El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XCVI

XCVI


Solitario aun el club en aquel final de temporada veraniega, casi no había más concurrentes a la sala de armas que Suárez Vallejo y el doctor.

Tácito convenio impedíales hablar de la desgracia, aunque atribuyéndose recíprocamente falsos motivos. Sandoval, alguna promesa impuesta al amante; el otro, aquel siniestro fracaso que el médico debió cubrir con una verdadera fuga, bajo la insistencia atroz del grito materno en que clamaba el instinto infalible:

—Me la mató el mar! Me la mató el mar!

Pero el joven no le guardaba rencor, creyendo en la buena fe que parecía confirmar su tristeza trágica. Veía por el contrario en él algo de su pobre amor, que se lo tornaba a la vez lúgubre y simpático.

Los Almeidas habian decidido pasar el año en la estancia devastada por la inundación, no sólo a fin de reparar los perjuicios que fueron cuantiosos, sino para evitar las otras casas, demasiado llenas de recuerdos.

Cárdenas, leal siempre, no descuidaba un día a su amigo, multiplicando su ingenio con delicadeza "de hermana mayor" decía aquél. ¡Los sollozos que se había tragado, hasta socavar se garganta y corazón en ronquera de aneurisma!

Y en cuanto a Blas, Suárez Vallejo recordaría siempre aquel día de su llegada, en que, de pura pena, habíasele escondido tras la puerta de la estación, por no faltarle al respeto con el llanto que no iba a poder ahogar. Ahora vivía a su servicio en la pensión, o mejor dicho a su arrimo; y por la tarde, cuando salían todos, buscaba el umbral de la cocina donde se acurrucaba como un perro para llorar a solas.

Suárez Vallejo no tenía más distracción que sus asaltos de esgrima con Sandoval.

La existencia no le representaba ya sino una amarga espera, indefinida en titubeante estupor.

Existencia, que no vida, ya que él mismo no era sino una ilusión corporal en este mundo: una sombra del otro lado...

...Aquel más allá que tampoco percibía sino como una vaga quietud gris: una vaguedad de insomnio en la niebla...

Por esto, una de esas mañanas de esgrima, habíalo sorprendido su propio entusiasmo ante el doctor. Probablemente, díjose, debido a la misma intensidad del juego, si no a la pasión comunicativa de su adversario.

Concluída su lección, el maestro acababa de retirarse.

Sandoval atacaba con ímpetu, multiplicando los batimientos. El centelleo de su mirada era tal, que a despecho de la careta, la alegre valentía del hierro parecía iluminar su palidez. Aguantaba el otro, correcto, hasta reducir su línea al perfil de un rayo de luz; y con elástico apronte, recogíase en la guardia, envuelto por su inevitable punta.

De pronto, tras dos breves fintas, batió a su vez, entrando al grito.

Sintió a un tiempo caer un pedazo de hoja y hundirse su espada rota en la carne.

—Tocado!—gritó con arrogante homenaje Sandoval, empinando su careta.