El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LIII

LIII


La satisfacción que su buen proceder causábale, tornósele melancolía no bien se halló a solas en el cuarto revuelto.

Así, pues, iba a partir sin verla. Cometía, en suma, un imperdonable exceso de preocupación al no llevar su retrato. Una cabecita suya, siquiera!...

...¡Y nada más que una cinta y unas flores secas—quién iba a creer—queriéndose tanto!

La ausencia empezaba ya.

Caía la tarde sobre el barrio tranquilo. Para aislarse con sus recuerdos, había cerrado puerta y ventana, encendiendo apenas su lámpara de noche.

Mientras tanto, ultimaba su arreglo. Todo se hallaba en orden: muebles, libros, ropas... Minucioso adrede aquel apronte, para mayor distracción.

Quedábale, sólo, abierta sobre la mesa, la valija de mano.

El silencio de la calle desierta aumentaba su impresión de soledad. Hasta las palomas del tejado enmudecían ya recónditas.

Mas, llegaba la hora de cumplir lo prometido a la bien amada.

Qué haría ella? Lo mismo, sin duda. Estaría despidiéndose con el alma. Allá, en la butaca de costumbre. LIorándolo tal vez sus ojos queridos.

Empezó a pasearse con lentitud en la soledad, como ella había dispuesto, cuando llamaron a la puerta. Giró resueltamente el pestillo, y Luisa se echó a sus brazos estremecida de sollozante pasión:

—No puedo quedarme así! Es demasiado cruel!... Demasiado triste!

Delirio, riesgo, asombro, fatalidad, ahogáronse en el beso de ansia y olvido.

—Amor mío!... Mi amor del alma!

Estrechóla contra su estallante pecho, en el extravío de un deslumbramiento milagroso. Y el vértigo del beso volvió a abismarlos en un gemido de amor.

Pero ella, desprendiéndose con turbación ingenua:

—Me perdonas?

—Qué puedo perdonarte yo, mi dulzura...

Estaba completamente de negro, como aquel día. Quitóse el sombrero, en una deliciosa seguridad de posesión.

—La puerta... —indicó sin mirar, velando su voz con intimidad resuelta y grave.

—Nadie puede oírnos, aseguró él echando el cerrojo.

Temblaba todo, ahogado por una emoción rayana en espanto.

Anduvo ella hasta la mesa, donde apoyó su mano con naturalidad:

—Qué lindo es acá!... Donde tú vives—exclamó, maravillada con gentil sencillez, mientras sus ojos recorrían el ámbito a media luz. Creí que tenías más libros... —añadió por los dos armarios donde se alineaban.

Estremecióla en eso un vago terror.

—Qué silencio!... —dijo.

—Has pensado mucho, acá, en tu Luisa?

—Lo que hallas hermoso en este pobre cuarto de pensión , es que está lleno de tu imagen.

Alisóse ella, lentamente, con los pulgares, el cabello en las sienes, mientras su mirada humedecíase de ternura.

Y para eludir aquel soplo de miedo que la subyugaba otra vez, bromeó, tocando la valija mal colmada:

—Arreglo literario...

—No, dijo él dulcemente. Dejo siempre un hueco para algún imprevisto de última hora...

Una sonrisa de malicioso misterio insinuóse apenas en los labios de la amada.

Y con sus ojos iluminados de triunfal alegría:

—Tú no pensaste, verdad?... No creías?... No sospechaste nada?...

Ahor , sí, comprendía. Comprendía todo y la quería mucho más por ello: su actitud, su seguridad, su tranquilidad ante la despedida.

Volvió junto a él, serenada, y sentóse en el diván, mientras él lo hacía a sus pies, para beberla mejor con los ojos, como a una estrella. En lo suyos brillaban, juntamente todavía, la alegría y las lágrimas.

—Nuestro tesoro... —murmuró con aquella sonrisa celestial, en un susurro de ensueño. Diré todos los días tus versos, para ir besando cada palabra al salir.

Estrechóla él con intimidad más profunda. Pero, de pronto, lo estremeció una alarma:

—Cómo has hecho, amor?...

—No te inquietes. Me valí del taller de costura. Tengo dos horas para ti... Para nuestro cariño... Malo que te vas!—añadió con mimosa queja.

Y encendiéndose en ligero rubor:

—Me confié a Blas, que me ha traído hasta aquí cerca, y me esperará. Como me cree tu novia... el pobre!...

Dilató él una mirada de asombro.

—Para el taller y para casa, ando yo en comisión de compras. Tengo ya en el coche el paquete de géneros. Y si supieras lo que contiene también...

Sin esperar su respuesta, inclinóse más, y mirándole bien de cerca los ojos con una especie de amorosa picardía:

—Aquel trajecito escocés que te gustaba. Porque pensé que tal vez tuviera que irme contigo...

Suárez Vallejo alzóse hasta el diván, cubriéndole de besos el rostro.

—Cuánto te quiero!... Mi alma!... mi "mía"... mi valiente!... Pero eso...

—Sí, sí, es una locura. La locura con que yo también te quiero!

Dobló la cabeza sobre el hombro amado con honda queja de ternura.

Mas, él consiguió sobreponerse aún, con energía valerosamente desesperada, al arrebato de sobrehumano delirio que desordenaba en huracanado empuje su corazón.

—Una locura que comprometería sin remedio nuestra dicha... Nuestro pobre dicha, tan contrariada ya.

Hubo un momento de silencio palpitante.

—Y si fuera mejor... —insinuó ella todavía.

Temblaba entera, casi hasta el dolor, en la caricia de aquel brazo que ceñía su aflicción desamparada.

Pues cuán desvalida y miserable sentíase ante la inmensa soledad... Ahora que iba a perderlo.

—No me dejarás así!...

Su voz tornóse tan opaca, que era un aliento. El no acertó más que a bebérsela en un beso, ebrio también de aquel aroma que era el divino regalo de su juventud.

El regalo que le hacía, no por el deleite más temido que apetecible, sino para descansarse el corazón de tanto querer.

—Así, sola mi alma!... Volver así, a mi casa que siento ya ajena, entre los que no saben comprender nuestro amor... Y te desprecian!... No, no; nunca! Por eso he tomado, como dicen, una suprema resolución.

—Entonces, mi adorada...

Entonces, agonizado en congojosa dulzura el arrullo de su cariño, cerró ella, estremecida, los ojos, abandonando aun más sobre el hombro amado su cabeza rendida de amor y fatalidad:

—Me iré contigo o volveré tuya.