Dos rosas y dos rosales: 16
Capítulo IV.
editarI.
editarIba á teñir el alba arrebolada
Con luz de nácar y ópalo los montes,
Con cuyas crestas mil Sierra-Nevada
Cierra los pintorescos horizontes
De la morisca vega de Granada…
Y antes de continuar, será muy justo
Que te advierta, lector, por si eres de esos
Que en apurar las cosas tienen gusto,
Y quieren que en los libros no haya nada
Que su razón no tenga,
Inclusos los excéntricos escesos
En que suelo dar yo, que soy el hombre
A quien menos importa que en sus obras
La razón por quintales se contenga,
O entre en ellas por faltas ó por sobras
Y que me den ó no me den renombre,
Como el lector con ellas se entretenga
Y yo las venda bien; porque á fé mia
Que cuando á mí la muerte como á todos
Allá en la eternidad me precipite,
De lo que haga de mí y mi poesía
La edad futura se me dá un ardite;
Pues no hay libro ni autor, feo ó bonito
Que, por diversos modos,
No tengan á la par por malo y bueno
La agena envidia ó el favor ageno.
Pero dejando aparte digresiones
Que no tienen que ver con este escrito,
Vuelvo á entrar, ¡oh lector! en mis razones
Y á mi presente historia me limito.
Justo será, repito,
Que sepas que la vega de Granada,
Bien ó mal, como supo, por mi pluma
En otros muchos versos celebrada,
En aqueste momento no la cito
Porque al presente libro me presuma
Que dé importancia ó que valor añada,
Por añeja costumbre ó por capricho
Aunque no venga á cuento para nada,
Sinó porque, aunque arriba no lo he dicho
Al comenzar mi historia,
La torre y el lugar innominados
Y del doctor la misteriosa casa
Donde la escena de mi cuento pasa,
Según la tradición y la memoria
De los libros para ella consultados,
Al pié de la Alpujarra están situados:
En uno de los valles pintorescos,
Que de esta hermosa sierra entre los riscos,
Se abren en los balsámicos confines
De la costa feraz de Andalucía:
Que, triunfante rival de Berbería,
Se aduerme al son de los traidores mares
Que abrieron paso al africano un dia.
País aun hoy sembrado de alminares,
Alquerías, castillos y lugares,
Que blanquean en medio de jardines
Y bosques alfombrados de jazmines,
De lirios y rosales siempre frescos,
Y que aun guardan sus nombres pintorescos,
Las tradiciones mil de los moriscos,
Y la raza, costumbres y cantares
De sus antiguos dueños berberiscos;
Que aunque vencidos á África volvieron,
El risueño país en que habitaron
Con su génio oriental poetizaron
Y de recuerdos mágicos le hincheron.
Por eso, al empezar este capítulo
Que ha de ser el mejor por solo el título
Del último, y por ser el que se encarga
De llevar á su fin en esta hora
Esta leyenda soñolienta y larga,
Cristiana por mitad, por mitad mora,
(Lo cual si no le pone entre los buenos
Le dá opción al accesit cuando menos.)
Por eso, digo, cuando en él la aurora
Comienza á despuntar, no es una pícia
Esta declaración no hecha hasta ahora
De que salia el sol sobre Granada:
Y tu estrañez, lector, fuera fundada,
Y tuvieras muchísima justicia
Para llamarla intempestiva y necia,
Si el sol que este capítulo colora
Saliera por Pekin ó por Bassora,
O por Sebastopol ó por Venecia.
Pero pudiendo yo situar mi cuento
En donde mas á cuento me viniere,
En su derecho está, si mal no siento,
Cuando á su escena mi capricho quiere
Al pié de la Alpujarra dar asiento;
Así que, cuando dije que salia
El sol sobre las costas donde muere
La ola del mar que nace en Berbería,
Lo dije porque el cuento lo requiere:
Y aun cuando tan á cuento no viniere,
Lo mismo que lo digo lo diria.
Porque á mas que esta clase de leyendas
Cuyo género á luz di yo algún dia,
(Por mas que como yo las den al viento
Hoy hasta los mancebos de las tiendas,)
Tienen la preciosísima ventaja
De admitir todo estilo y todo invento,
Y que ninguno su valor rebaja
Como esté cultivado con talento,
Quiero, lector carísimo, que entiendas
Que siendo yo quien mi leyenda cuento,
Aunque razón mas óbvia no tuviera,
Tengo yo por razón muy soberana
La de querer contarla á mi manera
Y como á mí mejor me dé la gana;
Siquiera me lo tachen de mal modo
Y estilo y gusto bárbaro y perverso
Cuantas reglas acata el mundo todo,
Y cuantos sabios cuenta el universo;
Porque en obras de gusto y de capricho
Que traen solo placer y no provecho,
Todo se puede hacer, si está bien hecho,
Y se puede decir, si está bien dicho.
Conque ténlo, lector, en la memoria
Y vamos adelante con mi historia.
Iba á teñir el alba arrebolada
Con luz de nácar y ópalo los montes,
Con cuyas crestas mil Sierra-Nevada
Cierra los pintorescos horizontes
De la morisca vega de Granada,
Cuando el doctor, abandonando el lecho,
Vistióse diligente
Y al árabe balcón se fué derecho:
De codos se apoyé en el antepecho
Y se puso á mirar atentamente
Su casa, que á lo lejos se divisa
A la luz del crepúsculo indecisa.
Del castillejo del barón en frente.
Y á la boca del valle alpujarreño,
Su casita gentil ve que blanquea
A través del vapor turbio y calino
Que, al soplo del ambiente matutino
Resistiendo pesado, lentamente
Para arrancarse de la tierra ondea
Entre su móvil velo cristalino,
Como un beodo que al romper el sueño
En que le hundió la pesadez del vino
No puede despertarse de repente:
Y por mas que procura
El sopor sacudir de su beleño,
Vacila y bambolea
Antes de ser de sus sentidos dueño.
Poco á poco la trémula cortina
De vaporosa y pálida neblina,
Que de la tierra sobre la haz posada
Flotando se mantiene, resistiendo
A la brisa del alba perfumada,
Su masa de vapores oponiendo
A su luz purpurina,
Comenzó á enrarecerse á la influencia
Del sol, del horizonte enrojecido
Ya próximo á saltar, y fué cediendo
De la brisa, creciente á la violencia
Con la vuelta del sol fortalecida.
Se dilató, osciló, cedió arrancándose
De la falda del monte, y desprendida
De la tierra una vez, conforme sube,
En la atmósfera Limpia disipándose
Se perdió entre las orlas de una nube;
Y libre al fin de su flotante gasa,
Apareció del médico á los ojos,
Del sol naciente á los fulgores rojos
Entre los verdes árboles, su casa.
Contemplóla él doctor un breve instante
Fresca, sencilla, alegre, blanca y bella
Destacarse en la falda del collado,
A un corderillo blanco semejante
Tendido entre los céspedes del prado.
Contemplóla tenaz, como un amante
La mansión donde está su objeto amado,
Esperando tal vez ver su semblante
Por ventana ó balcón inesperado
Parecer y ponérsele delante.
Contemplóla el doctor no corto trecho
En sus recuerdos hondos embebido,
Silencioso, sereno y distraído:
Mas brotó de repente allá en su pecho
Un recelo tal vez en él dormido;
Y tan sola y pacífica al mirarla,
Comenzó con afán á contemplarla:
Y su ojo penetrante
De su pupila inmoble y dilatada
Luz de impaciencia á su pesar destella,
Profundizar ansiando dentro de ella
Por su quietud y soledad turbada;
Pues de ella inquieto aguarda
Ver alguno salir que en salir tarda.
Y ya la faz, del corazón espejo,
La luz de su impaciencia reflejaba,
Y empezaba á fruncir el entrecejo,
Y á contraer los labios comenzaba,
Cuando su casa, de repente abierta,
Vió que salir dejaba por su puerta
Varias personas, cuya forma impide
Distinguir la distancia y el reflejo
De la luz esplendente que las hiere,
Y que al darlas de lleno contribuye
A cambiar sus contornos, que aunque quiere
Determinar la vista no los mide
Ni les aprecia bien; pues la influencia
Del esceso de luz y la distancia
Les dan una fantástica apariencia;
Y su forma real turba y destruye
La ilusión que con trémula inconstancia
La alumbra á su capricho, y la avecina
O la aleja, la aumenta ó disminuye
Siempre, pero jamás la determina.
Mantúvose el doctor al antepecho
Pegado del balcón, los que salian
De su casa mirando y en acecho
De quienes fuesen, aunque no podían
Reconocerse bien á tanto trecho.
Mas fuéronse los que eran acercando
Y su forma se fué determinando:
De modo que al llegar del montecillo
En que el castillo se alza á la ladera,
Que eran comenzó á ver distintamente
Dos criados á pié y una litera,
Que suben lentamente
Por la empinada senda del castillo.
Dejóles el doctor que se acercaran
Y su presencia en el balcón notaran;
Y entonces el doctor por un pasillo
Escusado tomando la escalera,
Bajó al zaguán y levantó el rastrillo:
Que aunque ya no se echaba por el día,
Se bajaba de noche todavía.
Nuestro viejo barón que nunca pudo
Comprender que ningún hombre sesudo,
Cuanto menos un noble castellano,
Pudiera ni en invierno ni en verano
Por el solo placer de ver la aurora
Levantarse temprano,
Cosa en que nunca halló ningún provecho,
Estaba en esta hora
Del sueño en lo mejor allá en su lecho.
Y como por do quiera se aprovecha
La baja y perezosa servidumbre
De los defectos que en su amo acecha,
Y la guarida oculta de sus vicios
De sus señores con los vicios techa:
La del barón, tomando su costumbre,
Viéndose en la mansión de un perezoso,
Cuando se echa en los brazos del reposo
Como el barón á la bartola se echa;
Así que á tales horas toda inerme
La servidumbre del castillo duerme;
De modo que el doctor abrió el postigo,
Dio á aquella gente en el castillo entrada,
Y á su aposento la llevó consigo,
Y la dejó en su cámara encerrada,
Sin hallar de su paso ni un testigo
Y sin que nadie apercibiera nada;
Y si hubiera tenido tal empeño
Del castillo el doctor se hiciera dueño.
Mas es muy otra su intención sin duda,
Y no vienen tal gente y tal litera
En tan villana acción á darle ayuda;
Pues una hora después saliendo solo
De su cuarto el doctor y en él cerrados
Dejando su litera y sus criados,
Mostró muy bien que no era
Capaz su alma de tan negro dolo,
Del barón á la gente despertando,
Con voz y acción de autoridad y mando
Rompiendo la pereza de costumbre
De aquella perezosa servidumbre.
Saltaban los domésticos del lecho
A la voz del doctor, que ante él derecho
Les afeó su vergonzoso vicio:
Y cuando estuvo ya bien satisfecho
De que iba cada cual á hacer su oficio,
Y que en muy breve espacio iba á ser hecho
Por él pedido el matinal servicio,
Yendo á la habitación del castellano
Llamó atento i su puerta con la mano
Y así le dijo, con acento amigo
Y cortés sí, pero con voz sonora:
“Vamos, barón, arriba: que ya es hora”.
El buen anciano, que al sabroso abrigo
De sus calientes sábanas dormía,
Despertóse á su voz sobresaltado,
Sin comprender muy bien qué sucedía:
É interrumpido á ser no acostumbrado
Hasta que bien entrado estaba el dia,
Dijo: ¿quién diablos es tan de mañana?
Y el doctor de la puerta al otro lado
Dijo: “yo soy, barón: vestios presto
Que todo está dispuesto.”
Al conocer su voz, la blanda lana
Abandonando del mullido lecho
De malísima gana,
De la puerta á través por un estrecho
Resquicio el buen barón de esta manera
Habló con el doctor, que estaba afuera.
BARON. | —¿Qué sucede, doctor? |
DOCTOR. | —Que ya os espero Para dar á Don Carlos el postrero |
BARON. | —¿Pues qué hora es? |
DOCTOR. | —Las siete. |
BARON. | —¡Qué temprano! |
DOCTOR. | —Tengo mucho que hacer y he de partirme: Conque abreviad, barón. |
BARON. | —Voy á vestirme. |
DOCTOR. | —Pues á la puerta del salón aguardo. |
BARON. | —Allá voy. |
DOCTOR. | —No os tardéis. |
BARON. | —Id, no me tardo: |
Dijeron, y el doctor á paso lento
Fuéle á esperar del loco al aposento.
Entretanto el barón con mucha priesa
Se comenzó á vestir: mas como en caso
Tal suele acontecer que en priesa ó fuga
Todo se traba, todo se atraviesa,
Y no puede á derechas darse un paso,
Así el pobre barón por despacharse
Ni prenda, ni útil á las manos halla;
Lavóse, mas el rostro al enjugarse
No encuentra la toalla,
Y al cabo con la sábana se seca;
Se apura mas, y cuanto mas se afana,
Todo lo hace al revés y lo trabuca:
Busca medias de raya y son de greca,
Y las que cree de seda son de lana;
Cálzase, y los zapatos de pié trueca;
Vá con ira á patear y en vago pisa
Y por poco un tobillo no se enchueca:
Pónese con la prisa
Antes que la camisa la peluca,
De modo que al ponerse la camisa
El mechón del tupé plantó en la nuca.
Desespérase, rabia, y con la ira
Todo lo toma mal, todo lo tira;
Equivóca los broches del justillo,
Rasga el jubón y la valona arruga:
Pero resuelto de cualquier manera
A acabar de una vez, ya solo mira
A que aguarda el doctor y échese fuera
De su aposento al fin: por el pasillo
Lánzase á paso que parece fuga,
Y cruzando sin tiento su castillo
Vá diciendo de cólera amarillo:
“¡Demonio de doctor! ¡cómo madruga!”