Don Diego Portales. Juicio Histórico: 14
Capítulo: XIV
Los anuncios se realizaron al fin de una manera terrible y cuando el ministro estaba más lleno de confianza. El 3 de junio de 1837, a las dos de la tarde, se complacía en revistar el regimiento Maipo en la plaza de Quillota, donde se acantonaban las fuerzas que debían expedicionar al Perú, y felicitaba al coronel Vidaurre por la brillante disciplina de sus soldados. De retirada a su cuartel, el regimiento hizo una evolución y circuló al ministro y a sus acompañantes: Vidaurre les intimó prisión y los encerró con una custodia de ciento cincuenta hombres, haciendo poner grillos al ministro. Después puso cerco al cuartel de cazadores de a caballo, y al fin de una larga conferencia con su jefe, logró asociarlos al motín; pero el comandante Vergara que había aceptado, por no poder resistir en aquellos momentos a la fuerza amotinada, se separó con 224 cazadores, en cuanto tuvo a su disposición las cabalgaduras que entonces le faltaban.
Aquel movimiento tan inesperado, causó profunda sensación en Santiago y Valparaíso. El gobierno y sus partidarios no pudieron considerarlo aislado y puramente militar, y se sobrecogieron de espanto y de indignación a presencia de la estupenda ingratitud que el jefe revolucionario cometía con su bienhechor, con el amigo que lo había enaltecido hasta el punto de meditar en esos momentos elevarlo al generalato y marchar con él a la guerra para hacerlo partícipe en el Perú de la gloria de asegurar el orden en aquella república. Pero los enemigos del gobierno, para quienes no aparecía en primer término la ingratitud de Vidaurre, porque no comprendían que solamente por dañar y vejar al amigo, al protector, se aventurase a los riesgos inminentes de una insurrección, vieron en aquel solamente abnegación y patriotismo, y lo creyeron su libertador.
Cuando en la mañana del domingo 4 de junio llegó a Santiago la noticia, el palacio del presidente fue invadido por una multitud inmensa que, ávida de saber lo cierto, llegó hasta entreverarse con los personajes del gobierno: todos preguntaban, y nadie tomaba providencia alguna, ni nadie se hacía cargo de que aquel desorden mismo ponía en peligro a los gobernantes: allí se disputaba, se conjeturaba, se lamentaba, se aplaudía, y al lado de los partidarios de la autoridad que vituperaban y se afligían, se hallaban los opositores que aplaudían y se felicitaban. Si el motín de Quillota hubiera tenido alguna relación medianamente organizada en Santiago, habría sido en aquel acto segundado con el mejor resultado. Pero tan luego como se moderó la primera impresión, el gobierno desplegó toda su actividad para poner en acción aquí y en Valparaíso sus infinitos elementos de defensa.
Entre tanto los revolucionarios habían levantado un acta, que firmaron todos los jefes y oficiales del cantón, el coronel Sánchez el primero, menos los comandantes García y Necochea, que habían sido aprisionados con el ministro, y los que estaban fuera o en comisión. Vidaurre declaró ante todos que aquella acta era su bandera y su proclama [1].
En sus conversaciones, no obstante, decía a los suyos que en su concepto debían conservarse todas las autoridades, menos Portales y sus adictos, que el Congreso debía ser llamado a deliberar y arreglarlo todo. Solo la caída del ministro era el objeto de su aspiración y se pronunciaba enérgicamente contra su política.
Pero al segundo día, mientras que el gobierno había recobrado toda la energía de su poder, el caudillo ya flaqueaba: lo había abandonado su espíritu; la idea de salvar a la patria de la tiranía de su amigo comenzaba a entibiarse, y el fuego del corazón no venía a recalentarla, porque le faltaba ambición y aún era insensible a la gloria. Pero ese corazón no estaba sin duda corrompido: talvez ese desaliento que trae el arrepentimiento, talvez la amistad, la gratitud vinieron a producirle angustias crueles; talvez alguna decepción, alguna contrariedad llegó a debilitar el entusiasmo de los primeros momentos. Lo cierto es que el coronel estaba irresoluto, vacilante y daba su asentimiento a todos los pareceres, y perdía un tiempo precioso para su empresa y para su porvenir. La defección de los cazadores acabó de postrarle. Pero al fin se puso en marcha para Valparaíso, donde le esperaba el general Blanco a la cabeza del batallón Valdivia y de los cuerpos de guardias cívicas de aquella ciudad, que en otro tiempo había formado y organizado el ministro, con más una formidable fuerza de artillería y la escuadra.
Pero el ministro no tenía fe en las fuerzas de Valparaíso y temiendo que se fuesen a empeñar inútilmente en un combate, que no haría más que encender la guerra civil, tuvo calma y patriotismo para declararse vencido y aconsejar una capitulación en la siguiente carta que escribió desde Tabolango; bien que algunos aseguran que le fue sugerida por el mismo Vidaurre. Como quiera que sea, el ministro se mostraba ya sin fe:
“Señores Vicealmirante don Manuel Blanco Encalada y Gobernador de Valparaíso don Ramón Cavareda.
Señores y amigos apreciados:
La parte del ejército restaurador situada en Quillota se ha pronunciado unánime contra el presente orden de cosas, y ha levantado una acta firmada por todos los jefes y oficiales, protestando morir antes que desistir de la empresa, y comprometiéndose a obrar en favor de la Constitución y contra las facultades extraordinarias. Yo creo que Uds. no tienen fuerzas con qué resistir a la que les ataca, y si ha de suceder el mal sin remedio, mejor será, y la prudencia aconseja, evitar la efusión de sangre: pueden Uds. y aún deben entrar en una capitulación honrosa, y que sobre todo sea provechosa al país. Una larga y desastrosa guerra prolongaría los males hasta lo infinito, sin que por eso pudiese asegurarse el éxito. Un año de guerra atrasaría veinte años la República. Con una transacción pueden evitarse desgracias y conservar el país, que debe ser nuestra primera mira. Una acción de guerra debe por otra parte causar graves estragos en el pueblo que tratan Uds. de defender. Me han asegurado todos que este movimiento tiene ya ramificaciones en las provincias, para donde han mandado agentes. El conductor de esta comunicación es el capitán Piña, y encargo a Uds. muy encarecidamente le den el mejor trato y le devuelvan a la división con la contestación. Reitero a Uds. eficazmente mis súplicas. No haya guerra intestina. Capitúlese sacando ventajas para la patria, a la que está unida nuestra suerte.
Soy de Uds., su atento S.S., etc”.
El ministro estaba al fin convencido de la impotencia e inutilidad de su sistema, ya no fiaba la conservación del orden a la fuerza, ya no creía que la efusión de sangre bastase a afianzar su poder: su razón clara recobró su lucidez, su patriotismo rehabilitó su corazón, impuso silencio en aquellos momentos supremos a las pasiones que antes le dominaban y le extraviaban en los errores de la política más absurda. Pero ya era tarde. Sus amigos fiaban todavía en la fuerza, creían en esa política, y la idea de una transacción que podía evitar desgracias, como les decía el ministro, no tenía valor en su mente: ellos conservarán el poder, pero no evitarán desgracias.
Al amanecer del día 6 las dos divisiones se estrecharon en las alturas del Barón; pero antes de una hora ciaba delante de las milicias de Valparaíso el veterano regimiento Maipo, tan lucido por su disciplina y bizarría. El desaliento de su jefe lo había contagiado, el pánico penetró en las filas e hizo más estragos que las metrallas de las lanchas cañoneras y que las balas de la división de Valparaíso. Una hora después dejaban allí los revolucionarios más de cien muertos, doscientos prisioneros, cuarenta y ocho pasados y más de setecientos rendidos... Pero el triunfo se había conseguido con una catástrofe espantosa; los vencedores conservaban el poder, pero tenían que llorar una desgracia, la muerte del ministro Portales, que en los momentos de la derrota había sido fusilado por la guardia que le custodiaba... Su cadáver, cubierto de heridas, había quedado en el campo de batalla...
¡Víctima ilustre del más funesto de los extravíos políticos! ¡Cuán grato hubiera sido al historiador haber podido presentarte como el fundador de la libertad de tu patria! ¡No comprendiste que la tiranía es la guerra y no el orden, que la arbitrariedad no puede ser jamás la fuerza de la autoridad, que ella seca la fuente del amor de los pueblos hacia el poder encargado de dirigirlos a su desarrollo y perfección! ¡Creíste hallar la ventura de tu patria en la autoridad que domina en vez de gobernar, y no conociste que la democracia, único sistema a que la América está encadenada por sus circunstancias, tiende a destruir el principio de autoridad que se apoya en la fuerza y el privilegio, y a fortificar el principio de autoridad que reposa en la justicia y en el interés de la sociedad...!
¡Así había terminado aquella revolución de sesenta horas, inaugurada, en el entusiasmo y acabada en el desaliento y el arrepentimiento! ¡Destinada a concluir con la Dictadura, no hizo más que afianzarla y perpetuarla; y sus autores encontraron el patíbulo de los criminales en la senda en que se proponían hallar la gloria y la libertad de su patria!
La muerte del Ministro produjo una verdadera consternación, y la crueldad de su martirio, cuando fueron conocidos los detalles, encendió la rabia en sus partidarios y sobrecogió a sus adversarios, que al principio sin duda se alucinaron con la idea de ver terminada la política del ministro con su vida, y cerraron su corazón a la piedad. Una escena que debe conservar la historia del corazón humano así lo confirma. Al anochecer del día 6 llegó a Santiago la noticia de los sucesos de la mañana, y gran multitud de gente se agolpó a las puertas del palacio del Presidente que estaban cerradas. Todos guardaban silencio y se comunicaban en secreto; la noche era tenebrosa, húmeda y fría, y aquellos grupos de hombres embozados e inmóviles hacían más siniestras las sombras. De repente las puertas se entreabrieron y el coronel Maruri pidió al pueblo a nombre del Presidente que se retirara: “El ministro ha sido asesinado”, dijo, y volvió a cerrar con estruendo las puertas. Un rumor sordo, prolongado, parecido al eco lejano del huracán llenó los ámbitos; era un viva a media voz, un viva inhumano, terrible; pero espontáneo y demasiado expresivo de la opinión que rechazaba la dictadura. Tenemos grabada aquella escena espantosa y no la olvidaremos jamás. ¡Si la víctima hubiera podido presenciarla, habría lamentado los errores que la habían hecho perder hasta la compasión de sus gobernados...!
Pero el gobierno honró la memoria de su fundador haciéndole suntuosos funerales y concediendo una medalla de honor a los vencedores en el Barón. El Congreso de 1837, que había creado la dictadura, expidió una ley, el 8 de agosto, mandando elevar un monumento en la tumba del ministro y una estatua de bronce en el atrio del palacio de gobierno. Sin embargo, la justicia de la nación se cumplió primero que la ley del partido triunfante: una suscripción popular elevó una estatua al general Freire mucho antes que se diese cumplimiento a aquella ley que mandaba erigir una estatua al despotismo.
Hemos terminado la tarea ardua, y si se quiere pretenciosa, que nos impusimos de escribir el juicio de la historia sobre don Diego Portales. No hemos querido hacer una biografía ni una crónica, y por lo mismo hemos desechado detalles y apreciaciones personales que no son del dominio de la historia. Si nos ha faltado tino en la exposición, no hemos abandonado la imparcialidad para aplicar los juicios que nos han dictado nuestros principios y convicciones. Si hemos herido recuerdos simpáticos, habrá sido a nuestro pesar, no por odio, ni por mala voluntad. Respetamos al personaje y su memoria, y respetamos sus intenciones.
Referencias
editar- ↑ La siguiente es el Acta de la revolución, tal como aparece original en el proceso que se formó a los que la firmaron. Las frases entre comillas fueron dictadas por el mismo Vidaurre. En la ciudad de Quillota, cantón principal del ejército expedicionario sobre el Perú, a tres de junio de 1837 años, reunidos espontáneamente los jefes y oficiales infrascritos, con el objeto de acordar las medidas oportunas “para salvar la patria de la ruina y precipicio a que se halla expuesta por el despotismo absoluto de un solo hombre, que ha sacrificado constantemente a su capricho la libertad