Dos mujeres: 33
Capítulo XXXII
La emoción de Carlos al separarse de la condesa se aumentaba a medida que iba acercándose a Luisa. Sentíase oprimido, tenía fiebre. Ardían su cabeza y su corazón, y no podía darse cuenta de los sentimientos y dolores que en tumulto le asaltaban.
Llegó a su casa en un estado de delirio, y Luisa, que le aguardaba con dolorosa impaciencia, quedó espantada al observar la mutación de su rostro.
La pobre niña había pasado las horas transcurridas de aquella noche en fervorosa oración, pero, aunque había llamado en su auxilio todo su esfuerzo y toda su resignación, auque había implorado a Dios llorando su culpa y demandando valor, sintiose enteramente trastornada al ver a su marido.
Tendiole los brazos y él se arrojó en ellos. Aún era su Carlos, su esposo, aquél que gemía en su seno; aún era suyo, y dentro de algunas horas le habría perdido para siempre. A tan amarga reflexión un mar de lágrimas brotó de sus ojos, y murmuró a aquellas conocidas palabras: «¡Señor! Si es posible que pase de mí este cáliz...».
-Luisa -la dijo Carlos-, ¿son lágrimas tuyas éstas que caen sobre mi frente abrasada?... ¡Cuánto bien me hace! Llora, amiga mía, llora sobre la cabeza de este odioso criminal. Acaso tu puro llanto alcance a lavar mis culpas.
¿Dime -prosiguió cada vez más delirante-, dime si es verdad que todo lo sabes, que todo lo perdonas? ¿Será posible, Luisa, que puedas perdonarme? ¿No llevaré sobre mi cabeza el peso de tu maldición?
-No -respondió ella-, no, Carlos mío. Todo te lo perdono, excepto el que dudes del corazón de tu Luisa. Yo no he bastado a tu felicidad, había jurado dártela y no he sabido. Mi anhelo sería poder en este instante devolverte esa libertad que por mí sacrificaste, y en cambio de la cual nada he podido dar a tu corazón: ¡nada!, ¡puesto que no le ha sido posible vivir mío! ¡Carlos! Dime, sin embargo, que no me aborreces, la idea de ser para ti un objeto de odio me haría morir sin resignación.
-¡Aborrecerte!, ¡Oh, Luisa! Ninguna mujer ha sido jamás tan tiernamente querida, ninguna tampoco ha sido tan digna. Y si mi corazón no se parte de dolor en este instante es porque se siente más infeliz que culpable. ¡Luisa!, ¡hermana mía! ¡No hay para mi corazón paz ni virtud que encuentre al menos en el tuyo misericordia y piedad!
-Tuyos son -respondió ella entre sollozos-, tuyos son todos los más tiernos sentimientos de este corazón. ¡Oh!, ¡ha sido muy maltratado, es verdad!, pero todavía tiene para ti muchos tesoros de bondad. ¡Carlos! Si el día de la vejez, cuando el amor te abandone, aún existe esta triste amiga de tu infancia, vuelve a ella y la encontrarás siempre. Vuelve, sí, que nunca estará cerrado para ti su corazón.
-No, no es digno de él el mío -exclamó Carlos-. No merezco esa ternura indulgente que agrava mi delito. ¡Luisa!, ¿por qué no muero a tus pies en este momento?, ¿para qué vivir más?
-¡Para hacerla feliz a ella, que tanto ha sacrificado por ti; a ella, que ha merecido tu amor! -dijo Luisa con ahogada voz.
-No, no puede serlo, ¡no puede ser feliz! -exclamó Carlos- Yo he sido el asesino de ambas. Mi corazón rebosa de remordimientos, y siento en este instante que las dos me son igualmente adoradas, y que, sin embargo, quisiera aniquilar a una.
-¡A mí! ¡Sí, a mí! -gritó Luisa con profundo dolor- Yo soy la que estoy demás sobre la tierra.
-¡No, tú no! -exclamó Carlos cada vez más en desorden y más febril, ¡tú no!, porque tú eres el ángel que debe salvarme..., porque yo tengo necesidad de ti, de tu piedad, de tu religión, de tu virtud.
Su delirio crecía, y Luisa le hizo entrar en la cama y se puso de rodillas a su cabecera.
-¿Es verdad -decía Carlos-, es verdad que es ésta la última noche que pasaremos juntos? De ella será toda mi culpable vida, sean tuyos estos últimos momentos de amor. ¡Porque te amo! ¡Luisa! ¡Te amo!
Aunque pronunciada en el desvarío esta palabra, hizo latir de placer el corazón de Luisa. El ángel era mujer, y mujer enamorada.
-¿Me amas? -exclamó trastornada-, ¿es cierto que me amas?, ¿es cierto que no podrás ser feliz sin tu esposa?
-¡No puedo serlo, no! Ven, Luisa, ven a soplar un aura de pureza sobre mi cabeza que me abrasa. ¡Ven! E persiguen imágenes de crimen, fantasmas de remordimientos. La pasión que me ha extraviado es un infierno que me cerca de llamas que me punzan, que devoran. ¡Ven, que necesito frescor, calma, inocencia! Ven y háblame de aquellos días serenos de nuestro casto amor. Háblame de aquellos placeres sin crimen, y de aquella felicidad que a nadie costaba tanto. ¿Te acuerdas, Luisa? Tráeme, tráeme aquel relicario de la virgen, que quitaste de tu cuello para ponerle en el mío. ¡Talismán precioso que debió salvarme! ¿Dónde está? ¿Por qué me lo han quitado? Tráele, Luisa, y ponle sobre mi corazón para que temple la violencia de sus latidos. ¡Bien! Yo te doy gracias, me siento mejor. Háblame ahora. Tu voz es a mi oído una música celestial. Recuérdame mi vida de inocencia; llama en torno de este lecho de fuego el aura pura de nuestros amores. ¿Qué se han hecho aquellos días?, ¿no volverán jamás, Luisa?
-¿Los deseas tú, Carlos? -dijo ella templando el ardor de su frente con su delicada mano.
-Sí, devuélvemelos: ¡Uno solo!, ¡uno solo al menos! ¡He tenido tantos tan crueles!
-¡Bien! Dios nos devolverá a ambos aquella felicidad que necesitamos igualmente, y ahora yo arrullaré tu sueño, porque quiero que duermas con aquellas dulces palabras que nos decíamos en la época apacible de nuestro amor.
-Luisa, me dijiste un día: «Si existe una suerte más feliz que la mía, no quiero conocerla». Ningún goce deseo si no me viene de ti; ni temo ninguna desgracia, si tú me ayudas a soportarla.
Juntos viviremos, y moriremos juntos, y nuestras almas volarán unidas al seno de Dios, de aquel Dios que te creó tan hermosa para mi ventura, y de cuya bondad jamás se hará indigno un corazón donde tú reinas.
-Prosigue -dijo Carlos-, ¡tu voz me hace tanto bien!
-Y éramos, en efecto, buenos y felices -continuó Luisa-. Éramos el orgullo de nuestros padres, el modelo de los esposos, y esperábamos ser el ejemplo de nuestros hijos. Figurábame yo que juntos envejeceríamos, y que, al dejar la tierra, podríamos bendecir a nuestros hijos, como a nosotros nuestros padres.
-Sí -dijo Carlos-, y ellos también nos hubieran bendecido; porque aquellos hijos no nos deberían una vida de vergüenza, no podrían reconvenirnos de haberlos arrojado a un mundo que les cerraba sus puertas. Háblame, Luisa, háblame de la felicidad de aquellos padres que pueden presentarse sin rubor delante de sus hijos.
Luisa continuó, en efecto, hablando, pero la fiebre rindió a Carlos, y en breve quedó sumergido en aquel sueño letárgico que sigue comúnmente a las grandes agitaciones.
Luisa velaba de rodillas junto al lecho y lloraba, y oraba, y pedía ya algo más que la resignación: volviole a parecer posible la ventura.
El día amaneció, y como Carlos no debía partir hasta cerca del medio día, rogó Luisa a Don Francisco le dejase descansar, y mientras el anciano se ocupaba en los preparativos del viaje, volvió ella al lado de su marido, cuya calentura iba cediendo, permitiéndole un sueño más tranquilo.
Sonaba el reloj las diez y ya don Francisco ordenaba que se hiciese despertar a Carlos, cuando Luisa recibió aviso de que Elvira de Sotomayor solicitaba hablarla.
Recibiola en su oratorio, donde acababa de entrar para fortalecerse en la oración, y se presentó Elvira tan pálida y demudada que la salutación que había comenzado Luisa quedó ahogada entre sus labios.
-¿Ha partido Carlos? -preguntó con precipitación Elvira.
-Dentro de una hora debe partir -preguntó con precipitación Elvira.
-No solo -añadió Elvira-, no solo. Es preciso que UD. se marche con él.
-¡Ah, sí!, ¿sabe Ud., pues, que está enfermo?, ¿aprueba Ud. que no lo deje partir solo en esa situación?
-Ése será el pretexto que Ud. le dé -dijo Elvira-. Dirá Ud. que quiere acompañarle solamente una jornada. Al fin de ella podrá Ud. revelarle la verdad y le acompañará Ud. a su destino. Es preciso que todo lo sepa don Francisco en este instante, y yo me encargo de instruirle de todo. Ud., Luisa, dispóngase a partir, y prepare en su corazón consuelos para el desgraciado de cuya vida debe ser el ángel protector. Su esposo de Ud. le es restituido. ¡La condesa de S.*** no existe ya! ¡No existe ya! -repitió aterrada Luisa.
-Dejando la vida -dijo Elvira-, ha querido devolver a Ud. el esposo que le usurpaba. Su muerte solamente podía romper para siempre los vínculos criminales que había impuesto a Carlos, y ha querido morir. ¡Que Dios tenga piedad de un alma tan generosa y tan culpable!
-¡Suicidada! -gritó Luisa.
-Sí -respondió Elvira con un profundo gemido-, ¡se ha asfixiado!
-¡Suicidada! -repitió Luisa, y cayendo de rodillas delante de un crucifijo- ¡Oh, Dios mío!, ¡Dios mío! -exclamó- No juzguéis la acción, sino el sentimiento. ¡Apartad los ojos de los medios, Señor, y no miréis sino al fin!
-Sus sufrimientos en la Tierra -dijo Elvira-, nos permiten tan consoladora esperanza. ¡Hasta su suicidio ha sido expiado por su larga y terrible agonía! Encerrada en una estrecha alcoba, sofocada por una atmósfera mefítica, aquella horrible muerte debió parecerla insoportable ¡y, sin duda, quiso huirla cuando ya era tarde! La posición en que la hemos encontrado prueba que quiso en sus últimos momentos proporcionarse aire, pero, en la oscuridad, en el trastorno en que debía encontrarse, no acertó a abrir la puerta que había cerrado con doble llave, y, junto a ella, cayó sofocada. ¡Larga y atroz debió ser su agonía! Su cadáver llevaba el sello de terribles padecimientos. Todavía la encontré caliente..., pero, ¡ah!, ¡no pude recobrar su último suspiro! Todo cuanto pude hacer por aquella infeliz que ha sido mi única amiga fue cumplir religiosamente su voluntad postrera. Ésta es. Respétela Ud., y ruegue a Dios por su alma.
Saliose Elvira al terminar estas palabras, dejando en manos de Luisa la carta de la condesa, escrita a su amiga pocas horas antes de morir. Leyola entre sollozos. Decía así:
«En el instante que recibas este papel, corre a ver a Luisa. Dila que debe partir con su esposo y que solamente después que se halle lejos de Madrid puede decirle lo que ella sabrá antes que él.
Me ha amado y su dolor será grande. Dios y ella le templarán. La mujer culpable que ha hecho a los dos esposos desventurados, va a implorar del cielo el perdón que no espera ni desea de los hombres. Pero el de ella sonará dulcemente en mi sepulcro, el de ella dará paz a mis huesos y dulzura a mi agonía. Le imploro de rodillas y creo recibirle. Su alma divina no puede negar al arrepentimiento la piedad.
Que no sepa Carlos, si es posible, que muero por mi voluntad, tendría remordimientos. Que el ángel a quien confío esa existencia querida, derrame en su llagado corazón los tesoros inmensos de su ternura y de su bondad, y que pueda él devolverle algún día la felicidad que ella conceda.
Mi última bendición es para ellos, y por ellos mi último voto.
Tú, mi buena Elvira, tú sabes que ha sido tuya exclusivamente mi más tierna amistad. No llores por mí, no. ¡No lamentes mi vida tronchada en flor todavía! La muerte no se me presenta bajo un aspecto lúgubre. Veola como un ángel libertador que Dios envía al infortunio. Su mano no está armada de la sangrienta guadaña, en ella conduce una tea divina, más brillante que el sol que ya no verán mis ojos. No, mi alma no pasará sin guía a la noche de la tumba, a sus umbrales me aguarda la esperanza, y la fe que volaba sobre mi cuna despierta de su largo sueño al llamamiento de la muerte y viene a abrirme las puertas de otro mundo.
La orgullosa razón se extingue con la vida, pero cuando me abandona su insuficiente luz, la luz de la esperanza renace sobre sus cenizas. Para fecundar mi corazón la bondad de Dios me concedió el amor, pero para castigar mi soberbia ese amor bienhechor debió de ser un crimen. ¡El designio de la providencia se ha cumplido! El amor salva mi alma, y mi muerte expía mi amor».
Luisa guardó esta carta sobre su corazón, y por espacio de algunos minutos oró con silencioso fervor. La piedad resplandecía en cada una de sus facciones, y sus ojos, elevados al cielo, parecían querer penetrar sus bóvedas eternas para encontrar la misericordia. ¡Jamás tan ardientes súplicas de la inocencia han implorado perdón para el arrepentimiento, jamás un alma tan pura ha intercedido por un alma culpable!
Su oración duró los momentos que empleó Elvira en instruir a don Francisco de la lamentable catástrofe de aquel día y de sus tristes antecedentes. Cuando ambos volvieron en busca de Luisa, Elvira estaba llorosa, don Francisco, aterrado. Solamente Luisa llevaba en su frente un rayo de esperanza. Acababa de ofrecer a Dios su vida terrestre y la felicidad que les restituía, en expiación de las faltas de su rival que no existía, y tenía la convicción de que su súplica había sido escuchada.
Carlos despertó en brazos de su esposa:
-¡Qué largo ha sido mi sueño! -dijo- ¡Cuánto tiempo hacía que no descansaba tan profundamente ni gozaba de un despertar tan dulce!... ¡Qué hermoso es el día después de una oscura noche!
Y recordando súbitamente que aquel día debía ser el de su partida:
-¡Luisa! -exclamó con una especie de terror- ¿Es ya efectivamente de día?... ¿Es ya, por ventura, la hora de nuestra separación?
-No -le respondió ella-, no, amigo mío. Tu padre y yo hemos determinado acompañarte una jornada. No es ésta la hora de nuestra separación, pero es la de nuestra partida.
Carlos suspiró y se dispuso a marchar si proferir una palabra. Miraba, empero, a su esposa con frecuencia, y algunas lágrimas asomaban de vez en cuando a sus fatigados ojos.
Luisa le ayudaba en sus preparativos, tan silenciosa y no menos conmovida que él, y cuando sonó la hora prefijada para la partida se presentó don Francisco anunciándola.
Elvira les vio partir sin ser vista de Carlos. Una larga y triste mirada fue la única despedida que se hicieron la amiga y la rival de Catalina.