Dos rosas y dos rosales: 04
Capítulo II.
editarI.
editarUna tarde, el sol de Mayo
En las torres del castillo
Quebrando el trémulo brillo
De su postrimero rayo,
A su postrer resplandor
Ganando el enhiesto risco,
Del castillejo morisco
Llamó á la puerta el doctor.
Ya no existe la de hierro
Llantada: la de hoy en dia
Es de roble, y del vigía
El lugar ocupa un perro.
Su ladrido respondió
A la recia aldabonada
Con que el doctor su llegada
A los de dentro anunció.
Sacó por una tronera
Su semblante amojamado
Un decrépito criado,
El cual, haciendo visera
De la mano y hasta el hombro
La cabeza adelantando,
Conoció al doctor mostrando
De verle no poco asombro.
Dejó al punto el ventanillo,
Acalló al mastin, quitó
Los pasadores, y entró
El doctor en el castillo.
Adentro ya, emprendió el viaje
Del laberinto que corre
Desde la primera torre
Hasta la del homenage:
Que el castillo aunque pequeño,
Tiene aire de fortaleza,
Cual conviene á la grandeza
De su vanidoso dueño.
Dos patios, un corredor
Y una desierta crugía
Detras de su viejo guía
Cruzó en silencio el doctor;
Luego un caracol torcido
Pasó, cruzó un descubierto
Y extenso adarve, que en huerto
Ha poco que han convertido,
Y es uno de esos pensiles
De la mora Andalucía,
Donde al sol de medio dia
Brotan las rosas á miles,
Y un postiguillo pequeño
Abierto sobre el jardín
Atravesando, dió en fin
En la cámara del dueño.
Aquel (en su señorío
Carlos primero) salióle
A recibir y franqueóle
Un salón alto y sombrío,
Cuyas proporciones grandes
Llena mal el pobre adorno
De diez sillas que hay en torno
De unos tapices de Flandes.
Sobre un velador de encina,
Tiene el barón un resúmen
De heráldica y un volúmen
De la Vulgata latina;
De lo que el doctor deduce
Que es el barón buen católico,
Puesto que el rito apostólico
Sigue y el latin traduce.
Una enorme chimenea
Llena el principal testero
De aquel salón todo entero,
Y en su inmenso hogar huméa
(Porque la humedad le impide
Arder) un tronco de roble,
Que por su tamaño doble
Rebelde al fuego, despide
Por las heridas que hizo
La hacha en él su savia y zumo,
Cuyo humor ahoga en humo
Su poco fulgor pajizo.
Con gravedad señorial
Dio el barón silla al doctor,
Quien con gravedad igual
Se arrellanó en la mejor.
Calló el barón como aquel
Que vá á entablar cuestión grave,
Y el doctor como quien sabe
Que escuchar le toca á él.
Al cabo, tras breve punto
De precisa reflecsion,
Trabó diálogo el barón
Yendo derecho al asunto.
Siendo, empero, de los dos
El carácter tan altivo,
El diálogo fué tan vivo
Que es difícil irle en pos.
Puso á los dos en un potro
La precisión de escucharse,
Y lucharon por quitarse
La palabra el uno al otro.
Mas para que nos ahorremos
El martilleo importuno
De aquello de: "dijo el uno —"
Y "añadid el otro,—" pondremos
A la márgen simplemente
De los interlocutores
Los nombres, y los lectores
Nos leerán mas fácilmente.