El Angel de la Sombra/XLIX
El destino tornábase adverso para Suárez Vallejo y Luisa, que el domingo, contra toda esperanza, tampoco pudieron hablarse. Precisamente cuando uno y otra tenían como nunca un mundo de cosas que decirse.
Violentando su propia recomendación, Suárez Vallejo había pensado en la carta, al parecer inevitable; mas ella provocaría una respuesta no menos segura, con riesgosa complicación de intermediarios.
Decidió, entonces, publicar el jueves un romancillo que leería la víspera a los Almeidas, poniéndolo para mayor precaución entre otros dos de asuntos distinto. La verdad era que tenía olvidado el género. Doña Irene habíaselo recordado poco antes, lo cual daba más oportunidad a su ocurrencia.
Entre varios inéditos que guardaba, eligió dos para primero y final. El otro decía: EL TESORO ESCONDIDO
Separaba a los amantes
La inclemencia del destino.
Tanto rigor les oponen,
Foso y muro del castillo,
Que ni mirarse podían,
Ni convenirse por signos,
Uno del otro alejados
Tras cortina de granito.
Tanta palabra amorosa
Que les inspiró el cariño,
Para los tristes no vale
Lo que esa que no se han dicho.
Esa que no se dijeron,
La más preciosa habrá sido.
El silencio en que la guardan
Forma su peor suplicio.
Tanta mirada que otrora
Les prometió el Paraíso,
Nunca igualarse podría
Con aquella que al descuido
De la sospecha celosa,
Del comentario enemigo,
Les juraría un infierno
Mejor que el cielo perdido.
Tanto beso que se dieron,
Más embriagador que el vino,
Lo catan ya desabrido.
Una vida en cada beso
Se han jugado con peligro;
Mas: con la muerte compraran
El que darse no han podido.
Un tesoro que tenían,
Ocultar han conseguido.
Suplicio, infierno y tesoro,
Por junto llevan consigo.
El infierno era la ausencia,
El silencio era el suplicio,
y el beso que no se dieron
Era el tesoro escondido.