El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XIII

XIII


Suárez Vallejo advirtió con súbita inquietud, que tal vez la olvidaban demasiado.

Entonces, renovando una petición sugerida días atrás por la joven, solicitó de su bondad un poco de música.

Famosa pianista en su tiempo, había enterrado también el arte en el silencio de su infortunio, sin otra excepción que lo estrictamente necesario para la enseñanza de Luisa, alumna indócil sin remedio a la disciplina del taburete.

Tuvo, pues, que desistir, tras no pocos ensayos para adecuar al aprendizaje aquella contradictoria sensibilidad, exaltada en ocasiones a un verdadero arrobo lírico; y sólo de tiempo en tiempo, cuando la casa llegaba a quedar sola, sabíase por la servidumbre o por haberla oído casualmente al entrar, que tocaba, tal vez como ejercicio, algunos estudios.

Esa vez, consintiendo a medias, según Luisa lo indujo por la simpatía que hacia Suárez Vallejo le notaba, disculpóse, precisamente, con aquella excepción:

—Si sólo recuerdo, y mal, uno o dos estudios de Schumann...

—Trozos hermosísimos que siempre vale la pena oir. Y que seguramente ha de interpretar usted muy bien...

—...Porque es música de mucho corazón, completó Luisa.

—Lamento que insistan. Pero, por no hacerme rogar...

Y luego, ante el teclado que no recorrió, limitándose a la noble evocación de algunos acordes sobre los bajos:

—Veré de recordar una página divina, y sin embargo, poco ejecutada de Schumann: A la Bien-Aimée.

La música empezó a sonar, con una misteriosa dulzura que parecía sutilizar el silencio. Dulzura de padecer, que contenía todo el bien de la existencia.

Ambos oyentes se estremecieron.

Sentían formarse en la vaguedad de la sombra un ambiente de creación, que era el despertar de un alma.

Adelita y Toto que regresaban de la quinta, detuviéronse callados en la puerta.

Definía el puro canto la ausencia y la esperanza. No era sino el comentario eterno en que se desahoga la sencillez del corazón. Porque el genio, como todas las cosas supremas: el cielo, el amor, no varía. Realiza la eternidad y la perfección en la belleza de sí mismo. Y porque es siempre el mismo, es también cada vez más bello.

Llevaba el íntimo canto, a la bien amada, la sinceridad del dolor que reprocha su inclemencia al destino. ¿Y para qué lo iba a decir de otro modo que como lo dijeron todas las almas heridas, si de tanto decirla las bocas amantes y de tanto llorarla los queridos ojos, se volvió hermosura la congoja de amar?

Abríase en el breve canto la eternidad, como el fondo de la tarde en el vuelo del ave pasajera. Lográbase al doble conjuro de la inspiración genial y de la emoción que tan propiamente la reanimaba, aquella melodía que disuelve el silencio sin abolirlo, alcanzando la perfección de la música.

Y como en toda perfección hay un fondo de tristeza, en toda melodía perfecta hay algo nuestro que se despide. Y como en toda belleza triunfa la vida, en la hermosura lograda hay una esperanza que nos sonríe.

Amar, esperar, partir: ¿no es, acaso, toda la existencia?...

Mas, a despecho del propio desengaño y sobre la misma muerte, es el amor lo que triunfa en la belleza de su congoja inmortal:

Cuánto te quiero!... Cuánto te quiero!...

La última nota excavó el silencio en un trémulo agujero de oro lóbrego.

Pasó un largo minuto sin que nadie se moviera ni hablara, como si el espíritu de la música fuera replegándose en una callada lentitud de alas inmensas.

La tía Marta continuaba ante el piano. Todos comprendían el motivo de su actitud: no quería que la vieran llorar, o reprimíase devorando sus lágrimas.

Suárez Vallejo miró de pronto a Luisa.

Pálida hasta dar miedo, hondos los ojos, una especie de sacudón la enderezó, rígida, bajo la involuntaria fascinación de aquella mirada. La ola de sangre que él sintió refluir a su corazón, pareció incendiar por reflejo el rostro de la joven, con violencia tal, que la obligó a echarse atrás como ante una llamarada.

—¡Tía... Tía Marta!—gritó con desesperada resistencia al fulminante arrebato. Y precipitándose hacia ella, estrechóse por detrás, rostro contra rostro, convulsa, aterrada, sollozante de miseria y de pequeñez.

El viejo regazo, a la vez materno y virginal, ofreció a aquella espantada ternura el refugio de los días infantiles. Serenaron la joven cabeza, como en un ademán de bendición, las manos empapadas todavía de música; mientras la dulce voz, aquella voz tanto tiempo callada, enternecíase consolando:

—Mi Luchita!... Mi pobrecita!