El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LVI

LVI


Consultada al respecto, doña Dalmira indicó que en el pueblo vecino, el agente consular de Turquía, comerciante acopiador, solía también oficiar de relojero.

Suárez Vallejo recordaba haberlo visto una sola vez, cuando se lo presentó por cortesía oficial el encargado de la Aduana, quien apreciábalo, según dijo, como hombre serio y capaz. Habíale causado, en efecto, buena impresión su tipo enjuto, de ojos verdes y corva nariz, que tornaba más aguileña el relieve de pómulos y mandíbulas.

Volvió a satisfacerlo la comedida mesura con que lo recibió, ajustándose acto continuo el monóculo de aumento para examinar la avería. Su tupido cabello gris brillaba como un terrón de galena.

En el silencio del despacho interior donde lo introdujo por cortesía, crujió, neto, el probado resorte.

—No tiene nada—murmuró sin levantar la cabeza. Et pourtant e'est drole, ma foi!...

—Quizá el frío... —insinuó Suárez Vallejo, empleando también el francés.

—No, no es el frío. Estos relojes suecos se hallan lubrificados con aceite de quijadas de delfín, que nunca se congela. Rica máquina!

—Es la primera vez que falla en doce años.

Continuó el examen, a prueba minuciosa de palanqueta y punzón.

Y de golpe, quitándose el monóculo, el hombre le devolvió la prenda:

—No tiene nada—dijo. —Llévelo consigo, y un día de éstos echará a andar por sí solo.

Suárez Vallejo le agradeció la receta, si bien interpretándola como una evasiva.

El otro pareció no advertirlo. Atusándose el ya encanecido bigote, envolvialo en una mirada singular, cual si estuviese, a la vez, próximo y lejano.

—Señor inspector—preguntó, mientras le ofrecía un cigarrillo: —¿no tendrá usted enfermo de gravedad algún ser querido?

—No, ninguno—contestó resueltamente, aunque ahogando en la primer bocanada de humo un repente de estupefacción y alarma.

—Soy solo en el mundo—añadió, un poco al azar de su sorpresa.

Mas, al punto, distrájolo con agradable impresión la exótica fragancia del cigarrillo.

Seguían hablando francés, idioma que parecía más familiar al comerciante. Este dijo:

—Yo también soy solo. Me he criado en Siria, aunque nací en Armenia. Fuí alumno hasta los quince años de los jesuítas franceses de Beirut. Pero la soledad corporal, la ausencia, en fin, tiene remedio y puede ser el camino de la perfección, la vía celeste. La soledad que mata, señor, es la que uno lleva consigo en el alma.

El timbre de aquella voz despertó en Suárez Vallejo la simpática intimidad de un recuerdo desvanecido. Entregábase a su encanto, sin sorpresa, en una especie de sumisa abolición.

Su interlocutor, que había callado mientras fumaban con meditabunda placidez, volvió a decir, ofreciéndole otro cigarrillo:

—Quizá esté usted sorprendido de mi locuacidad poco asiática... Pero créame que no hablo en vano. Habrá usted leído algo sobre las hermandades secretas del Oriente...

—Poca cosa. Lo que todo el mundo sabe... Fakires... Derviches giratorios...

—Sí, sí... Al fin es lo mismo. Pero hay escuelas, comunidades diferentes... Y a eso me refería. Según enseña una, de la cual le hablaré si le interesa, la soledad, la verdadera soledad, que es la puerta del infierno, sólo comienza a existir cuando el hombre pierde la vinculación con el ángel ligado a su destino. Porque nosotros creemos que en la humanidad, cada alma es la mitad de un ángel.

—Cómo no va interesarme una fantasía tan poética... —afirmó, saboreando con fruición creciente el humo oloroso.

—Excúseme la demasía, pero parece que su interés fuera más bien preocupación causada por un especial estado de ánimo. Suárez Vallejo intentó apenas resistir.

—Es posible... —dijo en voz baja.

Abandonándose a la delicia ligeramente vertiginosa de una flotante liviandad, parecíale que él mismo se exhalaba en el humo de su tabaco.

—Pretendemos—insitió el oriental—que aquello es un hecho. Que bajo ciertas condiciones, vuélvese visible el espíritu compañero. Puede adquirirse el don de percibirlo en el campo magnético que rodea a cada persona, y que es su propia emanación vital. Ahora mismo, el suyo, muy neto...

—Ve usted a mi ángel?... —interrumpió Suárez Vallejo con lánguida ironía.

—No. Está ausente en la sombra de la encarnación. Caído en el sacrificio de la materia.

Vibraba su acento con extraña solemnidad, y por sus ojos verdes había cruzado un resplandor de espada blandida.

—Está usted—prosiguió—formidablemente

solo. Veo casi desvanecida a su lado la imagen materna. Quedó usted huérfano muy niño. Es usted, como dicen, un hijo del amor. Gente salvada por usted de un peligro mortal, forma ahora su guardia invisible. Pero la potencia de una voluntad hostil empieza a oponérsele. Goza usted plena la dicha del amor en el misterio de una contrariedad irremediable. El ser humano que a usted se ha dado, no pertenece a su familia terrestre. Es absolutamente suyo. Su amor es esta cosa rarísima y divina: un encuentro en la eternidad. Está más allá de la vida y de la muerte. Pero a costa de un inmenso dolor. Vienen ustedes de muy lejos: del otro lado del mar y de los siglos. Usted lo sabrá un día por medio de un anciano que va a morir. Cuando conozca el secreto del nombre que ella lleva, y que no es el suyo.

Suárez Vallejo se puso pálido.

—De modo que usted sabe...

—Sé más aún—interrumpió el otro con imperio. Ella estuvo en lo justo cuando quiso acompañarlo acá. Era la hora del destino!

Y cortándole palabra y ademán con dominante mirada:

—Ahora que usted comprende que sé, creerá, sin duda.

Suárez Vallejo alargó maquinalmente la mano hacia la cigarrera, pero el vidente la apartó con suavidad.