Dos mujeres de Gertrudis Gómez de Avellaneda
Capítulo XXXIII
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Capítulo XXXIII

Pronto circuló por Madrid la noticia de haber muerto la condesa de S.*** Pocos sospecharon que su asfixia había sido voluntaria. Generalmente se le creyó fatal descuido, y se supuso la partida de Carlos de Silva efecto del dolor natural a la partida de su querida.

Nada desarma al odio como la muerte. El día en que no podemos agradecerlas, es el día de las simpatías.

La muerte súbita de Catalina la reconquistó todo su perdido prestigio. Se olvidaron sus buenas prendas. Hasta sus mismas flaquezas fueron poetizadas y prestaron más vivo interés a la compasión.

Había cesado de ser bella, ilustre, celebrada. Había cesado de ser todo, y siempre se concede al mérito que existe.

Los hombres tenemos esta ventaja sobre las otras fieras. Jamás nos cebamos en los cuerpos muertos, necesitamos víctimas palpitantes que sangren entre nuestras uñas, que giman entre nuestros dientes.

El entierro de la condesa, dispuesto por Elvira, fue magnífico.

Durante ocho o diez días no se habló más que de la difunta, pero cuando el interés público fue excitado por otra cualquiera novedad, no se pensó ya ni en la condesa ni en Carlos.

Tres meses después de la partida de éste, tuvo Elvira la primera y única carta que recibió de Luisa. Por ella supo que Carlos había estado gravemente enfermo, pero que los cuidados de su mujer y de su padre, y su juventud, le habían salvado. Que no parecía sospechar que la muerte de la condesa hubiese sido voluntaria, o al menos no lo decía. Que su tristeza era profunda, pero tranquila, y que aunque no tenía otra voluntad que la de su esposa y su padre, se manifestaba decidido a no volver jamás a España.

Esta carta, escrita en Londres, tenía la fecha de 20 de marzo del año de 1820.

En 1826, en una tarde bastante fría del mismo mes de marzo, un hombre de figura hermosa, auque algo marchita, leía unas tras otras todas las inscripciones sepulcrales que había legibles en uno de los cementerios más antiguos de Madrid, y no se detuvo sino cuando encontró este epitafio, cuyas letras mostraban no haber sufrido aún los deterioros del tiempo:

«Aquí yace la Condesa de S.*** Murió el 18 de diciembre del año 1819, a los 25 años, nueve meses y 11 días de su nacimiento».

El hombre que leía los epitafios, permaneció algunos minutos delante de éste, profundamente pensativo, y algunas lágrimas se desprendieron de sus ojos, fijos en el mármol de la sepultura.

Luego salió lentamente del cementerio y se encaminó a una de las fondas más conocidas de Madrid en aquella época. Allí le aguardaban varios personajes notables, que iban a felicitarle y a despedirle al mismo tiempo. A felicitarle porque acababa de obtener un brillante destino, a despedirle porque dicho destino le obligaba a marchar de Madrid al día siguiente.

Dos de aquellos personajes, saliendo juntos de su visita, hablaban bastante alto.

-No hace mala carrera este diplomático de ayer. -decía el uno- ¿Qué demonio de favor es éste que goza en la corte, donde apenas ha estado?

-¡Calle Ud.! -contestaba el otro- Esto es un escándalo, pero los escándalos de este género han perdido el privilegio de ser llamados tales en una época en que son tan comunes y frecuentes. Los extranjeros hacen bien en llamar a nuestra España una segunda Turquía. Es imposible que el número de los descontentos no se aumente rápidamente. Mientras que miles de españoles beneméritos mendigan el pan en extraños países, mientras que el comercio se estanca, la industria fallece y el empobrecido erario amenaza con una completa ruina. ¿Cómo podremos ver impasibles alzarse cada día esas hechuras del favor, para las que se improvisan destinos, se inventan comisiones, se prodigan honores?... ¡La sangre del pueblo destinada a engordar a una corta porción de elegidos!

-Pero, ¿piensa Ud. que sea solamente el favor el que haya elevado a Carlos de Silva?

-Mientras no conozca sus méritos...

-Tiene uno contestable.

-¿Cuál es?

-Su dinero. Silva es muy rico.

-Y tiene una mujer muy linda, ¡y nuestro católico monarca aprecia tanto a los maridos de las hermosas!

-Calle Ud., lengua de víbora. La mujer de Carlos de Silva es una virtud.

-Puede ser, pero ella queda en Madrid y su marido se marcha.

-Queda en Madrid porque está consagrada al cuidado de su viejo suegro que se halla ciego y enfermo, pero es una mujer ejemplar, idólatra de su marido.

-Sí, pero el marido no es idólatra de ella. Lo sé de muy buena tinta.

-Sin embargo, Silva hace de su mujer un alto precio y es uno de los más atentos y finos esposos que he conocido.

-Sí, pero según se dice no tiene otra pasión que la de la ambición, y por muy obsequioso y muy dulce que se muestre con la linda Luisa, me han asegurado que es de puertas adentro, un compañero asaz, triste e incomunicativo. Se dice que ha tenido un gran pesar con la pérdida de una querida, y que se hizo ambicioso por distracción. Por distracción también podrá su esposa hacerse cualquiera otra cosa, porque, en fin, es preciso que la vida tenga algún interés, algún objeto.

-¿Hacia dónde se encamina Ud.?

-Yo me dirijo al teatro del Príncipe.

-Yo a casa del Ministro de Hacienda con quien tengo esta noche una conferencia.

Los dos caballeros se separaron, saludando antes profundamente a una señora que pasó junto a ellos con dos niñas muy lindas.

Era Elvira de Sotomayor con sus hijas. La mayor, que cumplía apenas trece años, era una rubia angelical; la segunda, que tenía diez, era una morena de ojos de fuego que se llamaba Catalina.

Iban a visitar a la familia de Silva, y una hora después regresaban a su casa por la misma calle.

Elvira parecía tan profundamente triste que la mayor de sus hijas la preguntó tímidamente la causa.

-¿Qué te aflige, mamá?, ¿por qué has llorado tanto con aquella señora a quien hemos visitado?

-Porque esa señora -respondió suspirando Elvira-, es muy buena y muy infeliz. Cuando tengáis algunos años más, hijas mías, os contaré una historia muy triste: la historia de dos mujeres, ambas muy generosas, muy bellas y muy desventuradas. Esa historia será para vosotras una lección provechosa.

Y las niñas callaron y Elvira calló también.

Hasta aquí llegan nuestras noticias fidedignas. Cualquiera otra cosa que quisiéramos añadir, sería fundada sobre conjeturas.

Ignoramos si Elvira refirió, como lo había ofrecido a sus hijas, la historia de las dos mujeres. Y si así lo hizo, ¿qué impresión dejaría en el corazón de aquellas jóvenes?,¿qué verdad les revelaría?, ¿qué provechosa lección podrían recibir de esta historia?

Acaso ninguna, acaso nada les dijo, nada les reveló, sino que la suerte de la mujer es infeliz de todos modos; que la indisolubilidad del mismo lazo con el cual pretenden nuestras leyes asegurarlas un porvenir, se convierte no pocas veces en una cadena tanto más insufrible cuanto más inquebrantable. Seres apasionados y débiles, ya ofensoras, ya ofendidas, ellas son las que salen destrozadas, y en sus propios yerros, como en aquéllos de que son víctimas, ellas son siempre las que presentan al mundo, que las contempla con indiferente egoísmo o con fría severidad, el espectáculo de aquellos silenciosos dolores, de aquellas profundas desventuras que pudieran servir de expiación para mil crímenes.

La culpable encuentra por do quier jueces severos, verdugos implacables. La virtuosa pasa desconocida y, a veces, ¡ay!, calumniada. ¡Y la culpable y la virtuosa ambas son igualmente infelices, y acaso también igualmente nobles y generosas!