El Angel de la Sombra/LI
La actitud de Luisa, que admiraba cada vez más, aunque sin salir de su primer asombro ante ella, ayudóle a dominar la impresión de orfandad desolada cuya habitual congoja habíalo asaltado al hallarse en la avenida desierta.
El jueves temprano, entrevistóse con Cárdenas a quien nada decía de sus amores, aunque el malicioso escribano le sacaba por la cara, en silencio prudente y regocijado a la vez, su feliz secreto. Quería hacerle los últimos encargos:
—Ya que se empeña en asignarme emolumentos, aunque en la práctica que adquiero está mi retribución, cuando paguen los honorarios de aquellas escrituras, mándele abonar a mi patrona la pensión atrasada de M. Dubard. Le he salido fiador sin que el pobre viejo sepa, porque de seguro no lo habría aceptado. Ya sabe lo delicado que es. Pero visítelo en mi nombre. Está muy enfermo. Va a durar poco, me parece... Del sueldo que me cobre, páguemele a Blas su mes de coche, o lo que salga hasta mi regreso. Y creo que ya no tengo más molestias de darle... Ah, sí, me olvidaba. El pícaro aquel del asalto, va a salir pronto en libertad. Agradecido a mi declaración compasiva, y dispuesto a enmendarse, me pide que le consiga un puesto de ordenanza. Queda con la mano falseada del torcijón que le di. No podrá volver a su oficio de estibador y me parece listo. Quizá como portero de la escribanía...
—Buena pieza la que me recomienda! Ya fué un error esa declaración favorable. Yo habría dejado que lo procesaran, como era justo, por atentado criminal. Pero usted con su sentirmentalismo!... Usted y...
—Ella es quien lo ha perdonado.
—Me lo imaginaba. Claro! Claro! Sí, pues. Perfectamente claro!
Ambos rieron con franqueza.
—Bueno, prosiguió Cárdenas. Veremos... Aunque sin prometerle nada, eh?... En cambio, me ocuparé gustoso del viejo Dubard. Hace mucho que no lo veo.
—Está siempre muy rosadito; pero flaquísimo, encorvado. Parece, el pobre, un langostino. Visitelo, que es obra de caridad.
La patrona de la pensión había visto a Suárez Vallejo en son de consulta; pero en realidad para quejarse del trimestre que el profesor le adeudaba. Cada vez más imposibilitado de trabajar, si no le despachaban la jubilación durante las próximas vacaciones... —adiós mi plata—concluyó con sardónica avaricia.
Suárez Vallejo garantió la deuda hasta entonces, exigiendo en cambio toda la consideración que merecía tan fiel y antiguo cliente.