El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XIX
XIX


Resuelta a la expiación de su " maldad", recobró Luisa una calma extraña. La angustia de su pequeñez ante la inmensidad del mundo y de la vida, trocósele en abnegada fortaleza. Quedábale, tan sólo, un vago remordimiento de impiedad: olvidaba quizá demasiado sus deberes religiosos. La verdad es que no acompañaba a doña Irene en sus devociones, como era justo. Propúsose hacerlo, venciendo aquella indiferencia que habíala puesto, de seguro, mal con Dios: por eso pensaba semejantes cosas. ¡Sería tan bueno orar, purificarse en el renunciamiento y en el dolor, como las santas, como las mártires...

Mandó por Adelita con cualquier pretexto, a fin de mimarla, de ser con ella y Toto la hermana buena, la dulce providencia de sus amores.

Fueron juntos al "paseo de los naranjos", en los que afectó interesarse, para dejar a la pareja la intimidad dichosa de la glorieta central, agobiada de bejuco.

Caía la tarde.

El cielo clarísimo era una tenue soflama de oro sobre desleído azul. Rayando las puntas del pinar que daba fondo a la quinta, el último toque de sol descoloríase en finas barbas de pluma. Al misterio ya próximo de la noche, atenebrábase el follaje con lóbrega enormidad. Rebullía como un agua presurosa el pío crepuscular de los pájaros. De la tierra mojada por reciente lluvia, exhalábase con delicia campesina negro frescor de humedad. Una inmensa ternura eternizábase sobre el mundo.

Y Luisa sintió de pronto una amarga pena. Parecióle que toda entera se reducía al doloroso nudo de sus manos. Y sin embargo, toda ella, también, era para esa dicha que cobijaba la glorieta próxima, una oblación sin límites de cariño y de piedad.

¡Por que, entonces, por qué Dios mío, aquella suavidad, aquella paz, aquella hermosura infinita del cielo y de la luz, le hacían daño?...

Tanto daño!...