El Angel de la Sombra/XLV
Esperaba Suárez Vallejo al maestro de esgrima en la sala de armas del club, cuando entró Sandoval.
—Gracias, mil gracias. Abandono, en efecto; pero con propósito de enmienda. Me he excedido un poco en el quehacer, y comprendo que necesito recobrarme.
Suárez Vallejo advirtió entonces cuán demacrado estaba. El tono jovial no correspondía al rostro, cerrado con tenebrosa reserva. Una abolladura de petrificación descarnaba sus facciones. Más canoso también, pero no emblanquecido de plácida ancianidad, sino agrisado con rudeza de jabalí, aquella ceniza trágica, sacándole al ceño con mayor lobreguez la borra de las entrañas, reanimaba hasta lo feroz el "gesto de pirata" que solía mentar chanceando. Su boca, gruesa de fiebre, parecía consumir un gusto de sangre.
—He decidido volver al noble ejercicio—añadió—y como seguiré su ejemplo, limitándome a lo substancial, cruzaremos pronto el fierro, si le parece...
Suárez Vallejo asió al punto la ocasión que se le ofrecía para anunciar su viaje:
—Desgraciadamente, no podré aceptar por ahora tan honrosa invitación. Salgo dentro de ocho días en inspección consular y estaré ausente unas seis semanas.
La mirada de Sandoval se iluminó.
—Asciende a inspector, entonces?
—No tanto. El escalafón no lo permite. Una comisión, no más, para ganar méritos.
—Me alegro de lo poco, aunque usted merece más. Pero es una sorpresa...
Tomó un florete del armero, y mientras probaba el temple:—Una sorpresa! Y qué dicen por allá... sus discípulos?... O nada saben? Anoche, al menos...
—No hasta ahora. Como no se trata de verdaderas lecciones, sino de un entretenimiento, nada había que advertir...
—Pero no es reservado...
—De ningún modo, y menos para usted. Hace ya días que está aceptado y re suelto.
Los labios del doctor entumeciéronse en una sonrisa penetrante como las aristas del acero que examinaba.