El Angel de la Sombra/LXXXIX
Una congoja de vértigo, a pique ante ella como una sombra sin fondo, revelábale bajo su helado trasudor la agravación inminente.
Sobrepúsose, no obstante, al primer amago, para llegar hasta el salón una tarde más, una límpida tarde, tan clara, que en vez de apagarse con el crepúsculo, reavivaba más penetrante la luz, transparentando cielo y tierra en una diafanidad de amatista.
Advertida por su propia angustia, la tía Marta salió, comprendiendo que se aproximaba un desenlace.
Los amantes hablaron poco. Una pureza inefalile abstraíalos en aquella luz apaciguada de la inmensidad. Callaban como cuidadosos de la perfección de su amor. Una perfección que olvidaba en la delicia de su propia infinitud, ajena al mundo, al tiempo, a la vida...
Mas, con el cambio de viento, llegaban ahora hasta el salón las campanadas del reloj municipal. Y de pronto, bajo el silencio que parecía eternizar la piedad de la tarde suspensa en él, pasó con ellas nítida, lenta, irrevocable, la advertencia de la fatalidad.
Suárez Vallejo, con súbito escalofrío de pavor, notó aquella gracilidad en que visiblemente abatíase una azucena; la afligida humedad de la frente demasiado clara; las llamitas funestas de los pómulos; la quemadura aciaga de las ojeras.
Y con el ademán habitual, le pidió en silencio las manos.Retirándolas del manguito en que buscaban disimulo y no abrigo, tendióselas ella con desolada y suprema elegancia.
Entonces lo erizó de nuevo el espanto. Las sortijas habían desaparecido.
Desnudos en su ardorosa delgadez, los pobres dedos no podían ya retenerlas...
Sobre esas manos que empezaba así a despojar la muerte, derramáronse, joyas vivas, sus lágrimas.
—Qué quieres que haga, mi amor... Las pobres se me han enflaquecido tanto!...
Y tras un suspiro sonreído en la obscuridad:
—Ya no sirven más que para lloradas. Una noche de paradisíaca hermosura, entraba sin tinieblas, menos sombría que el mar.
Al ocaso, en el cielo de intensidad verde, abríase con amorosa palpitación el capullo del lucero.