El Alcázar de Sevilla: 7
Capítulo VII
Por la izquierda termina el jardín en una gran galería techada, por la cual puedes pasearte en los días lluviosos; y que separa a aquél de la extensa huerta perteneciente al Alcázar. Cubre la galería una azotea, que es otro nuevo paseo, en extremo agradable por las buenas vistas que ofrece; pero ninguna más grata que el contraste que forman de una parte aquellos regios jardines con su majestad, su orden y su silencio, y de otro la casita del hortelano en su pintoresco desorden, con su parra por toldo, sus gallinas y pollos por cortesanos, sus legumbres por riqueza, sus flores por lujo, y su alberca habitada por ranas, a dos pasos de los históricamente famosos y regios baños de las Sultanas, y más tarde de Doña María de Padilla. Entrase en ellos por el jardín, y están hoy bajo el patio que lleva el nombre de ésta, levantado en tiempo de Carlos V. En lo antiguo se hallaban rodeados de naranjos y limoneros que bebían sus aguas, y cubierta únicamente su parte superior. Consisten los años en una larga albarca, que tendría en aquella época agua siempre corriente para abastecerla.
Cuéntase que, mientras se bañaba le hermosa favorita le hacían tertulia el Rey y sus cortesanos, lo cual deja de ser tan escandaloso como a primera vista pudiera aparecer, si se considera que hoy mismo es costumbre en algunas partes recibir en el baño, y aun en ciertos parajes bañarse muchas personas de ambos sexos reunidas, como se verifica en los de Biarritz en Francia, y en los de Bath en la pulcra Albión. La galantería de aquellos tiempos había introducido la costumbre de que, los caballeros bebieran del agua misma en que se bañaban las damas. Así lo verificaba en el baño de Doña María el Rey D. Pedro y sus cortesanos. Notó un día aquel que uno de estos no lo hacía, y dirigiéndose a él le dijo: ¿Porqué no bebes? Prueba esta agua y verás cuán buena y fresca es. -No haré tal, Señor, contestó el interpelado. -¿Porqué? tornó a preguntar picado el Monarca. -Para evitar, Soberano Señor, repuso aquél, que si encuentro agradable la salsa, vaya a antojárseme la perdiz.
A la entrada de los jardines, por la cancela de hierro de que casi al principio de estas páginas hablamos, y que es la que en ciertos días se franquea al público, hay un magnífico estanque de más de tres varas de profundidad, apoyado en la galería que separa los jardines de la huerta, y en cuya pared se ven todavía bellísimas pinturas mitológicas, que ni el ardiente sol ni los violentos aguaceros de Andalucía han podido deslustrar.
De este estanque se refiere, que hallándose muy preocupado D. Pedro con la idea de a qué Juez confiaría el sentenciar un pleito sumamente enmarañado y oscuro, cortó una naranja en dos mitades, y colocó una de estas sobre la superficie de las aguas del estanque. Hizo venir a un Juez y le preguntó qué era lo que sobrenadaba. Contestóle el Juez que era una naranja, y descontento el rey lo despidió, mandando llamar sucesivamente otros varios Jueces, de quienes, habiéndoles hecho la misma pregunta, obtuvo también la misma respuesta. Llegó, por último, uno que al escuchar la pregunta del Rey, desgajó una rama de un árbol, y trayendo con ella hacia sí el objeto a que aquél aludía, lo sacó del agua: Es media naranja, Señor, contestó entonces. -Tú serás, dijo el Rey, quien sentencie la causa; y la puso a su cuidado.
No debemos pasar por alto una cosa que entusiasma a algunos, y asusta a otros de los muchos que visitan los jardines del Alcázar. Nos referimos a un juego de aguas que hace brotar de repente entre los ladrillos de los paseos, gran cantidad de saltadores, que formando prismas con los rayos del sol poniente, causan bellísimo efecto y parecen otros tantos movedizos penachos de brillantes.