El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XIV

XIV


El episodio musical en que habíase manifestado, sin sorprender a nadie, la viva sensibilidad de Luisa, casi al punto recobrada también, vinculábase por el comentario inspirador de la petición de Suárez a la tía Marta, con el solemne concierto primaveral del conservatorio donde Adelita iba a graduarse profesora un año después. Aquella fiesta, en la que sólo tomaban parte las tituladas del curso anterior, caía el próximo miércoles.

Luisa, como era de esperarse, declaró que no asistiría; pero Adelita no podía faltar.

—Si tocaras tú—díjole aquélla—iría por ti. Pero ahora, añadió con ligera intención, no te hago falta. Irá Toto... y mamá, que es de la congregación protectora de Santa Cecilia. Yo me quedaré con tía Marta, que tampoco ha de ir. Pero no seré desleal contigo. No le pediré que toque nada para mí sola, ni daré la lección de francés.

—Lo que es por la lección... Por la música, sí, te agradezco. El momento de ayer fué inolvidable! Sublime!... Toto y yo participamos de tu misma emoción. Te aseguro que me he vuelto schumanniana. Elegiré para mi presentación de aquí a un año El Carnaval de Viena... Pero qué le daría a nuestro "profesor" para irse como se fué?... Estaría celoso de la pianista?

Suárez Vallejo había partido casi bruscamente, conturbado hasta el disgusto por la sospecha que se reprochaba como un error de su vanidad, no menos que por haberse dejado traicionar con aquella mirada idiota.

Traicionar?... Traicionar de qué?...

¿Iba, acaso, a caer en una tontería de mozalbete? Bueno estaría él pensando en Luisa... o Eulalia de Almeida—exageró para mortificarse con mayor sarcasmo—la muchacha más ensoberbecida con su aristocracia y su fortuna, según lo indicaba su propio retraimiento, a pesar de la sencillez, de la suavidad, que no son sino el pulimento de la buena crianza. Bastábale recordar el donaire con que en aquellos versos se declaró marquesa. Y muy justamente por cierto. Porque lo merecía más que muchas del título. "Una marquesita de raza y de poema", pensó, recordando su propia frase. No le faltaba más que caer en semejante locura! Y displicente hasta lo sonbrío, apretada de amargura la garganta, sintióse, a la verdad, ferozmente solo.

La avenida desierta en su alejamiento ya considerable del centro, resultábale hostil con su anchura, su arboleda, sus palacetes. Apretó el paso, hasta alcanzar con verdadera satisfacción la primera encrucijada de tranvías. Saltó al correspondiente, con tan alegre ímpetu de familiaridad, que el guarda no pudo menos de sonreírle.

—Me he libertado, pensaba con gozo ingenuo.

Una alegría vertiginosa, desatentada, de contenerse para no gritar, inundóle de golpe el alma.

Sí, sí: era cierto! Aquellos ojos, aquel rubor, aquel grito, aquella transfiguración sobrehumana! Veía bien el corazón, sin mengua de la rectitud consigo mismo. Y cómo no iba a ver así, iluminado por el milagro de su hermosura! Pero ¿era posible? Era posible que ella, ella, el ser de luz, de fragancia, de pureza, hubiera consentido aquella gracia maravillosa?

Una sombra volvió a atravesar su espíritu.

¿Y si fué la música...

Si fué la música, no más?...

El arte ejerce tanto poder sobre esos temperamentos exquisitos!...

No halló en el club al doctor ni a Cárdenas, con quien contaba sin saber bien para qué. La hora de la esgrima había pasado. Saludó en la biblioteca a dos o tres lectores tardíos que prefirieron visiblemente sus diarios.

—La verdad es que debo estar poco interesante, se dijo.