El nuevo municipio inauguró su imperio con algunos acuerdos solemnes, puestos en ejecución apenas consignados en el libro de actas. Por el primero, se dio al pueblo, hasta entonces llamado Coteruco de la Rinconada, la denominación de Coteruco de la Libertad; por el segundo, se bautizaron sus vías públicas con nombres históricos adecuados a las circunstancias, inscribiéndose éstos en amplios tarjetones de madera, allí donde faltara la esquina de un edificio o la tapia de una huerta. Por eso se llamaba la explanadita frontera a la casa de don Román, Plaza de Padilla; la braña contigua a la iglesia, Campuco del General Riego; la del Consistorio, Plaza de la Revolución; y así por el estilo había Callejo de Marco Bruto, Cambera de los Comuneros y Corralada de Garibaldi. Por el tercer acuerdo, se inscribieron en la sala capitular del Consistorio, y bajo el rótulo de Hijos ilustres de Coteruco de la Libertad, los nombres de don Pelayo del Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera; de Antonio González (Bragas), y de otros ascendientes de los Rigüeltas y de Polinar Trichorias, notoriamente rebeldes, en vida, a toda ley y autoridad; libres, en fin, en el sentido más lato de la palabra.

Para que nada faltase de lo principal y característico en pueblo, se estableció un club del que hablaremos luego más por extenso, en el piso alto de la taberna, pagándose el alquiler del local, por redundar la mejora en beneficio del vecindario, de fondos municipales, si bien con cargo al capítulo de calamidades públicas, por dictamen de Patricio, que no halló otro medio de embeber esta partida en el presupuesto general del Ayuntamiento. Con tal motivo, la taberna izó una bandera en el tejado, y escribió este rótulo sobre el hueco principal de su fachada: «¡AL SOL DE LA LIBERTAD! -Líquidos y otros comestibles».

Verificadas en breves días éstas y otras no menos transcendentales reformas, redactó Lucas una historia detallada de todo lo acontecido en el pueblo, desde su llegada a él; historia en que no se economizaban los elogios al narrador; y con este documento, firmado por cuantos allí sabían escribir, y legalizado y la Junta revolucionaria, encaminóse a la ciudad, dejando a don Gonzalo y a Patricio órdenes y advertencias para el mejor gobierno de aquella ínsula redimida, mientras él volvía de conferenciar con la Junta superior de la provincia acerca de varios puntos relacionados con la futura prosperidad de Coteruco, digno, por su heroico esfuerzo en pro de la gran causa, de la protección de sus pontífices.

Lo que en rigor de verdad iba buscando Lucas, ya lo presumirá el lector; y yo le aseguro, a mayor abundamiento, que cuando el fogoso patriota desplegó ante los hombres que mandaban en la ciudad el fárrago que llevaba en el bolsillo, no fue para decirles: «Ved aquí a mi pueblo y lo que vale,» sino: «Éstos son los frutos de mis persecuciones, de mis martirios, de mis enseñanzas y de mi talento. Venga ahora el mendrugo».

Pero los señores aquéllos harto tenían que hacer con desembarazarse de los millares de Lucas que los asediaban con idénticos pretextos y las mismas aspiraciones; y despacharon al de Coteruco con buenas esperanzas y veinticinco fusiles viejos, de chispa, más cuatro sables de los cogidos a la disuelta policía, una caja de tambor, de las antiguas, y una corneta abollada, animándole a que con estos elementos continuase su obra regeneradora en el valle, mientras se preparaba digna recompensa a sus preclaros servicios. Hizo Lucas, como quien dice, de tripas corazón, y tomó el hierro viejo con la esperanza de convertirle, tarde o temprano, en regalona credencial; y con estos emblemas luminosos de los pueblos libres, trasladóse al suyo, no tan ufano como salió de él.

En un discurso, tan hinchado y fogoso como todos los de su cosecha, explicó al pueblo, congregado ad hoc delante del Ayuntamiento, lo que era la milicia ciudadana y para qué servía. Recibióse no muy bien su invitación a formar voluntariamente en las de los guerreros de la libertad, alegando algunos suspicaces, por disculpa, que no se les amañanaba bien eso de ser libres sujetándose a la tiranía militar; pero con una explicación ingeniosa de este aparente contrasentido, y algo como amenaza de alistamiento forzoso, repartiéronse allí mismo los fusiles entre los más fervientes adictos a la nueva situación, y se eligieron dos sujetos que habían sido en sus mocedades tambor y corneta, respectivamente, en el servicio del rey; los cuales se hicieron cargo de la caja y del broncíneo tubo (como dijo cierto poeta), merced a una promesa de gratificación mensual con que el Ayuntamiento les disipó sus reiteradas repugnancias. Acto continuo se nombró capitán del batallón a Patricio, teniente a Gildo y sargentos a varios sujetos que lo habían sido de veras, entre ellos Barriluco. A don Gonzalo, como alcalde, se le encumbró a la jerarquía de Comandante general; y a Lucas, en atención a su cojera que le inutilizaba para el servicio activo, se le hizo subinspector de las fuerzas.

Pocos días después, en cuanto se hubo visto lo que lucía y campaba la milicia maniobrando en la mies, y lo recio que tosía en el pueblo un miliciano, fue preciso abrir un nuevo alistamiento para dar ingreso en las filas a la mucha gente que lo solicitaba, y aun se llegó al extremo de limitar la edad entre veinte y cuarenta años; sólo que como no había fusiles para todos, se acordó que los voluntarios excedentes se armasen con estacas, para el buen efecto de la perspectiva: así como así, no había municiones para los fusiles, ni los fusiles, por roñosos, magullados y carcomidos, hubieran podido servir para las municiones.

Haciendo otro esfuercito el providente Ayuntamiento, en justa correspondencia al entusiasmo de los milicianos, regaló a cada uno de ellos un kepi verde con cinta encarnada, lo cual obligó a Patricio y a Gildo a costearse una levitilla con galones y estrellas, según el grado respectivo; y al ver que la cosa iba tan seria, don Gonzalo se echó casaca con entorchados, faja azul con fleco de oro, tricornio con plumas, espolines dorados y una jaca torda que le costó veinte duros. En cuanto a Lucas, se conformó con un kepi de tres galones y un bastón con borlas.

Y como las milicias populares son tanto más útiles cuanto más se parecen al ejército regular, la de Coteruco no perdonaba medio de elevarse a la altura de las más aguerridas y disciplinadas. Al amanecer, diana por el tambor y la corneta; a las ocho, lista; a las once, ejercicio por pelotones en la mies; a las cuatro de la tarde, formación en el Campuco del General Riego; amén de que, con el fin de acostumbrar a los voluntarios a las faenas militares, entraban cada día diez hombres de guardia en el Ayuntamiento.

Entre tanto, era la época de la recolección del maíz y del retoño, y ni el retoño ni el maíz se recogían de traza.

-Hay que segar el prao de la Tabona, y las panojas se caen solas en la heredá y los cuervos las consumen, -decía la mujer.

-Yo no puedo ahora-respondía el marido-. Por orden del señor Comendante general, tenemos instrucción a las nueve.

-Por la tarde, si no.

-Tampoco: me ha citao el sargento a examen de tática melitar, para las tres y media.

-Mañana entonces.

-Mañana entro de guardia.

-Pasao mañana... me toca de ordenanza en casa del señor Comendante.

-¡Pero, hombre, ayúdame siquiera esta noche a deshojar las pocas panojas que hemos cogío la muchacha y yo!

-Esta noche no podrá ser, porque hablo en el clus.

-¡Válgame la Virgen y el Señor me ampare! ¿Qué va a ser nosotros a este paso!

-Ya ves tú, lo primero es lo primero.

-¡Lo primero!... lo primero es tu obligación, tu hacienda, tus hijos... ¿De qué demónchicos sirve todo eso que te trae entontecío? ¿Qué pan te vale? ¿qué vestido nuevo?

-Sirve para la libertá.

-Para la libertá... ¡meleno! Libertá buena la tenías tú cuan eras dueño de tu casa y de todas las horas del día; al paso que todo zarramplín te manda, y no hay bribón que no te pellizca hacienda que tienes abandoná.

-Patrona!... ¡cuidao con la lengua, porque ya no semos los hombres que juimos endenantes!

-Harto lo veo por mi desgracia. ¡Virgen de las Amarguras! Semejantes diálogos no cesaban un punto en los hogares del pueblo; y como el tiempo corría y las labores no se hacían ellas solas, y las necesidades apremiaban y crecían como la espuma, la cosecha se malvendía en la mies, y el ganado se daba al desbarate.

La novedad de la milicia excitó en grado sumo la curiosidad de los pueblos inmediatos; Pontonucos, especialmente, se despoblaba cada vez que los voluntarios aparecían en el valle maniobrando a la voz de sus capitanes, en medio del estruendo de los bélicos instrumentos. Para los espectadores, era aquello un incesante carnaval, que no tardó en producir sus naturales resultados.

Tenían los de Pontonucos fama de zumbones y un tanto bravíos: la verdad es que desde que se iniciaron las algaradas políticas en Coteruco, habían ocurrido entre uno y otro pueblo varios choques y colisiones, aunque de escasa importancia. Sospechábase con estos antecedentes, que a ellos respondía el empeño, que se dejaba ver en el batallón, de elegir para teatro de sus operaciones bélicas el terreno más próximo al término municipal de Pontonucos, como si se tratara de imponer a sus habitantes con aquellos alardes de poder y de fuerza. Estando así las cosas, dio en circular por Pontonucos una historieta que merece ser referida aquí. Decíase que estando los voluntarios de prácticas en el sitio de costumbre, un número que se había separado de las filas, no sé con qué urgencia, volvió del monte vecino azorado y presuroso, y dijo a don Gonzalo que mandaba las fuerzas: -«¡Mi Comendante general, por la Sierra de los Gatos bajan hacia acá dos civiles!» -«¡Cascaritas!» respondió el jefe; «¡y nosotros que no tenemos licencia de armas!»- «Claro», añadió el otro; «y nos la pedirán, y nos recogerán los fusiles...» -«Y si nos resistimos, lo tomarán por lo serio... Y con esa gente no se juega... ¿Estas seguro de que son civiles?» -«Los he visto, mi Comendante general... y apostaría a que en cuanto se encaren con nosotros, hacen una barbaridá». Y volviéndose rápido hacia su gente, gritó el guerrero: -«¡Batallón! ¡Media vuelta hacia Coteruco!... ¡Paso acelerado!... ¡March!...».

Y desapareció la tropa, como si la persiguieran lobos. Fábula o historia, esto se contaba allí. Pero lo que está fuera de duda es que en ello se inspiraron los de Pontonucos para salir una tarde desaforadamente del pueblo, armados con sendos garrotes de acebo, en ocasión en que los milicianos fachendeaban en la mies, y caer sobre ellos como una granizada. Don Gonzalo, sin detenerse a consultar el caso con nadie, arrimó las espuelas al tordillo, y no paró de correr hasta su casa, dejando en el camino el sable y el tricornio. Siguiendo su heroico ejemplo, sus gentes se desbandaron tumultuosamente. Unos pocos osaron hacer cara a los acometedores; pero, en lucha tan desigual, fueron desarmados, tras de sacar las costillas molidas a garrotazos.

De este suceso nació una antipatía horrible entre los dos pueblos; y bastaba que en uno se dijese «¡viva la Pepa!», para que el otro gritase «¡viva la Juana!»; y como de todo ello se juzgaba en otras aldeas circunvecinas con diversidad de criterios, menudeaban las palizas en el valle, que era una bendición.

No por la atención que tan ruidosos y complicados asuntos demandaban, descuidaba el Ayuntamiento de Coteruco los de su más inmediata competencia. Por de pronto, se formó un expediente relativo a gastos de equipo y armamento de la milicia local; y como en él aparecía que don Gonzalo y Patricio, movidos de altísimos sentimientos de patriotismo, habían anticipado los necesarios fondos para tan sagrada atención, porque en el tesoro municipal no dejó un maravedí la «ominosa tiranía derrocada», hubo que rematar fincas del común para liquidar las cuentas, llevando los dos acreedores su desprendimiento hasta el punto de darse por bien pagados, Patricio con el Sel de la Tejera, y don Gonzalo con el monte vecino a su casa.

También quisieron estos dos filántropos recompensar de algún modo los perjuicios materiales que sufrían sus administrados por atender con incansable celo al mejor servicio de la libertad; ¡y era de ver cómo se afanaban a porfía aquellos pródigos para acudir en auxilio de los más apurados, y darles oro de buena ley por una mala pareja de bestias, o por una finca descuidada, cuando no por grano... o por un simple papelejo firmado en la taberna entre dos luces!

Mucho dijeron los maldicientes sobre el verdadero valor de estos socorros, con el piadoso intento que de ordinario persigue a las almas benéficas; pero el negocio del Sel produjo un completo cisma en el Ayuntamiento, y un escándalo en el vecindario.

Polinar, que no pudo agenciarse para unos calzones nuevos, ni en el remate de los predios del común ni en los innumerables contratos particulares que sus dos compañeros de autoridad celebraban cada día, comenzó a murmurar de Patricio, a tacharle de hombre desleal a su palabra, y a declarar en público y en privado que chasco estupendo se llevaba si creía que él, Polinar, había entrado en la Justicia para decir «amén» a todas las picardías del trapisondista, sin su cuenta y razón; que otro muy distinto fue el convenio entre ambos... Y que le iban a oír los sordos. Pero Polinar tenía en su historia ciertas páginas sombrías que Patricio sabía de memoria; y con la amenaza de publicarlas, acallaba éste sus furores de ordinario. Calló también esta vez el quejumbroso, aunque con protestas y valentías que sólo podían explicarse por el flamante encumbramiento en que fiaba el tal; pero las palabras habían caído en buen terreno, y fructificaron en descrédito gravísimo de Patricio y de don Gonzalo, sin necesidad de que Polinar insistiese en difamarlos... En fin, que el pueblo, que ya antes de mandar en él los seides de Lucas estaba hecho una lástima, era una completa podredumbre dos meses después de imperar la nueva Justicia.

Nada podía contra ella la heroica batalla que sin cesar libraba el bueno de don Frutos; antes parecía que el mal se propagaba a medida que le combatía. Aun en esta creencia, el santo varón continuaba redoblando sus esfuerzos en bien de sus feligreses, si, no con la esperanza de atraer a los dispersos, con el propósito de que no se comiera el lobo las pocas ovejas que le quedaban en el redil. Por eso, aunque llovían sobre él las provocaciones y las afrentas, seguía impávido su camino, complaciéndose en pagar las ingratitudes con beneficios, y las injurias con actos de caridad, a los que andaba asociada, aunque oculta, la mano de don Román, quien, como todo buen padre, más amaba a aquéllos sus hijos adoptivos, cuanto más extraviados los veía.

Avanzaba el invierno, y aun se acababa el año, y nada sabía don Gonzalo, a pesar de su omnipotencia, del estado en que se hallaba el proyecto de casamiento de Magdalena. El misterio más impenetrable le envolvía. Verdad es que la otra casa parecía un convento, desde muchos meses atrás. Este largo silencio sobre caso tan grave, había amortiguado los rencores y hasta hecho renacer las perdidas esperanzas del reyezuelo. ¿Habría cambiado de opinión Magdalena? ¿Estaría pesarosa de haberle desdeñado? Posible era, porque, como él decía: «Yo comprendo que esa mujer menospreciara mis caudales, mi figura y mi ropaje de simple particular, porque hay gustos raros e incomprensibles; comprendo también que no la seduzca mi cargo de alcalde, ni la deslumbre mi preponderancia en el pueblo, porque ella no ve cómo me carteo con personajes de la ciudad, ni sabe que aquí no se da un paso sin que yo lo autorice con mi palabra o con mi firma; pero no es posible que haya dejado de maldecir la hora en que me despidió de su casa, desde que me ha visto sobre mi jaca torda, con mi tricornio y mi faja, mandando el batallón. ¡Cuidado si estoy hermosísimo de esa manera!... ¡Oh, caerá, caerá rendida a mis pies, y yo la recibiré en mis brazos, porque la necesito para esplendor de mi gloria!»

Saboreando tales quimeras, fuese una noche a ver a Osmunda que no desconocía las inclinaciones del indianete, y a todo trance quería curarle de ellas.

-Voy a darte una noticia -le dijo la infanzona, que ya le tuteaba- El domingo se proclama Magdalena.

-¡No puede ser eso! -respondió don Gonzalo dando un brinco, como si le hubiera mordido una culebra.

-¿Te escuece, alma ingrata? -le preguntó Osmunda con sorna. -Pues sírvate de consuelo que lo sé de buena tinta.

-¡Pues no se casará! exclamó fuera de sí don Gonzalo.

-Y a ti ¿qué te importa? -volvió a preguntarle la solariega, con mal disimulado rencor. - ¿Con qué derecho has de impedirlo?

El indianete conoció que había ido demasiado lejos en sus ímpetus; y con ánimo de enmendar el yerro, exclamó con gran énfasis:

-¿Con qué derecho, dices? Con el que tiene todo buen liberal para aplastar a los réztiles donde quiera que asomen la cabeza para prosperar... ¡Que paguen sus crímenes!

Y sin aguantar la respuesta de Osmunda, se fue al club, en busca de Lucas, con el cual habló largo rato y muy en secreto en el Salón de conferencias, que era un pajar vacío de la misma taberna.