El Angel de la Sombra/XLVIII
—Cómo es que se nos iba a ir sin decirnos nada!...
Su propósito fué advertírselo, por cierto, ésa misma tarde. Como no era por mucho tiempo, ni su ausencia reportaría inconveniente alguno...
—Al fin seré yo quien más los extrañe, dijo con sinceridad.
—No veo el motivo, replicó Luisa. Nos extrañaremos igualmente, como buenos amigos.
Y feliz hasta la travesura, al sentirse envuelta en su mirada de amor:
—Porque no creo que se proponga hacer el cónsul sentimental!...
—Después de Stendhal, sería cursi—afirmó él riendo de buena gana.
Aquella malicia dichosa tornábasela más adorable.
Una severa mirada de Tato contúvola con ligero sobresalto.
—Y cuándo es el viaje?—preguntó la tía.
—El jueves próximo. Salgo por el nocturno de las diez.
—Así es que comerá el miércoles con nosotros...
—Y será mi mejor augurio de viaje y mi mejor recuerdo.
—Supongo que nos escribirá.
-Francamente, lo haré si hay por allá algo que merezca la pena; y desde luego, sin reclamar contestación.
—Porque es tan fastidioso escribir cartas... —aprobó Luisa con indolencia.
No hubo ya lección esa tarde; y como Adelita continuaba exigente, Tato salió. Pero los enamorados no tuvieron sino un momento muy breve para hablarse. El domingo, con todo, ya que esa tarde parecía imposible, procurarían darse el último beso. El último beso! Luisa palideció.
—A menos que otro día... el lunes o martes... poniéndonos de acuerdo... —insinuó él con penosa ansiedad.
—El jueves a esta misma hora—dijo rápidamente, al advertir que alguien se acercaba—quiero que la pases pensando, solito, en mí.
Como doña Irene entrara, Suárez Vallejo pudo prometér selo con la mirada solamente, enternecido casi hasta el dolor ante aquella delicadeza de su ternura.
—Hablaban del viaje? preguntó doña Irene.
—Sí, señora. Estaba lamentando yo lo embarullado de mi apronte. Para un hombre solo, todo es problema. Y después, la cachaza oficial... Figúrense ustedes que el ministro no firmará sino el mismo jueves las órdenes de pasaje. Con lo que, hasta eso de las tres, nada sabré en definitiva. Sin contar otras mil cosas. Sólo al anochecer, a esta hora-añadió, mirando fijamente a Luisa-podré dedicarme a ultimar mis preparativos.
La joven sonrió vagamente, con sobrentendida conformidad.
—Pero, no tiene quien se comida?—insistió doña Irene. Su cochero que le es tan adicto?... La dueña de la pensión?...
—Estoy tan acostumbrado a manejarme desde la niñez, que me estorba cualquier ayuda. Y luego, antes de salir para un viaje largo, siempre es útil recapacitar un momento a solas...
—Aunque allá donde va, sobra tiempo, de seguro, para la meditación. Parece que es un lugarejo tristísimo. Cómo irá a extrañar el tráfago y el ruido de esta ciudad! El centro es una verdadera vorágine.
—Sí, señora; pero el barrio donde vivo, resulta por su modestia y su tranquilidad una anticipación de la aldea.
Callaron entonces.
De la quinta ya casi anochecida llegó clarísimo el flauteo del zorzal. En la meditabunda paz, aproximó las almas una dulzura de acongojada simpatía.