ocurrir, ya sabe que tiene amigos en este mundo.

Suárez Vallejo, saltando a la acera, respondió con jovialidad:

—Para campañas andamos, amigo Cárdenas! Métase uno a festejar millonarias, sin tener a veces ni con qué mandarles por cumplido un ramo de flores.