Osmunda decía la verdad. Magdalena iba a proclamarse con Álvaro en la misa del domingo próximo.

Don Lázaro no se había restablecido por completo, ni era de esperarse que lo consiguiera tan pronto, corriendo a la sazón lo más crudo del invierno; y don Román no juzgaba prudente, así por el carácter que iban tomando los sucesos en Coteruco, como por la situación moral de los novios, aplazar por más tiempo la boda. Si don Lázaro se restablecía para entonces, asistiría a ella; si no, se prescindiría de toda solemnidad, o se celebraría en Sotorriva: de todas maneras, el casamiento no podía retardarse más. Comprendido y acordado así por las dos familias, se procedió al arreglo de los pormenores y se le entregaron a don Frutos las proclamas que habían de leerse una sola vez en la iglesia.

Llegó el domingo en que este requisito iba a cumplirse, y Magdalena no se halló con fuerzas para presenciar ese acto que siempre excita la curiosidad de los asistentes; por lo cual pidió permiso a su padre para ir aquel día con Narda a oír misa a Pontonucos. Concediósele don Román, y quedóse él solo a oír la de don Frutos, pues, sin motivo muy justificado, nunca faltó a la misa parroquial de su pueblo.

No ocurrió en ella cosa que saliera de lo usual y acostumbrado: cierto rumor producido por la lectura de los pregones, y muchas caras vueltas de pronto hacia el sitio ordinariamente ocupado por Magdalena; muchos ojos fijos después en don Román, y nada más.

Concluida la misa, comenzó la gente a salir de la iglesia. Enfrente de la puerta había seis voluntarios armados, al mando de Patricio, de gran uniforme. Nadie puso atención en ellos: costumbre había en Coteruco de ver a sus guerreros en todas partes. Cuando salió don Román, desenvainó Patricio el roñoso sable, mandó a sus soldados calar bayoneta, dio algunos pasos al frente, encaróse con el noble caballero, y le dijo con voz no muy segura:

-En nombre de la patria y de la libertad, dese usted preso.

A estas palabras, avanzaron los voluntarios y rodearon a los dos. Don Román se quedó mudo de sorpresa al oír semejante intimación y verse encerrado entre bayonetas; dudó si soñaba o si su razón se había extraviado de repente; quiso romper el cerco para ver si era dueño de su voluntad, y el cerco se estrechó más. La sangre afluyó a su cerebro, y, por un momento, la cólera le puso fuera de sí; acudió entonces a los bríos de su ánimo indomable, y consiguió refrenar su exasperación; alzó la cabeza y dijo a Patricio con voz entera:

-¿Con qué derecho se me atropella así?

Patricio, por única respuesta, puso en sus manos un papelejo que decía:

«El capitán de las fuerzas populares de Coteruco de la Libertad se apoderará del ciudadano Román Pérez de la Llosía, donde quiera que le halle, y le conducirá, sin pérdida de un solo momento, al punto que se determina en la adjunta comunicación.

El Alcalde popular, DE LA GONZALERA».

-¡Pero esto -dijo don Román, reprimiendo mal su indignación-, es una infamia!

-Es una orden, ciudadano, y yo la cumplo, -respondió Patricio con grotesca altivez.

-Y ¿qué punto es ese al cual se me conduce?

-Lo sabrá usted en sitio conveniente.

Por la imaginación de don Román pasó una idea horrible. Dominado por ella, miró a Rigüelta con toda la fuerza escrutadora de sus pupilas, y le dijo:

-Quien tal documento se atreve a suscribir, es muy capaz de haber firmado también mi sentencia de muerte; y en cuanto a vosotros, seguro estoy de que no repugnaríais el papel de verdugos. Así, pues, si existe el propósito de asesinarme como a un salteador de caminos, tras el primer bardal que hallemos al salir de aquí, exijo que se declare en el acto... porque necesito un sacerdote que me absuelva y me infunda valor bastante, no para morir sino para perdonaros.

-¡La libertad no asesina, ciudadano! -exclamó con ridículo énfasis Patricio.

-Primero que volver el arma contra usté, me clavaría yo en ella, señor don Román.

Quien tal habló fue Carpio, uno de los seis voluntarios. Fijóse en él el caballero, y le dijo, contemplándole con lástima:

-Pues entonces, ¿qué haces aquí, desdichado?

-El deber no tiene entrañas...

-¡El deber!... ¡Dios eterno, qué mofa se está haciendo aquí la ignorancia de estos infelices!... En suma, vaya a donde vaya, necesito ponerlo en conocimiento de mi hija.

-La escribirá usted desde el punto de su destino.

-Tengo que arreglar algunos asuntos en mi casa.

-Y yo tengo orden de no oírle a usted protesta ni reclamación, si no es la de una caballería para su uso; pero de poco andar y no briosa.

Don Román comprendió que era inútil y arriesgado para él discutir cosa alguna con aquel bribón, y se dejó conducir sin nuevas réplicas hacia Carrascosa, en la situación de ánimo que fácilmente presumirá el lector.

Momentos después salió de la iglesia don Lope, acompañando a Osmunda. Oyó el Hidalgo lo que se decía entre la gente, aún estupefacta y aturdida; averiguó, preguntando, toda la verdad, y sintió de repente en todos sus músculos un raro cosquilleo que le excitaba a correr detrás del preso. Permaneció unos instantes como luchando contra su deseo; vencióle al fin, y se desahogó exclamando con voz iracunda y cavernosa:

-¡Mamarrachos!

Osmunda, entre tanto, con su gesto habitual de soberano desprecio, retirada algunos pasos de su tío y de la gente, aunque todo lo había oído, aparentaba no dar al asunto la menor importancia.

Camino de su casa, preguntó don Lope a su sobrina:

-¿Dónde está tu hermano?

-¿Acaso me da cuenta de la vida que hace? -respondió con sequedad Osmunda.

-Pero te habrás visto...

-Le vi con Gildo, hace dos horas, ir hacia Pontonucos, y no sé si ha vuelto.

-¡Quiera Dios -murmuró sordamente el Hidalgo-, que no ande su mano en esta infamia!

Osmunda frunció el hocico rugoso, se encogió de hombros y no respondió una palabra. Entraron en casa. Don Lope, sin ir a su cuarto a colgar el hongo en la percha, comenzó a pasearse en el ancho y sombrío corredor, olvidándose, por primera vez en su vida, de encender su pipa. El cosquilleo de antes volvía a atormentarle. ¡Cosa más rara! ¿Qué pasaba debajo de aquella corteza ruda y agreste? Ni el mismo Hidalgo lo sabía. Andaba, andaba, y cada vez andaba más de prisa para templar el desasosiego, y más le irritaba así.

-No puede negarse -discurría-, que esa casa ha hecho grandes beneficios al pueblo; que esa persona ha sabido siempre honrar el limpio nombre que lleva; que el más escrupuloso no hallará tacha que poner a su conducta, y que si esta gente supiera lo que es vergüenza y sentido común, besaría la tierra donde él pone sus plantas... ¿Y qué? ¿Me importa a mí dos cominos todo ello? ¿Le debo yo algo a ese caballero? Absolutamente nada... Pero es el caso que esta desazón que ahora siento, más se encona cuanto más pienso en lo que acaba de ocurrirle... ¿Será porque creo a mi sobrino causante del atropello?... ¡Bah! Yo he visto caer a Coteruco en dos días, y revolcarse en el cieno de todos los vicios, y blasfemar de Dios, y afrentar a su ministro, y dar, como tropel de energúmenos, en todas las sandeces y en todas las abominaciones imaginables; he tenido la evidencia de que este canalla era el principal demonio corruptor, y me he limitado a romper con él y con su hermana toda comunicación: el hecho, aunque infame, no me sorprendía. Cuatro pícaros explotando a cuatrocientos ignorantes: esto se ve en todas partes, y se verá hasta el fin de los siglos, porque es el producto natural de la condición humana. ¿Procederá mi inquietud de hoy de que este crimen sea el mayor que he presenciado en mi vida? En efecto: lo injusto de la medida en sí, la calidad, las condiciones del atropellado, el sitio, la ocasión, tan solemne para él; tantos derechos, tantas esperanzas, tantos sentimientos pisoteados, escarnecidos en un solo instante; tantas alegrías ahogadas en lágrimas por el golpe alevoso de media docena de bribones sin ley y sin Dios, claman al cielo pronta y terrible venganza... Pero ¡canastos! ¿qué me va a mí, ni qué me viene en todo ello?... ¡Nada, absolutamente nada: ni tanto así!... Luego ¿por qué no miro esta indignidad con la indiferencia con que he visto tantas otras?... ¡Por vida de las flaquezas humanas!... Apostaría una cosa buena a que toda esta comezón que me hace discurrir así, es obra del nublado de estos días... Como si lo viera... ¡Pues me importa a mí bastante el mundo entero, para que se me altere la sangre por picardía más o menos!... De todos modos, cada uno en su casa... Y lo que sigue. Que le encarcelen, que le fusilen, que le ahorquen... ¿y qué? Yo no he de meterme por eso donde no me llaman... ¡Rayos y centellas!... ¡Pícaros, bribones!

Cerca de una hora pasó don Lope engolfado en semejantes meditaciones-, hasta que de ellas le sacaron fuertes y acompasados golpes en la escalera, como los que daba Lucas con la muleta sobre los peldaños cuando subía o bajaba.

Apareció, en efecto, el Estudiante en el pasadizo, pero seguido de Magdalena y Narda, ambas sobrecogidas y pálidas. Quiso Lucas conducirlas al páramo que en aquella casa servía de estrado; pero en cuanto distinguieron al Hidalgo entre las sombras del otro extremo del carrejo, las dos mujeres corrieron hacia él. -Señor don Lope -exclamó Magdalena con voz angustiosa-, ¿dónde está mi padre?

Don Lope se quedó yerto, mudo de sorpresa, al oír la pregunta y conocer a quien se la dirigía. Luego se encaró con su sobrino, y le dijo con voz alterada:

-¿Por qué se me hace a mí esa pregunta?

A lo cual respondió el otro, con cínico descaro:

-Hallé a estas señoras al salir de la iglesia de Pontonucos; y como por ahora nada tienen que hacer en su casa, las he conducido a ésta, donde, según las prometí, tendrán noticias de... esa persona.

-¿Qué quiere decir eso? ¡Habla claro... y pronto! -exclamó don Lope con voz imperiosa y amenazante mirada.

-Quiere decir -añadió Lucas-, que mientras la ley juzga al tirano, éstas, que son prendas inconscientes, quedan aquí protegidas por el sagrado pabellón de la libertad.

-¡Jesús! -exclamaron aterradas Narda y Magdalena.

En don Lope se obró entonces una transformación espantosa: clavó los ojos centelleantes en su sobrino; su robusto cuello se hinchó poco a poco; dilatáronse sus narices; la espesa y ruda barba se encrespó sola; sus dientes rechinaron bajo los labios encogidos; encorvó los brazos musculosos; apretó los puños como si quisiera triturar los dedos contraídos; y azulada, verde la tez, estremecióse de pies a cabeza, como león con la cuartana, y lanzó de su pecho un rugido salvaje, vomitando con él estas palabras solas, que retumbaron en todos los ámbitos de la casa:

-¡Gran pillo!

Y, al mismo tiempo, uno de sus puños cayó sobre la cabeza de Lucas, que se desplomó en el acto, como bestia herida en la nuca por la maza del carnicero.

Magdalena se aterró, y hasta sintió lástima del miserable acogotado, enfrente de aquella figura que tenía la grandeza de Alcides y la ferocidad del león.

Hubo unos instantes de silencio, durante los cuales pareció que se habían petrificado los personajes de la escena.

Movióse el primero don Lope. Se volvió hacia Magdalena, y la preguntó dulcificando cuanto pudo la rudeza de su voz:

-Señora, ¿me cree usted hombre honrado y bien nacido?

Magdalena, clavando los anhelantes ojos en el Hidalgo, como si esperara de él su salvación, contestó afirmativamente.

-Pues bien -continuó don Lope- por honrado y caballero y delante de la cara de Dios, juro a usted que no tengo parte en la infamia cometida.

-Eso ya lo sé yo, señor don Lope -replicó Magdalena anegada en llanto-. Pero mi padre... ¿dónde está mi padre? ¡Yo quiero verle, estar a su lado!...

El Hidalgo se mordió los labios y ahogó entre ellos una imprecación; luego se atusó la barba con ambas manos, convulsas y descoloridas, y se expresó así:

-Señora, va usted a decir que me meto en lo que no me importa; pero ya que las cosas vienen así rodadas -y aquí alzó don Lope su hermosa cabeza y extendió uno de sus brazos, trémulo aún por la emoción que le dominaba-, juro también por el nombre que llevo y por Dios que me oye, devolverle a usted a su padre, o lavar el borrón que hoy ha caído sobre Coteruco, quemando en las llamas que le devoren por sus cuatro costados, a los infames autores del atropello.

En esto apareció Osmunda, torva, desgreñada, hecha una Euménide. Vio a hermano tendido en el suelo, y se abalanzó a él, fulminando improperios sobre su tío y sobre Magdalena, a quien acusaba de instigadora del furor del Hidalgo. Lucas comenzaba a volver en sí.

-¡Qué salvajismo... tan feudal!... -balbució el fanático, alzando el busto poco a poco, apoyándole en el brazo derecho.

-¿Dónde está don Román Pérez de la Llosía? -le preguntó don Lope con voz estentórea, inclinándose sobre él en cuanto le vio moverse, y como si se hallara dispuesto a derribarte de nuevo si no obtenía contestación satisfactoria. Lucas debió entenderlo así, y se apresuró a contestar con voz dolorida:

-Camino de la capital.

-¿Para qué?

-Para que aquella superior autoridad disponga lo más acertado.

-¡Qué iniquidad! -exclamó Magdalena sollozando.

-¡Qué gazmoñería! -dijo Osmunda remedando a la atribulada joven.

-¡Silencio, víbora! -tronó don Lope cogiendo a su sobrina por un brazo. Vuelto después hacia Magdalena, dijo a ésta:

-Tengo ya un plan, señora... Y tú -dijo a Osmunda-, ven conmigo.

Y, medio arrastrando, la sacó de allí, la encerró en un cuarto interior, trancó la puerta y guardó la llave en el bolsillo; condujo después a Lucas a otro calabozo por el estilo, encerróle en él y recogió también la llave. Vuelto al pasadizo el Hidalgo después de tomar su gruesa cachava, instó a las dos mujeres a que le siguieran. Cuando los tres bajaban la escalera, dijo don Lope:

-Conviene que estos pícaros no se vean ni comuniquen con nadie hasta que yo vuelva.

-Pero ¿a dónde vamos? -preguntó Magdalena en la mayor ansiedad.

-Ahora trataremos de eso, -respondió don Lope.

-¡Virgen María, qué desgracia!

-Más grande pudiera ser, créalo usted.

-Pero ¿qué delito ha podido cometer mi señor para que se haya hecho con él esa picardía? -preguntó a su vez Narda, que daba diente con diente.

-El delito de ser honrado y bueno, -dijo don Lope.

-¿Ese es un delito? exclamó Magdalena.

-Sí, señora -respondió el Hidalgo con gran aplomo: cuando mandan los bribones, como sucede hoy aquí... Pero vamos a lo que importa y no da treguas. Yo necesito dos... tres, o cuatro días, para llevar a cabo mi plan... porque me he permitido tener uno, señora. Digo que necesito más de un día para realizar mi plan, y creo que éste es demasiado tiempo para dejarla a usted en su casa sin el amparo de su señor padre... Quien hace un cesto, hará un ciento.

-¡Es verdad! -contestó la joven. -¡Dios mío, qué situación!

-Estaría usted mucho más segura en Sotorriva; pero los usos corrientes del mundo se oponen a ello, y hay que respetarlos.

Este recuerdo de Sotorriva trajo a Álvaro a la memoria de Magdalena, y uniéndole ésta al de su padre, creyó destruida toda su felicidad con un solo golpe. Inclinó su hermosa cabeza, y respondió a don Lope con un mar de lágrimas.

-No hay que abatirse -continuó el solariego-, que todo se remediará, Dios queriendo... Y ha de querer, porque nuestra causa es la suya... Usted tiene parientes cercanos en Solapeña, ¿no es cierto?

-Sí, señor.

-Pues con ellos van ustedes a permanecer hasta que yo vuelva... quiero decir, hasta que volvamos. ¿Me entiende usted?

-¡Ay, señor don Lope! -exclamó Magdalena en el colmo del desconsuelo-, nosotras iremos a donde usted quiera llevarnos... porque yo no se pensar ni discurrir en este momento... ¡parece que me falta la vida lejos de mi padre!... ¡Dios piadoso, qué será de él!... ¡Narda, Narda, no me abandones un instante, porque me moriría de horror a mi soledad!

Hablando así, reclinó su cabeza sobre el honrado pecho de su aya.

-¡Abandonarte yo, Virgen María!... ¡Qué pensamientos... hija de mi alma!... ¡La pena te roba la luz del entendimiento!

Y mientras así hablaba Narda, derramando torrentes de lágrimas, sofocaba a Magdalena entre sus brazos y la comía a besos.

-Puesto que estamos conformes -añadió don Lope, conmovido delante de aquel cuadro-, voy a disponer un carro convenientemente para conducirlas a ustedes.

-No, no -dijo Magdalena separándose de Narda-: eso llevaría tiempo, y no hay un instante que perder. El pueblo está cerca, el día hermoso, y podemos ir a pie.

-Pues andando, -exclamó don Lope, dando dos pasos en el portal.

-Pero ¿no va usted a buscar a mi padre ahora mismo? Narda y yo iremos solas al pueblo... sabemos el camino...

-De ninguna manera. Yo no me separo de usted hasta dejarla en lugar seguro.

-¡Es que el tiempo vuela, don Lope!

-Ya ganaré después el que ahora perdamos.¿Se fía usted de mí, señora?

-¡Oh, sí! -exclamó la joven, mirando con expresión de esperanza y de gratitud la ruda, pero noble, fisonomía del Hidalgo. -Usted no miente nunca.

-¡Nunca, señora! -respondió don Lope con sublime ingenuidad: -¡antes trituraría mi lengua con los dientes!

Un momento después, salieron de la Casona los tres personajes; trancó el Hidalgo el portón y guardó también la llave en el bolsillo, y sollozando las mujeres, torvo, ceñudo, amenazante don Lope, como nublado de estío, a buen andar llegaron a la mies y tomaron el camino de Solapeña.