El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo C

C


Mediante la copiosa información en que los diarios rivalizaban, asistíamos, por decirlo así, a los preliminares del armisticio que iba a terminar la Gran Guerra.

Rendído a tanta contradictoria emoción, dormía una noche, lejana ya de aquella extraña entrevista, cuando me despertó la impresión de un estallido.

"Pesadilla de guerra"—pensé sin sobresalto, atribuyéndolo a mí excesiva preocupación.

Habíame quedado con los ojos abiertos en la obscuridad, gozando la sensación de las tinieblas, que me es grato experimentar en el silencio de la noche.

Ajeno a toda alucinación, clara la mente, y sin vincular a ningún recuerdo el estrépito despertador, advertí que hacia el fondo del cuarto, a la altura del dintel, cruzaba la sombra, sin ser de ningún modo claridad ni vislumbre, opaca como la misma obscuridad, una lista azul que fué encogiéndose hasta desaparecer.

Entonces, con certidumbre imperiosa y absurda a la vez, me asaltó una idea:

—La despedida...

Dos días después, entre la multitud de despachos que colmaban mi diario matinal, hallé uno confirmatorio, de Lisboa:

"En forma repentina, ha fallecido en el edificio de la legación, donde moraba, el ministro de..."

—Al fin!... —díjeme, como aliviado a mi vez por una especie de melancolía dichosa.

Pasaron las horas, sin mayor preocupación a decir verdad, cuando cerca ya del mediodía, el portero apareció con una tarjeta.

Juan Medina, acopiador—leí en voz alta. No sé quien es. Dígale que no estoy.

El portero volvió momentos después con un legajo que el visitante me dejaba sin insistir.

Bajo mi dirección, puesta con tinta en la cubierta, había escrito a lápiz, en caracteres arábigos y latinos: Ibrahim.