Todas las romerías que he visto en la Montaña y fuera de ella, se parecen entre sí como las aves de una misma pollada; en todas, con leves diferencias de colores y accesorios, preside el mismo objeto, que es divertirse brincando la gente joven, y recrear los ojos la muy madura.

Podrán asarse vivos los romeros de las Castillas bajo un sol inclemente, sin un triste ramajo que les preste un palmo de sombra; vestirán las mozas la estameña negra y bailarán al son de la zampoña y del tamboril, con Salicios de zahones y gorra de pelo; beberán de lo de Toro los aficionados, y harán del lastre con palominos o abadejo, cuando no con chorizos ahumados o empanadas de borrego; jugárase al toro más allá con dos navajas por cornamenta y una tranca por estoque; entrará la gente en la ermita del Santo con más o menos compostura; podrán los chicos revolcarse en el polvo de la llanura, y los jóvenes de viso echarse a rodar de un cerro abajo... Y así por el estilo... Podrá el valle montañés estar literalmente tapizado de flores y verdor; veránse sus senderos invadidos por una juventud tan alegre como los colores de sus vestidos; habrá junto al pueblo de la fiesta un extenso cajigal a cuya sombra se reúnan los romeros que atraviesan el valle, y los que bajan por los cerros inmediatos, y hasta los que se columbran en las montañas de más allá: las mozas con el blanco moquero en la mano y entre sus pliegues preso el ramillete de claveles y mejorana; los mozos con la chaqueta al hombro, el zapato de color, los finos pantalones y la camisa de anchas y ondulantes mangas, recién planchada, tal vez por la moza de sus pensamientos; sonará bajo los copudos árboles la alegre encascabelada pandereta, no tañida por mercenarias manos, sino por las zagalas más apuestas y cantadoras de la romería; bailaráse a su compás en ordenadas fijas y haránse las mudanzas tradicionales sin que el pudor proteste ni la moral se escandalice; jugaráse a los bolos en adecuada plaza, y aquí habrá una carral de vino sobre una pértiga, con la cacharrería de ordenanza, y allí una cantina con pollos con arbejillas, saturados de azafrán, y carne guisada, con su dejillo de laurel estimulante; y por todas partes rosquillas y caramelos encarnados, y agua de limón «como la nieve», y perojillos roderos y otras frutas de la estación, y el ruido y el alborozo pertinentes; no irá moza a tomar puesto junto al baile a esperar la fina invitación de algún mancebo, sin haber entrado antes a rezar al Santo de la ermita y depositar su óbolo en el platillo que al efecto estará sobre las andas de aquél, y admirado el arco de pañuelos, cintas, acericos y relicarios, bajo el cual se hallará expuesta la imagen todo el día en el cuerpo de la iglesia; y ni moza ni zagal se retirará a la tarde sin cargar el pañuelo de perdones, para obsequiar en el pueblo con la tostada avellana o la dulce rosquilla, a las personas de su cariño, que no participaron de la fiesta... Podrá, digo, haber éstas o parecidas diferencias de detalle entre las romerías montañesas y otras de allende; pero en lo esencial son idénticas. Por eso no describo la que en este capítulo nos hace al caso; trabajo que fuera, por otra parte, amén de inútil, peligroso para mí, puesto que descritas andan otras iguales por pluma tan egregia como la de Juan García, en providencial y honrosa recompensa de los borrones con que las ha tiznado, en más de un libro, esta mía pecadora. Pero hay un detalle en la romería montañesa que yo debo citar, porque ignoro en este instante si pertenece también a las de ultra-puertos, o si ha sido citado ya alguna vez, y, sobre todo, porque nos hace falta en la presente ocasión: refiérome al salón que se prepara en el Ayuntamiento, o en una casa particular, o en un palacio inhabitado, que nunca suele faltar en el pueblo de la fiesta, para que el concurrente señorío baile en él por lo fino, mientras la gente menuda se zarandea en el cajigal al uso de la tierra.

El verano anterior a la fecha que hemos puesto al comienzo de esta puntual historia, estuvo rechispeante como nunca, merced a lo abundante que se presentaba la cosecha en el valle, y a lo esplendoroso del día, la romería de la Asunción en el pueblo de Verdellano. Salieron a relucir sobre uno y otro sexo los mejores trapos de la juventud elegante de tres leguas en contorno, y no faltó Magdalena acompañada de su padre, que no quería privarla de esas distracciones que la gustaban mucho, y eran las únicas que podía ofrecerle en aquellas agrestes soledades.

A media tarde, cansada ya de la romería, llegóse con don Román al palacio llamado de los Cárabos, por los muchos que en él hacían sus nidos, de la propiedad del duque del Infantado (porque es de saberse que en esta provincia casi todos los palacios viejos pertenecen a ese señor), en cuyas destartaladas entrañas (ya se comprenderá que aludo a las del palacio) se había habilitado una gran sala, con tres docenas de sillas heterogéneas, algunos bancos inconexos, y dos calderones llenos de agua azucarada, sobre una mesa colocada en un ángulo, de los cuales cántaros se sacaba el refresco con un tanque de latón, y se ofrecía en un vaso, huérfano de toda familia, al sediente que lo solicitaba; y, por último, una tarima construida con tres cajas vacías, sobre la que dos ciegos, con sus respectivos lazarillos, tocaban... lo que salía, en sendos violines, con el acompañamiento de los triángulos, o hierros, que hacían sonar los dos muchachos siempre que no necesitaban el tiempo y los brazos para bostezar y desperezarse.

Cuando entró Magdalena en el salón, descansaban músicos y danzantes. No eran la frescura ni el brillo la cualidad llamativa de aquellos tules, sedas y muselinas; ni la moda ofrecía allí un carácter de absoluto dominio. Conocíase de lejos que ciertos verdes marchitos habían, años antes, salido azules de la fábrica, y lazos andaban por el cuello y sobre el busto, que en el moño estuvieron luengos días, presos allí por la moda; no todo lo que se ceñía a un cuerpo podía jactarse de no haber nacido falda, y algo arrastraba por el suelo, muy estirado, que primero vivió fruncido en la cintura. En el corte se notaba la mano industriosa, pero indocta, de la necesidad; en el calzado dominaba el charol marchito, cuando no con grietas; los guantes denunciaban, a larga distancia, muchos restregones de miga y alguna jabonadura: abundaban las cadenas de similor, y no escaseaba la pedrería falsa.

Pero si los hábitos no eran de lo más exquisito, las caras y los cuerpos eran muy otra cosa. ¡Cuidado si los había macizos y bien contorneados! ¡Caramba si había rostros saludables, con ojos que echaban lumbres... y hasta memoriales! No los desairaban, por cierto, los donceles del salón, un si es no es atrasadillos también de moda, según lo que culebreaban y se retorcían entre las damas, se afilaban los bigotes, o tecleaban en el sospechoso metal de la leontina, mientras sus ojos fruncidos o sus rientes labios lanzaban saetas de amor o ternezas de romance.

Así estaba la escena cuando Magdalena, acompañada de su padre, apareció en el salón, vestida sencillamente de blanco y, por todo adorno, un lazo de color de rosa en el pecho y una dalia en la cabeza.

Cesó por unos instantes el rumrum de la gente; pero, pasada la sorpresa, comenzó más recio, mientras todas las miradas estaban fijas en la linda doncella de Coteruco. Saludáronla cuantas y cuantos la conocían; encomendóla don Román a la compañía de una familia de su amistad; rodeáronle algunos señores graves que tenían a mucha honra sus apretones de manos; y, poco afectos a lo que allí pasaba, dejaron divertirse a la gente joven, y se volvieron a respirar el aire libre del campo.

No era ingenua curiosidad todo aquel afán con que miraban las damas del salón a la recién llegada; había mucho de ansia de encontrar en ella un defecto que justificase unos cuantos mordiscos de lengua a su persona o a su atavío. Era Magdalena harto conocida en el valle por su fama de bella, de elegante y de rica; y en aquella ocasión urgía demostrar que la fama se engañaba, siquiera en la mitad. A la vista estaba que la hija de don Román, sin dijes, moños, armaduras, dengues ni fingimientos, era lo único que descollaba por su frescura y por su aroma en aquel ramillete de trapos rebosados y mustia pasamanería; mas por eso mismo era indispensable compensar un poco la diferencia con el peso de una murmuración tolerable, y aún en uso, entre personas «de buena educación». Convínose, pues, entre las mujeres, némine discrepante, en que no correspondían los méritos a la fama, y en que ofendía la exagerada sencillez de su arreo lo encopetado y solemne de aquel concurso, y consoláronse así las maldicientes.

En esto reanudó sus tareas ímprobas la orquesta; rebulléronse los danzantes, y se vio Magdalena asediada de solicitudes. Durante una hora no la dejaron sosegar, y la instaron al baile en todos los estilos concebibles, desde el meloso y el laberíntico más osados hasta el encogido y tartamudo más ruborosos; devoráronla con su mirar fogoso aquellos rostros mofletudos de encrespados bigotes y engomado pelambre, y la aburrieron excusas impertinentes y finezas cursis, églogas cerriles y metáforas empalagosas, ya aludiendo a la blanca ovejuela del valle, ya llamándola pintoresca amapola de Coteruco; tapáronse con remiendos del tiempo faltas de más adecuado asunto y hasta de sentido común, y ya no sabía, mientras bailaba o respondía a un saludo, cómo librar sus manos nacaradas y finas, a la sazón cubiertas con transparentes guantes de los restregones de tantas otras ardorosas y velludas. Jamás la dominó la pasión de la danza; pero aquella tarde estuvo a pique de renunciar al baile por todos los días de su vida. ¡Cuántas veces miró hacia la puerta, ansiando que entrara su padre en el salón para volverse con él a Coteruco!

En una de estas ocasiones, hallóse su mirada con la de un nuevo concurrente a la fiesta. Casualidad fue; pero es lo cierto que las dos miradas se encontraron; que del choque producido por la curiosidad, brotaron chispas de interés, y que algo como asombro acabó por reflejarse en los ojos del que entraba, que no pensó, sin duda, hallar entre aquel concurso dama de tantos atractivos.

Y aconteció que el recién llegado, joven y apuesto, después de orientarse en el salón, tornó a mirar a Magdalena; que Magdalena, nueva en aquel género de guerrillas, entre el deseo de mirar al joven y la ignorancia de su deber, le miró al cabo y se puso colorada, sin saber por qué; que el galán se fue acercando sin dejar de mirarla; que luego la invitó a bailar; que aceptó Magdalena llena de complacencia, pero sin pizca de serenidad; que la gentil pareja bailó lo menos que pudo, y prefirió pasear por la sala, mientras las demás bailaban; que el mancebo habló mucho a Magdalena, y, por las trazas, muy al caso; y, en fin, que al volver la joven a sentarse, si lícito fuera en el mundo publicar los pensamientos, hubiera dicho a su galante caballero, en el momento en que se separaba de ella: «He aquí una pesadumbre con que yo no contaba».

¡Qué diferencia tan extraordinaria halló Magdalena entre la discreción y el donaire de su nuevo acompañante, y la petulancia o la insipidez de sus antecesores! Desde el timbre de su voz hasta el corte y color de su vestido; desde lo ameno de su conversación hasta la elegante sencillez de su apostura, todo era nuevo e interesante para la sencilla muchacha.

Ya no le parecía el salón tan sofocante, ni aquella sociedad tan empalagosa; y si continuaba mirando hacia la puerta, bien sabe Dios que a ello no la movía el deseo de ver entrar a su padre.

Llegó éste, al cabo; propúsola, pues que la tarde se acababa, volver a Coteruco; despidiéronse entrambos de amigos y conocidos; hubo para el gallardo mozo, que a poca distancia de Magdalena la contemplaba, una mirada y un saludo que casi eran la denuncia de un corazón que empieza a mecerse en dulces y jamás sentidas impresiones; recibió en idéntico lenguaje una ferviente despedida... y notó la inexperta doncella, andando el camino de su aldea, que ni la conversación de su padre, ni la fragancia de las mieses, ni los alegres cantares y las gozosas comparsas de romeros que también volvían a sus hogares, lograban sacarla de sus meditaciones. Había en su memoria un empeño tenaz de recordar hasta la más insignificante palabra de las muchas que te había dirigido el incógnito galán; una extraña manía de descomponerlas y aquilatarlas, no solamente en ideas, sino también en colores y en sonidos.

Que no las usaron tales los hombres que la habían hablado hasta aquel día, no admitía duda; que en ellas, sin embargo, no había la manifestación explícita de un propósito determinado, también era evidente; pero que en el conjunto de aquellos sonidos, de aquellas actitudes, de aquellas miradas, había algo de extraño que no podía estudiarse con el criterio de la razón, sino en el fondo del alma, bien claro se lo decía el sentir de la suya.

Entre tanto, ignoraba quién era, de dónde venía y a dónde se encaminaba aquel hombre, nunca de ella visto y que, sin embargo, tan de su intimidad le parecía. Esta consideración, bien diluída en el claro entendimiento de Magdalena cuando las horas pasaron y el reposo calmó la fiebre de su imaginación, devolvió la quietud a su espíritu.

Pero fueron corriendo los días de aquella semana, y llegó el domingo, y el gentil mancebo apareció en la iglesia de Coteruco, robando la devoción a Magdalena y haciendo revivir en su pecho impresiones apaciguadas por el frío raciocinio.

Todo esto es lo que Narda ignoraba y hubiera referido Magdalena, ahorrándome a mí el trabajo de escribir este capítulo si la mocetona Sebia hubiera resistido un rato más la marejada del sueño, y no hubiera dado tan pronto con su cuerpo en los arrecifes del brasero.

Juzgue ahora el lector con qué placer oiría la enamorada doncella los datos que Narda le proporcionó, referentes a la procedencia del galán de sus pensamientos... Y vamos a otro asunto.