Don Lope del Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera, heredó, con el no muy esponjado mayorazgo de su padre, la carga de un segundón mal avenido con su suerte, vidrioso de carácter, algo jugador de naipes, un si es no es mocero y muy poco madrugador. Don Lope era todo lo contrario: levantábase al alba, no se le conocía el más pequeño desliz amoroso, y jamás tomó las cartas en sus manos; su genio era igual e inalterable, aunque, como los cardos agostados, áspero y seco a todas horas y por todas partes, y nunca mostró afán de poseer más de lo que le cupo en herencia. Verdad es que sin la carga de su hermano hubiera tenido con ello hasta de sobra, porque era parco y poco escogido en la comida, aborrecía el vino, y con decir que se calzaba y se vestía en Coteruco, dicho queda cómo se vestía y cómo se calzaba. En cambio era un fumador terrible en toda la extensión de la palabra, pues fumaba de lo pasiego en pipa de barro, y no se quitaba la pipa de la boca en todo el santo día de Dios; es decir, que tumbaba al hombre de más bríos, que sin precaución se le acercara. Había aprendido a leer y a escribir regularmente en la escuela del pueblo, y desde entonces sólo usaba lo primero para repasar el catecismo y recrearse en el Quijote, que sabía de memoria, y lo segundo para ajustar las cuentas a sus renteros.

Era alto, robusto, de hermoso y varonil semblante, bien encajado entre una espesa barba y una recia y tupida cabellera, de ordinario rapada. Había en toda su persona, no obstante el desaliño con que la ataviaba y la rudeza de su trato, cierta noble marcialidad que, el decir de sus convecinos, revelaba la madera de la casta. Jamás salió del valle nativo; y en él fue siempre su principal distracción subir a Carrascosa y sentarse a horcajadas en un escueto peñasco que avanza tres varas sobre el río, y estarse así las horas muertas fumando su pipa y contemplándole deslizarse a cuarenta pies bajo los suyos, o arrojando astillitas al torrente para ver cómo el agua las sorbía en un punto y las escupía más abajo. Sin duda por lo que el hidalgo le montaba, era conocido aquel peñasco, y aún lo es, en Coteruco, con el nombre de Potro de don Lope. Gustaba también de hacer largas excursiones por los montes circunvecinos, acompañado únicamente de su pipa y de un garrote; y era preciso que nevara mucho y que las huellas del oso se vieran en las cañadas más próximas, para que él se animara a llevar la escopeta. Para hallarle en casa, fuera de las horas de comer y de dormir, había de llover a cántaros; y en tales casos era ocioso preguntar por él, porque no soltaba el Quijote de las manos. Decíase que era muy caritativo; pero no se le podía probar bien esta virtud, supuesto que, llevado de la aspereza de su carácter, echaba las limosnas por debajo de la puerta del necesitado, y ¡ay del que fuera a darle las gracias creyéndole autor del beneficio!

En una ocasión se cayó un muchacho al río, y dando tumbos agua abajo, al llegar medio aturdido y pidiendo socorro al ancho y profundo remanso de Carrascosa, antojósele que el Potro de don Lope se lanzaba al abismo y se precipitaba sobre él. Algo, no obstante, pesado y voluminoso, se desgajó de lo alto y cayó a su lado; pero lejos de aniquilarle, después de sumergirse y volver a flotar, resoplando, cargóle en sus espaldas y le sacó a la orilla. Jurara el muchacho, en su angustioso aturdimiento, que quien le había librado de la muerte era don Lope en cuerpo y alma, y así se lo dijo después a su madre. Fue ésta en el acto, llorando gratitud, a ver al solariego; y aunque le halló con las ropas mojadas aún y sangrando por una descalabradura, tal negó don Lope el supuesto, tan de veras aseguró que no se le daba una higa porque se ahogaran todos los muchachos de Coteruco, tanto se enfureció con la insistencia de la agradecida madre, y con tales visos de cumplirlo la amenazó con romperle una costilla si no le dejaba en paz ir a mudarse la camisa, que la buena mujer se largó pensando que el miedo había hecho ver visiones a su hijo.

Llevábanse los dos hermanos, don Lope y don Pelayo, como el gato y el perro; y si los muebles y la vasija no andaban en casa por el aire hechos añicos muy a menudo, consistía en que don Lope se hacía el sordo a los incesantes atrevimientos de don Pelayo... Y hay que advertir, para tener una idea de los sufrimientos del mayorazgo, que al paso que éste era autoritario y creyente, al segundón, efecto acaso de su desairada posición en la familia, le daba por demagogo y por impío desenfrenado. Sostenía el tal, que el único modo de vivir en paz en el mundo era hacer y pensar cada uno lo que mejor le pareciese; teoría muy aceptable y seductora, si no chocara a cada instante con el distinto parecer de los demás. Esto contestaba don Lope, tragando a regañadientes, y en bien de la paz, las imposiciones y las herejías de su hermano; pero la rudeza de su carácter llegó a protestar contra tantas y tan repetidas debilidades, y le obligó, por huir del extremo a que le arrastraban sus ímpetus, a cortar toda comunicación con don Pelayo. Desde entonces vivieron como dos lobos: en una misma caverna, pero en distinto agujero.

Corriendo así los años, don Pelayo supo que allende el valle suspiraba una huérfana, algo contrahecha, pero de buena legítima, tras de los hierros de la cárcel en que la guardaba un tutor asaz codicioso de la administración de sus bienes. Rompiendo por todo el menesteroso y atrevido segundón, presentóse al carcelero; hízose ver y oír de la cautiva; mostróle con su atavío, de propio intento relumbrón y ostentoso, toda la retahíla de su linaje; y como la pretendida estuviera resuelta a aceptar al mismo Pateta, a trueque de salir de aquellas tenebrosas doncelleces por la virtud de un marido, le recibió por tal, y acallaron las protestas del tutor con amenazas de otros arbitrios que la ley tiene de reserva para casos semejantes,

Ello fue que se formalizó el casamiento y que don Lope se halló un día con dos huéspedes a la mesa, en la cual comía solo y muy complacido tiempo hacía: su hermano y su flamante cuñada.

-Me he casado -le dijo don Pelayo, -y vengo a vivir aquí con mi mujer, que es esta señora. Ya sabes mi teoría: cada cual haga lo que mejor le parezca. Esto es lo que mejor me ha parecido, y esto hago. Tú seguirás dándome la comida; y como ella trae la cena y el desayuno, y para lecho nos basta el mío, en nada se altera el presupuesto, ni en cosa alguna te perjudico.

Sin preguntarle don Lope dónde ni para qué había tomado mujer, dio orden a su cocinera de que no aumentase el ollón cotidiano ni siquiera en una alubia, y continuó haciendo su vida acostumbrada.

La recién casada, Brígida de nombre, era fea como un pecado mortal, perversamente educada, plebeya por todos cuatro costados y tullida del derecho. Aceptó a don Pelayo para ser libre y gozar del mundo; y como don Pelayo, en cuanto entró en posesión de sus bienes, no se curó de otra cosa que de vivir a expensas de ellos, Brígida cayó en la cuenta de que, saliendo de su tutor, ni siquiera había ganado en cárcel, pues la que tenía en Coteruco era harto más vieja y más triste que la de su pueblo. Y así se armaba cada pelotera entre los cónyuges, que temblaba la casa.

La cual, a todo esto, y sin un reparo desde muy atrás, aun antes de pasar al dominio de don Lope, iba abriendo a la luz de los nuevos tiempos una gotera cada día y una rendija cada semana, sin que se cuidara nadie de cubrirlas ni de rellenarlas: don Lope, porque, siendo suyo el edificio, carecía de sobrantes para superfluos; don Pelayo, porque decía que quien se había zampado las pechugas del mayorazgo, obligado estaba a roer sus muchos huesos. Así llegó a verse la casona de los Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera, con sus tillos de viejo castaño roídos a medias, y a medias descoyuntados al esfuerzo del roble de las vigas que se retorcía siempre como estómago con hambre; con sus recios paredones tiznados por el polvo de los tiempos y agrietados por las flaquezas de la vejez; con sus muebles tradicionales pasando uno a uno, y derrengados, a los vacíos desvanes, donde las ratas y las goteras iban acabando con ellos; así llegó a verse, en fin, aquella fortaleza, vencida por el invierno, que se complacía después en introducir por el asendereado ventanaje todas las iras de su inclemencia.

Pasaron dos años, y Brígida dió a luz una niña que no trajo un pan debajo del brazo, ni ramo de olivo en la mano; antes obligó a su madre, a quien la naturaleza había negado la necesaria robustez para sustentarla, a nutrirse de más caros y escogidos alimentos; con lo cual, y las noches pasadas en vela por los lloros incesantes de la recién nacida, don Pelayo se desesperaba, y don Lope gruñía, y la infeliz madre se acongojaba, y en la casona no se lograba momento de paz ni de sosiego. A puro azote e improperio, aprendió la niña a dar los primeros pasos y a balbucir algunas palabras; y cuando supo andar, el más insignificante estropicio le costaba largas encerronas en el desván, y la menor desobediencia, un sopapo de su padre; hasta que, al cumplir siete años, la envió éste, más por vanidad de estirpe que por el bien de su hija, a un rudimentario colegio de la villa.

Un año después tuvo el desavenido matrimonio un hijo, en cuya naturaleza parecían reflejarse los desabrimientos de sus padres y la lobreguez del albergue en que vino al mundo: tal era de encanijado, llorón y desagradecido al insulso néctar que chupaba del esquilmado pecho de su madre. Quiso ésta robustecer aquel vástago sin jugos dándole todos los suyos, y el generoso esfuerzo le costó la vida.

Quedó el niño al cuidado de su padre, o más bien, al de una zagaleja que le prestó un vecino por un pedazo de pan; y descalabrándose aquí, rodando allá por el polvo, y balbuciendo ternos y maldiciones, asido del rabo del mastín en el portal, o revolcándose en las ortigas de la huerta, arribó la criatura a los cinco años, época en que su hermana volvió a casa y don Pelayo se murió, no sé si de una tisis galopante, como dijo el médico, o de la crónica perversidad de su carácter, nombrando a don Lope tutor y curador de los huérfanos.

Aceptó el solariego el cargo como una nueva desventura, y para aliviarla en lo posible, encareció a su sobrina el deber en que estaba de atender al cuidado de su hermano. ¡A buen apoyo se arrimaba!

Osmunda (así se llamaba la sobrina de don Lope), a los trece años, era el fruto roñoso de aquel semillero de odios, de injurias, de castigos, de recelos y de tinieblas en que había empezado a vivir; vicio corrosivo contra el que nada pueden más tarde los esfuerzos del cultivo en más soleado terreno, porque la roña va en el jugo de la planta.

Cuando trasmontó los cerros de su pueblo y entró en el colegio donde veía niñas alegres y madres que de vez en cuando las visitaban para besarlas, y padres que se regocijaban en ellas; cuando supo que en los usos ordinarios del mundo no se imponían a los niños castigos bárbaros por faltas propias de la edad; que no se acallaba un lloro con una bofetada, ni se curaba el miedo que infunde a un inocente un cuarto obscuro, encerrándole en él por toda una noche; cuando se penetró, en suma, de que el cariño tiene sus manifestaciones propias e inequívocas, y que jamás son éstas la cara hosca, la mano airada o la palabra seca y punzante, sintió su corazón oprimido, y algo como vergüenza de decir quién era su familia y en qué rincón de la tierra se guarecía; envidió la suerte de aquellas compañeras que gozaban una dicha que jamás ella había conocido, ni conocería ya, y notó que su espíritu se embravecía delante del bien ajeno. Así vivió en el colegio desvelándose en el trabajo, no por deseo de instruirse, sino por saber más que sus compañeras, que la temían y no la amaban; y así volvió a Coteruco.

Al entrar en casa, parecióle ésta más grande, más vieja, más vacía que nunca; pintáronsele en la memoria las escenas borrascosas representadas a cada hora bajo aquellos seculares techos; viose hasta sin el débil apoyo de su madre, tal vez víctima de los genios bravíos de los dos hermanos, más que de su amor al enfermizo fruto de sus entrañas, y odió a su padre, y a su tío, y hasta al encanijado niño. La muerte de don Pelayo, ocurrida poco después, arrepentido y mártir, movió un poco su corazón hacia la buena senda; la necesidad hizo luego otro tanto, y así logró don Lope que su sobrina no abandonara por completo a su hermano, Lucas de nombre.

Más tarde, cuando éste supo hablar y correr, el deseo de correr y de hablar con alguien la indujo a aliarse estrechamente al rapaz, que, como todo bicho humano de ruin naturaleza, era precoz en marrullas y picardías. Siempre estaba dispuesto a difamar al prójimo y a descalabrarle de un panojazo desde la ventana, y Osmunda muy complacida en ayudarle a lo primero y en aplaudirle lo segundo.

Llevóle su tío a puntapiés a la escuela para que le domaran, y en ella se hizo inseparable amigo de otro chico de su edad, de nombre Gildo, con el cual, andando los meses, consumó las más altas empresas que en el pueblo se conocieron en el arte de esquilar tapias, robar huertas y dar carrancas a los perros para impedirles ladrar. Una noche volvía Lucas muy tarde a casa, y temiendo las iras de su tío, dijo a su hermana, que le esperaba impaciente, que le echara una cuerda por la ventana. Hízolo así Osmunda, y comenzó Lucas a trepar, estribando con los pies en las rendijas del muro; pero se rompió la cuerda, y Lucas, desde muy cerca del alféizar de la ventana, dio con todo su cuerpo en tierra, y se perniquebró. Curó mal, después de tardar mucho en salir de la cama; y como la pierna se le quedó seca y encogida, desde entonces, siempre que el mal inclinado muchacho hacía alguna de las suyas, exclamaba la gente: «¡Si ese está señalado de la mano de Dios, y no puede ser bueno!».

Entre tanto, Osmunda iba haciéndose moza talluda y el círculo de sus aspiraciones ensanchándose. Sabía que no era rica; casi se atrevía a confesar, delante de su vieja cornucopia, que para hermosa le faltaba todo el camino, y no intimaba con nadie de puertas afuera; por todo lo cual creía muy difícil que llamase a las suyas galán alguno en demanda de su mano. Estas meditaciones la ponían a rabiar. Así llegó a los veinticinco.

Por entonces le entraron pujos a Lucas de «ser hombre por la ciencia y el saber», párrafo que había tomado de un folleto que trajo de la ciudad Patricio Rigüelta y regaló a su hijo «para que se instruyera en las cosas tocantes al buen sentir de las gentes de ilustración liberal». No deseaba don Lope otra cosa. Díjole cual era su legítima, a fin de que más tarde no se llamara a engaño el mozuelo; púsole, a cuenta de ella, en un colegio de la ciudad, a estudiar filosofía, con la condición de que no volviera a casa hasta que fuera bachiller; y así se cumplió.

Al hallarse Osmunda sin su hermano, creyó ver cerrada la última ventana de su prisión, y acabó de darse a Barrabás.

Al mismo tiempo que Lucas salía del pueblo, entraba en él Magdalena, rebosando en juventud y alegría, adorada de su padre y bendecida de las gentes. Osmunda, por el contrario, era marchita y huraña, mal vista de propios y olvidada de extraños; la hija de don Román era rica, y vivía en una casa firme, cómoda, limpia y blanqueada, y tenía, para recreo, un piano en la sala y muchas flores en el jardín; la hija de don Pelayo era casi pobre, vivía sobre carcomidos tableros, entre cuatro paredes sucias y agrietadas, y por toda distracción, tenía la hiel de soledades y el despego de don Lope. El efecto inmediato de estos contrastes que a cada instante saltaban a los ojos de Osmunda, fue su odio a la inocente Magdalena.

Terminada la filosofía, trasladóse Lucas a Madrid e ingresó en la Universidad. Los instintos de rebeldía, que él llamaba independencia, iniciados en Coteruco, le dieron ya carácter en el colegio; hízose allí afectado pensador, y entró en Madrid hecho un pedante. No se le caían en la boca la patria esclava y la razón con cadenas. Utilizó los desenfrenos de su padre para afirmar que él era hijo de un mártir de sus ideas libres y regeneradoras y anatematizó en don Lope al esclavo de todas las preocupaciones de derecho divino, y al tirano de su familia.

De los innúmeros disgustos que dio a su tío en todo este tiempo y el pasado en la ciudad, y del dinero que despilfarró, no hay para qué hablar. Sólo diré que al segundo año de Universidad, vivía a expensas de su hermana y de don Lope.

Dos viajes había hecho a Coteruco durante su residencia en Madrid, a pasar las vacaciones de verano; y el tercero hacía, fuera de toda sazón, cuando le hemos visto llegar. La causa la conoce el lector a medias. La verdad es que en aquellos días de sobresaltos y de tirantez, al reunirse con otros camaradas en el café, hablaron más de lo conveniente sobre determinadas cosas y señaladas personas, que a la sazón eran género de contrabando a los oídos de la policía; que a ésta no le pareció bien que la misma algarada se repitiera tres veces por los mismos sujetos en la propia mesa del mismo café, y que no creyéndolos pájaros de bastante cuenta para enviarlos a Filipinas, a Fernando Póo... o a presidio, los encaminó a sus respectivos hogares, sometidos a la vigilancia de la autoridad.

Y ahora que sabemos quién es el tal Lucas, y quiénes las personas que habitan el caserón solariego, entremos en él detrás del recién llegado.

Pocas horas antes había sabido don Lope por el alcalde, la cual autoridad acababa de recibir un oficio en que así se le prevenía, que Lucas volvía a su pueblo bajo partida de registro, como quien dice. La noticia, como se deja comprender fácilmente, puso al solariego fuera de quicio. Desahogó sus primeros furores con Osmunda, y defendió ésta a su hermano, no contra su tío, sino contra la canalla que de tal modo procedía con un personaje de la importancia de Lucas, hasta que la ingénita sequedad de don Lope puso fin al altercado.

Media hora llevaba el infanzón de pasear, como pantera en jaula, a lo largo del tétrico corredor, echando a su pipa carga tras de carga, y al mismo tiempo Osmunda, sentada en un viejo sillón junto a la ventana contemplando la ruda del huerto con su gesto habitual de displicencia, cuando se presentó Lucas a la puerta de la escalera. Conocióle su tío en el modo de pisar, volvióse rápido hacia él, y preguntóle con la cara y la voz preñadas de tempestades:

-¿A dónde vas, mentecato?

-Ya usted lo ve, -respondió el otro con la mayor frescura.

-¿De dónde vienes?

-De Madrid.

-¿Por qué a estas horas?

-Porque a los tiranos les ofende la luz, y donde ven un rayo de ella la ahogan, temerosos de un incendio.

-¡Eso no es responder a mi pregunta!

-Eso es traducir al lenguaje de la verdad el hecho infame de haberme enviado esos verdugos al destierro, so pretexto de que conspiraba.

-¡Pues esos verdugos no han cumplido con su deber!...

-No se apure usted, tío, que emplazados los dejo... Y el día se acerca.

-¡Porque esos verdugos debieron ahorcarte!

-¡Tío!...

-¡Sí! porque tú no has cumplido como bueno abandonando el estudio para meterte en lo que no te importa, ni comprendes, ni lícitamente puedes hacer.

-¡Señor don Lope!

-Porque esas aventuras insensatas han de hacer inútiles nuestros sacrificios, y de costarnos el mísero mendrugo que nos queda para vivir, y la vergüenza de verte algún día ¿qué digo?... de verte ya perseguido, como los malhechores, por la Guardia civil.

-¡La Guardia civil es la palma gloriosa de los mártires de la idea!

Miró don Lope a su sobrino, como si le entraran ganas de darle un puntapié; contuvo la intención a duras penas, y le volvió la espalda, yendo a buscar el consuelo de su pipa al opuesto extremo de la casa,

Lucas, en tanto, se acercó a su hermana y pasó con ella largo rato en animada conversación.

Osmunda tenía entonces treinta y tres años; Lucas veinticinco, y don Lope pasaba de los sesenta: llamaban a éste en Coteruco, el Hidalgo de la Casona; a su sobrino, el Estudiante de la Casona; a Osmunda, la de la Casona, y a los tres juntos, los de la Casona.