El Angel de la Sombra/XVI
El sábado por la tarde recibió Cárdenas dos sorpresas: el rostro sombrío de Suárez Vallejo, en quien lo notaba por primera vez, y la invitación de ir juntos el siguiente día al hipódromo.
Querrá distraerse porque habrá trabajado en exceso, pensó, relacionando ambas cosas con la entrega de los expedientes estudiados. Mas, rectificándose casi al punto con malicia:
—Mañana?... Bueno. Habrá dos carreras interesantes. Pero, usted renunció ya "su cátedra"?... La lección, sabe?—a la chica de Almeida.
—No, por ahora. Me he concedido un asueto que, de seguro, será grato allá también.
Su gesto púsose desapacible. Cárdenas echóle una mirada jovial.
—Ah, dijo sin transición, no creía que estuviesen tan adelantados.
—Cómo adelantados!...
—Sí, porque esto tiene todo el aire de un enojito con "ella".
—Pero qué disparate, Cárdenas!
—No, compañero, no lo tome así. Retiro todo, si se me va a ofender. Se me había puesto, no más...—Qué barbaridad redonda! Pero cómo se le ocurre que yo, un empleaducho... sin posición social... un pobre diablo para ellos ...
—No, eso no, tampoco. Usted vale lo que vale, y el talento empareja la alcurnia.
—Hum!... puede ser. Pero no el dinero.
—Según la gente. Los Almeidas, esto es lo justo, son de los pocos que merecen sus talegas.
—Además, L... u... La hija... usted la conoce, no piensa en novios ni hace caso a nadie. Ha nacido para brillar desde arriba, como la luna.
Sintió al decirlo una firme satisfacción, junto con un vago remordimiento de injusticia. El escribano arrellanóse en su poltrona y cruzó los brazos con decisivo ademán.
—Amigo Vallejo, sentenció, pues lo nombraba siempre por su segundo apellido: mi finado tío el coronel Cárdenas solía decir que toda aventura de amor es un viaje a la luna.