El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LVIII

LVIII


Suárez Vallejo siguió visitándolo con frecuencia.

Cautivado por su inmenso saber, por su incontestable sinceridad, oyó sin asombro, aunque sin consentirlo enteramente, todavía, la mención de su anterior existencia a fines del siglo XII, y la interrupción violenta de su ciclo vital en un conflicto de amor y guerra.

Volvía a encontrarse ahora en relación con los haschischins, o tomadores de háschisch, que los cruzados denominaban asesinos por defecto de pronunciación; droga aquélla, que Ibrahim habíale administrado en los cigarrillos de la primera entrevista.

Mas el asiático nada le exigía fuera de la reserva natural, y declaraba nocivo el uso del háschisch, con excepción de rarísimos casos y al único objeto de activar ciertas comunicaciones. Su conducta era de perfecta honradez. Su bondad y su calma inagotables.

Suárez Vallejo adquirió a su lado, en pocos días, conocimientos que ni siquiera sospechaba; pero supo, también, que dominado como se hallaba por la fatalidad del amor, sólo la gracia de un ángel podía influir en la ya próxima consumación de su destino.

Es el secreto de la eternidad—había concluído Ibrahim, por cuyos ojos verdes volvió a pasar el resplandor de la espada.