Don Diego Portales. Juicio Histórico: 04

Capítulo: IV

Cuando Portales fue nombrado Ministro de Estado en los departamentos de Relaciones Exteriores, del Interior, y de Guerra y Marina, por primera vez en 6 de abril de 1830, no estaba todavía triunfante la revolución pelucona que él habla promovido.

Terminada esa revolución por los tratados de Santiago, en 15 de diciembre de 1829, había principiado otra vez por una segunda insurrección del general Prieto. Recordemos los antecedentes para comprender la situación de la república al advenimiento de Portales al poder.

El ejército insurrecto había llegado hasta las puertas de la capital a fines de 1829. Se apellidaba Libertador, en tanto que los fautores de la revolución no tenían otro propósito que reaccionar contra la única administración liberal que ha tenido la república, destrozando la Constitución democrática de 1828. ¿Se pretendía acaso libertar a Chile de los liberales y de la Constitución más liberal de que nos cuenta su historia?

El Presidente Pinto no había tomado una sola medida contra la insurrección, antes bien, había dejado el puesto, haciendo una renuncia en que formulaba como causales de su separación, las mismas que los revolucionarios invocaban para justificar su movimiento. No era extraño: una fracción de los pelucones, que entonces se llamaba de los O’Higginistas, se había aprovechado de la liberalidad del gobierno y de los puestos que en él tenía para insinuarse en el ánimo del general Pinto, y aún para interesarle en la candidatura a la vice presidencia de su Ministro de Hacienda, don Francisco Ruiz Tagle [1].

La votación del Congreso debía determinar la elección de Vice Presidente. Dos O’Higginistas, Ruiz Tagle y el general Prieto, el cual habían logrado aquellos colocar en el mando del ejército, habían obtenido votos, con don Joaquín Vicuña, que era el candidato liberal. El Presidente se empeñaba por el primero, pero el Congreso eligió al último. He aquí la causa del rompimiento entre el Congreso y el Presidente. Los O’Higginistas no se conformaron, y la revolución estalló, aclamando la nulidad de la elección y protestando contra el despotismo del Congreso.

La renuncia del Presidente no hizo más que envalentonar a los revolucionarios. El gobierno quedó acéfalo, el partido sin jefe. La suprema magistratura recayó entonces constitucionalmente en el presidente del Senado, don Francisco Ramón Vicuña, que, aunque anciano y sin ambición, sintió palpitar su corazón de patriotismo y se puso a la obra con ardimiento y abnegación. La defensa del gobierno constitucional se organizó en pocos días: los jefes de la guarnición de Santiago declararon al Presidente Vicuña que estaban dispuestos a derramar su sangre en defensa de la Constitución; pero faltaba un general. El ilustre Freire se había negado a mandar a aquel puñado de valientes, porque, como él mismo lo decía, sus relaciones con Benavente y los demás estanqueros, lo tenían neutralizado; pero otro viejo patriota, el integérrimo general Lastra, abandonó su retiro y acudió a la defensa de la Constitución liberal.

El momento era tremendo: los dos ejércitos acampaban en los suburbios de Santiago; y sus avanzadas comenzaban ya a cruzar sus fuegos. La población entera estaba en una angustia atroz, y nadie se atrevía a presagiar el desenlace. Portales, Rodríguez Aldea, Garrido y otros de los principales autores del movimiento, se habían situado al lado del general revolucionario; los demás se agitaban en el seno de la ciudad, al lado de los liberales, que, resignados al sacrificio, estaban dispuestos a defender con sus vidas la Constitución.

Pero los liberales querían evitar a toda costa la efusión de sangre, y no excusaban ni el sacrificio de sus intereses personales.

Una noche, en las altas horas, se reunían dos de ellos, don Melchor de Santiago Concha y don Rafael Bilbao, autorizados por su partido, con varios pelucones en un cuarto de la casa de don Joaquín Echeverría, en la calle de las Monjitas. Una sola bujía de sebo y muy gastada los alumbraba; allí estaban, alrededor de una mesa, el dueño de casa, Rodríguez Aldea, Osorio, don Joaquín Prieto y otros. El general llevaba un poncho oscuro y botas de arriero, y cubría su cabeza y su rostro con un pañuelo. La reunión había sido provocada por don Francisco Ruiz Tagle, que, como apesarado de la revolución, había invitado al señor Concha para buscar un arreglo que evitase la efusión de sangre; pero él no había concurrido.

Los liberales se imaginaron que todo podría concluirse dejando los puestos que ocupaban, para que los revolucionarios los reemplazaran y organizaran el gobierno, respetando y conservando la Constitución.

Al efecto proponían que en las provincias insurrectas, se hiciera nueva elección de senadores, renunciando los señores Fernández, Novoa y los demás que se designaran, para que en su lugar fuesen elegidos el señor Ruiz Tagle, don Joaquín Prieto y cualesquiera otros. Reorganizado así el Senado, se elegiría presidente de la Cámara a alguno de esos señores, para que, conforme a la Constitución, se hiciera cargo del Poder Ejecutivo, mientras se hacían las elecciones generales. Los liberales agregaban a esta proposición la de separarse, y aún expatriarse, todos los que los revolucionarios señalasen, con tal de que se evitase la guerra civil y se conservase la Constitución.

Largamente se disputó en aquel conciliábulo sobre esa proposición, que los pelucones no admitían, sin querer comprender la abnegación de sus adversarios. Ellos exigían un sacrificio imposible, porque era deshonroso: querían que los liberales disolvieran el Congreso, declarando nulos todos sus actos, y renunciando todos, como lo había hecho el Presidente Pinto, sin imponer condiciones ni exigir garantías.

Eran ya, las cuatro de la mañana, cuando el general Prieto, que no había desplegado sus labios, se levantó para retirarse, y respondió a la interpelación que le dirigió uno de los liberales: que “no podía aceptar la proposición porque sus compromisos eran muy fuertes y estaban muy adelantados”. Portales, que era el árbitro para desligar al general de esos compromisos, no estaba presente, y su personero, Rodríguez Aldea, no había aceptado el medio que se proponía: eso era bastante. El general se retiró, y por consiguiente, la cuestión debía ser resuelta por las armas[2].

Y en efecto, en la mañana del 15 de diciembre, el estampido del cañón, el estruendo de una batalla, sobrecogieron a los vecinos de Santiago, durante dos horas, que bastaron al general Lastra para destrozar completamente al ejército insurrecto, dispersándole más de sus dos terceras partes, y llegando más allá de las posiciones que ese ejército ocupaba. El general Prieto, envuelto en el desorden de su línea, se halló rodeado de sus enemigos, y dando la mano al comandante del batallón Concepción, pidió la paz. El mayor general Viel mandó cesar el ataque, llamó hermanos a los vencidos; y el general Lastra, advertido de lo que ocurría, corrió también a dar muestras de su generosidad en busca del general Prieto y lo acompañó a su campamento. Entre tanto, por órdenes verbales, los prisioneros y los pasados fueron devueltos, los dispersos volvieron a su línea, y medio reorganizado ya el ejército vencido, el general Prieto, obedeciendo a las sugestiones de Portales y de los amigos de éste, declaró a los jefes vencedores, que quedaban prisioneros en su poder, y recabó de ellos la orden de reunir allí a todos sus oficiales para celebrar una junta de guerra.

Pero aunque estas órdenes fueron dadas, los oficiales vencedores no las cumplieron, declarando, por medio del coronel Tupper, que no las obedecían y que debían serles devueltos sus jefes inmediatamente, so pena de recomenzar el combate. Esta peripecia trajo por resultado un armisticio y el nombramiento de plenipotenciarios que acordasen un tratado de paz. De este modo el ejército vencido, destrozado, imponía una capitulación, mediante el abuso que su jefe había cometido de la confianza y generosidad de los vencedores.

Al siguiente día, los plenipotenciarios del ejército, como tales, ejercieron sus poderes sobre la nación, cuyo porvenir jugaban y de cuyo destino disponían. Los revolucionarios depositaron su confianza en un hombre de inteligencia, estrechamente ligado al general Prieto, y en un hombre de acción como el general Freire, de quien esperaban el triunfo de sus propósitos, porque le consideraban ligado a su causa. Pero no por eso Portales les entregó su confianza completamente, pues colocó a su lado al más leal de sus amigos, don Manuel Rengifo, de quien estaba seguro como de sí mismo.

La obra de los plenipotenciarios fue la siguiente:

El Excelentísimo Señor don Ramón Freire, capitán general del ejército nacional, y don Agustín Vial Santelices, plenipotenciarios por el ejército del Sur; y el señor general de brigada don José Manuel Borgoño y don Santiago Pérez, así mismo plenipotenciarios por el ejército al mando del señor general de brigada don Francisco de la Lastra, para terminar las diferencias en que la diversidad de opiniones constituyó desgraciadamente a ambos ejércitos, después de haber canjeado los respectivos poderes, hemos convenido definitivamente:

1°. Ambos ejércitos se ponen bajo las órdenes y mando del Excelentísimo Señor capitán general don Ramón Freire, que dispondrá de su destino o acantonamiento como estime conveniente al mejor servicio del Estado, su seguridad y tranquilidad pública.

2°. Quedan en consecuencia bajo su mando las armas, parques y todos los útiles de guerra, lo mismo que los empleados de su servicio.

3°. Cesan, desde la publicación de este tratado, los mandos generales de ambos ejércitos.

4°. Tanto los individuos de uno y otro ejército, como los paisanos, no podrán ser reconvenidos, ni mucho menos castigados, por las opiniones políticas que hubiesen sostenido; y por el contrario, serán puestos en libertad y en el pleno goce de sus derechos los que estuviesen detenidos, presos o prófugos de sus hogares.

5°. El ejército del Sur será igualado en sus cuentas al de la capital.

6°. Se nombrará, inmediata y popularmente, una Junta gubernativa provisoria, para que recomiendan, los dos ejércitos y sus plenipotenciarios, a los señores general de brigada don Francisco A. Pinto, don Francisco Ruiz Tagle y don Agustín Eyzaguirre, los dos primeros que reunieron la mayoría en las próximas elecciones, y el tercero, que ha ejercido repetidas veces y con aceptación pública, el gobierno de la nación.

7°. Convocará y presidirá esta elección el Excelentísimo Señor capitán general don Ramón Freire.

8°. La Junta gubernativa provisoria, electa conforme a los artículos anteriores, convocará un Congreso de plenipotenciarios de todas las provincias del Estado, que deberá reunirse a los dos meses de publicado este convenio, o antes si fuese posible, quedando la demás suspenso entre tanto.

9°. Los plenipotenciarios serán autorizados para declarar si ha habido o no infracción de la Constitución, arreglar la ley de elecciones, convocar al Congreso general, nombrar el ejecutivo provisorio que ha de subrogar a la Junta detallada en los artículos 6° y 7º, mientras se verifican las elecciones constitucionales, en caso de decretarlas, supliendo, entre tanto, a la comisión permanente y guardándose la Constitución política del Estado.

10º. Se ratificará este tratado conforme al artículo del armisticio y dentro del término de cuatro horas, y así ratificado se publicará e imprimirá, circulará en las provincias y fijará en todos los lugares públicos en testimonio de la unión generosa de los militares nacionales de ambos ejércitos y ejemplo de sus conciudadanos que convidan a estrecharse con los dulces lazos del genio y carácter chileno. Dado en Santiago de Chile, a las tres de la tarde del día diez y seis de diciembre de mil ochocientos veinte y nueve años.

Nota.- Se autorizan de secretarios a don Manuel Rengifo y coronel don Pedro Godoy.

Ramón Freire.- José Manuel Borgoño.- Santiago Antonio Pérez.- Agustín de Vial.

Manuel Rengifo, secretario.- Pedro Godoy, secretario.

Cuartel general en Ochagavía, 16 de diciembre de 1829, a las seis y media de la tarde.

Queda ratificado en todos y cada uno de sus artículos el presente tratado.

Joaquín Prieto.

Cuartel general en la Cañada, 16 de diciembre de 1829, a las seis tres cuartos de la tarde.

Queda ratificado en todos, y cada uno de sus artículos el presente tratado. Francisco de la Lastra.


Los liberales cumplieron este tratado sin vacilar: siempre confiados y generosos, se felicitaban de haber salvado la Constitución, y dando a la bondad de las instituciones un poder que no tiene regularmente en los hombres a quienes se confía su ejecución, no temían ser reemplazados por sus enemigos en los puestos públicos. El ejército constitucional se colocó a las órdenes del general Freire, y el gobierno liberal se disolvió sin resistencia, entregando a la Junta gubernativa, que se eligió, el poder y los caudales que el presidente Vicuña había custodiado por sí mismo.

Mas no obró así el ejército revolucionario, pues a pesar de haberse elegido una Junta gubernativa cuyo personal entero pertenecía al partido reaccionario, el general Prieto no quiso entregar el mando de sus tropas al general Freire, con varios pretextos frívolos, entre los cuales alegaba como principal, que había sido el ejército libertador el que había tratado, mientras que él retenía el mando del ejército del sur.

El motivo de esta nueva insurrección quedó ignorado en esos tiempos, y los liberales creyeron hallarlo en la ambición del general Prieto; pero en realidad, no había consistido en otra cosa que en la desconfianza que concibieron los revolucionarios del general Freire, desde la primera entrevista que con él tuvieron en la noche del mismo día de los tratados. Así se explicaba después el hecho el ilustre Freire, refiriéndonos el pormenor de esa entrevista; en la cual estuvieron presentes los señores Portales, Rodríguez Aldea, general Prieto, Benavente, Vial Santelices y otros. El valiente capitán general, que no conocía la doblez, expresó entonces su pensamiento con la buena fe que le era tan natural: según él, debía mantenerse a toda costa la Constitución del 28; debían hacerse elecciones constitucionales, sin excluir a ningún partido, y sin perjuicio de elegir provisoriamente de Presidente de la República, a don Francisco Ruiz Tagle; y por tanto, creía que el congreso de plenipotenciarios no había de principiar condenando a las Cámaras de 1829, ni debía reaccionar contra el sistema constitucional.

Portales callaba, Rodríguez Aldea hacía algunas observaciones, pero ambos comprendieron allí que Freire no era su hombre y que con el tratado podían perderlo todo: los demás divagaban, y el general Prieto aseguraba que al día siguiente entregaría su ejército.

Pero al siguiente día, este general no cumplió, al subsiguiente dio excusas, después las excusas se convirtieron en alegaciones; y entre tanto el ejército de su mando comenzó a desbandarse y a marchar para el sur. Portales y los suyos no vieron más a Freire.

Por fin, llegó un momento en que el general Freire no dudó de que tanto la Junta gubernativa, como el ejército del sur, le negaban el puesto en que le habían colocado los tratados; y al mando del ejército constitucional, salió de Santiago, protestando contra la infracción del pacto, y tomando a su cargo la defensa de la Constitución y el compromiso de sofocar la nueva insurrección.

En abril de 1830, la guerra civil estaba en todo su desarrollo; pero los revolucionarios habían ya constituido su gobierno, desde que mediante los tratados de diciembre, que ellos mismos habían infringido, lograron elegir una Junta gubernativa y un Congreso de Plenipotenciarios a su placer, haciendo sufragar únicamente a los ciudadanos que ellos convidaban por una esquela.

La Junta había reorganizado la guardia nacional de Santiago con el nombre de milicia cívica; el Congreso había elegido de presidente provisorio a don Francisco Ruiz Tagle y de vice presidente a don José Tomas Ovalle; y “para restituir el pacto social y poner término a las disensiones”, declaraba nulas y refractarias de la Constitución a las últimas Cámaras y nulos sus actos; mandaba hacer, en el año 31, las elecciones de cabildos, asambleas provinciales, electores de presidente y vice, y diputados al Congreso; y autorizaba al ejecutivo para nombrar intendentes de las provincias donde no los hubiera, quitando a éstas la facultad que la Constitución les otorgaba de elegirlos.

El nuevo presidente había nombrado de ministro al clérigo Meneses, que también acababa de ser el secretario de la junta, para hacer comprender a los liberales que en el ejecutivo quedaban asociados los principios del gobierno de Marcó representados en el ministerio, y los del gobierno de O’Higgins representados en el presidente.

Mas éste, falto de espíritu para encaminar la reacción, renuncia su cargo un mes después de su nombramiento, empujado por las instancias de Portales y de los demás directores de la reacción. El vice presidente lo reemplaza, y se estrena confiriendo a don Diego Portales los ministerios del Interior y de Relaciones Exteriores, de Guerra y Marina, esperando de su amor patrio este nuevo e importante servicio a la causa pública [3]; pero conserva en el ministerio de hacienda a don Juan Francisco Meneses (6 de abril de 1830).



notas:

  1. Renuncia del general Pinto.- He recibido el oficio de V. E. del día de ayer, en que se sirve trasladarme el que con igual fecha le dirige el presidente de la Cámara de Diputados, comunicándole la orden del Congreso general para que me apersonase ante él, hoy a las doce, a recibir el encargo de Presidente de la República. El inesperado honor que me hace la Representación Nacional en este decreto, después de la repugnancia que he manifestado dos veces, a tomar sobre mis débiles fuerzas la responsabilidad de tan alto cargo, me deja penetrado de reconocimiento, pero de ningún modo altera mi resolución. No insisto en mis enfermedades habituales. No invoco el principio incontestable de que toda grave responsabilidad debe ser voluntariamente contraída. En otras circunstancias hubiera renunciado gustoso este derecho. Motivos de un orden superior me hacen imposible hacerlo. Algunas de las primeras operaciones del Congreso adolecen, en mi concepto, de un vicio de ilegalidad que, extendiéndose necesariamente a la administración que obrase en virtud de ellas, o que pareciere reconocerlas, la haría vacilar desde los primeros pasos y la despojaría de la confianza pública. No me erijo en el juez del Congreso. Lo respeto demasiado. La inteligencia que doy a la carta constitucional, será tal vez errónea; pero basta que en un punto de tanta importancia difieran mis opiniones de las del Congreso; basta que entre los principios que lo dirigen y los míos, no exista aquella armonía sin la cual no concibo que ninguna administración pueda ser útil; basta sobre todo la imposibilidad de aceptar la presidencia sin aparecer partícipe en actos que no juzgo conformes a la ley, o de una tendencia perniciosa, para que me sea no solo lícito, sino obligatorio el renunciarla. Al represar por tercera, y espero que por última vez, esta resolución, he creído que debía a la nación, que me ha distinguido con su confianza, la exposición franca de mis sentimientos, y suplico a V. E. me haga el honor de trasmitirla al Congreso.- Dios guarde a V. E. muchos años.- Santiago, octubre 18 de 1829. F. A. Pinto. Volver.
  2. Este suceso ha sido narrado cuando vivían varios de sus autores y testigos, que lo han confirmado al autor.
  3. Hasta, ese momento no había prestado ninguno.