Don Diego Portales. Juicio Histórico: 03

Capítulo: III

Con todo, la ley de 1826 trajo otro género de resultados que obraron de una manera bien efectiva en la situación política. Portales se puso en campaña y él y su círculo fueron bautizados con el apellido de estanqueros en la lucha de los partidos. Hasta entonces no figuraban en la arena sino dos bandos, el de los liberales o pipiolos que dominaba, y el de los pelucones o serviles que hacía la oposición. Los estanqueros entraron en liza formando causa común con estos últimos porque eran propiamente una fracción de los pelucones, por sus principios e intereses, y porque su misión no tenía otro fin que derrocar a la administración que les había arrancado el monopolio del estanco.

Portales se había instalado en Santiago después de haberse apartado de la sociedad comercial a que pertenecía, la cual, pasados algunos meses, hizo una bancarrota como de dos millones, la más estupenda que hasta entonces había tronado en estos contornos. Pero el protagonista, cambiando de traje, se había hecho periodista en consorcio con Benavente, el ex ministro de la contrata, y otros tres amigos y antiguos cofrades suyos. De esta comparsa salió el Hambriento, papel público sin período, sin literatura, impolítico, pero provechoso y chusco, según se titulaba él mismo, y que se publicó en diez números desde diciembre de 1827 hasta marzo del año siguiente.

No se sabe asertivamente si don Diego Portales escribía, pero si lo hubiera hecho en tal papel, mala muestra de su destreza literaria nos habría dejado, porque no hay allí un solo artículo que contenga principios, ni ideas serias, ni siquiera la dilucidación de alguna cuestión social, política, administrativa o religiosa, o de mejora local. No hay nada, sino una serie de pasquines en cada número contra las personas influyentes de la administración, y precisamente debe a esto la celebridad que ha traído hasta nuestros días.

El público de entonces se aficionó a cierto gracejo con que el Hambriento ridiculizaba a los pipiolos, poniéndoles apodos, notándoles sus defectos personales y hasta sus faltas privadas y sus vicios: pero aún ese gracejo era una imitación del Granizo de Buenos Aires, y estaba muy lejos de atenuar la injuria o de disfrazar la diatriba que hacía el fondo de todos los artículos en prosa y verso, todos ellos pequeños y de corto aliento, que se publicaban en el periódico estanquero. Con todo, éste excusaba su odioso abuso de la libertad de imprenta, asegurando que se proponía corregir de ese modo el desenfreno y la licencia: “Tiempo vendrá, decía, anunciando como un profeta la ley de 1846, en que los severos aristarcos que hoy declaman contra la acritud de mi sátira, gozando de imperturbable sosiego bajo la tuición benéfica de un reglamento de imprenta que proteja la bienhechora libertad y contenga el abuso del más apreciable derecho, sean los primeros en bendecir mis esfuerzos para proporcionar al país un bien que tanto influye en su ilustración y en su dicha. Esto supuesto, caiga el que cayere y ande la bola”.

Pero el Hambriento no fue más que una escaramuza política que se acabó tan pronto como sus autores se intimaron con los pelucones y comenzaron con ellos a conspirar. Mientras se publicó, dirigía todos sus fuegos contra los pipiolos, enderezaba uno que otro tiro a los pelucones, llamándolos egoístas y burlándose de su apatía, de su corto empuje; y hallaba siempre todo lo honorable e inteligente en los estanqueros, pero sin hacer su elogio, sin escribir de propósito sobre ellos.

No obstante: es muy notable y significativo que ese papel no hubiese hecho jamás un ataque serio y directo a la administración del partido de los pipiolos, que él mismo clasifica en dos bandos, el de los pelagianos, compuesto, decía, de todos los vagos, haraganes, viciosos, aspirantes y tahúres; y el de los liberales, en que colocaba a la juventud ilustrada, a los viejos republicanos y a los hombres de saber que deseaban la reforma.

Sus ataques iban dirigidos ordinariamente a las personas, pero sobre los procederes de la administración no hacía más que sugerir sospechas, ora de malversación en las rentas, ora de planes políticos meditados en secreto. Para hablar de tiranías, tenía que escribir fantasías sobre las que se cometieron en la administración de O’Higgins, y para atacar los abusos de las elecciones de enero de 1828, necesitaba relatar los amaños de los partidarios del gobierno para multiplicar sus sufragios, sin hacer un solo cargo al ministerio. Y era que no había realmente cargos que hacer, y no quedaba otro arbitrio que sublevar el orgullo de nobleza de los pelucones contra los pipiolos vagos, impávidos y advenedizos que gobernaban; la altanería de los ricos contra la pobreza de los rateros que influían en los negocios públicos; el egoísmo y el fanatismo de unos y otros contra la temporalización de las propiedades de los regulares y contra la desvinculación de mayorazgos y otras reformas destinadas a la abolición de los privilegios y del monopolio.

El partido liberal había surgido naturalmente de las reacciones y peripecias políticas que pacíficamente se habían operado después de la caída de la administración O’Higgins, y sin violencia había llegado a colocarse en el gobierno de la república. Pero como no era exclusivo, ni debía su elevación a la guerra civil, ni a luchas violentas de partido, llamaba a la administración a todos los hombres capaces de contribuir con sus luces, su patriotismo o su prestigio, a la organización del Estado, sin desdeñar a los mismos que pocos días antes habían rechazado la causa de la independencia o servido ardientemente en las filas de los realistas. Por eso es que se veían figurar, durante el gobierno liberal, no solo en las comisiones de servicio público gratuito, sino hasta en los puestos más elevados de la administración, a los pelucones, a los O’Higginistas y Carrerinos, a los estanqueros, y aún a los realistas más apasionados. Ábranse los boletines de la época y se verán los nombres de los Ovalles, Errázuriz, Eyzaguirres, Ruiz Tagle, Viales, Meneses, Gandarillas y otros, que a renglón seguido figuran en el gobierno revolucionario de 1830, fulminando decretos contra los liberales, en cuyo consorcio habían aparecido la víspera.

Terminada la guerra de la independencia en 1826, humeando todavía los campos de batalla, y jadeante la república de cansancio y extenuación, los liberales se habían consagrado con más inteligencia y con más perseverancia y patriotismo que partido político alguno en América a la organización administrativa, y a la provisión de las necesidades más urgentes del orden social. Sin rentas para subvenir siquiera a las necesidades más premiosas, paralizada la industria en todas sus esferas, agotados los espíritus activos de la sociedad, en medio de pueblos extenuados, sin acción, sin porvenir, pobres, hambrientos, el gobierno sobre quien hacía llover sus diatribas el papel de los estanqueros, se afanaba por organizarlo todo y por satisfacer todas las aspiraciones por medio de medidas oportunas y rígidamente ajustadas al sistema democrático. En dos años, o menos, Borgoño en el Ministerio de Guerra y Marina, Rodríguez en el del Interior y Relaciones Exteriores, y Blanco en el de Hacienda, habían dado cima a la grande obra de la organización de la república.

El ejército de la independencia había sido reducido, sobre una base sencilla, a tres mil quinientos hombres de las tres armas; y todos los oficiales excluidos del servicio, por no tener colocación en la nueva planta, así como los retirados, habían obtenido, según las leyes de la reforma militar, en fondos públicos del seis por ciento, el valor total del sueldo de su empleo multiplicado por los dos tercios de los años que habían servido. El pago del ejército, la contabilidad, su disciplina, la organización de los tribunales de su fuero, y todos los demás puntos de este negociado, habían sido reglamentados con oportunidad y diligencia.

La división del territorio, el establecimiento de la policía de seguridad, la organización de las oficinas de la administración, desde el ministerio de Estado hasta las más subalternas; la de los tribunales de justicia, su modo de proceder, simplificando los trámites de los juicios ejecutivos por créditos hipotecarios y proveyendo a la pronta y recta administración de justicia en general; el fomento de los establecimientos de instrucción pública, la dotación de párrocos, la venta de los bienes de regulares, todos los vastos negociados que dependían entonces del Ministerio del Interior y Relaciones Exteriores, fueron reglamentados y proveídos con inteligencia y regularidad.

Pero en lo que más resplandeció la inteligente actividad de aquella corta administración, fue en los ramos de la hacienda pública: el comercio de cabotaje, el exterior, las aduanas, los diversos ramos de entradas fiscales, como el de patentes, papel sellado y otros; y sobre todo, el crédito público, el reconocimiento y arreglo de la deuda nacional, el buen régimen y orden de las oficinas de contabilidad, todo eso y mucho más trae su organización desde ese período que corre desde 1827 a 1829, y eleva a un alto rango la capacidad de don Ventura Blanco, que, como Ministro de hacienda, se dedicó a tan difíciles negocios de la administración.

La sublevación militar que destronó a los liberales en 1829, vino a encontrar en pié todos esos preciosos trabajos, todas esas leyes orgánicas y reglamentos que han servido de base a los progresos ulteriores, y muchos de los cuales nos rigen hasta hoy. Todavía más, halló también terminada la organización política de la república: el Congreso liberal, instalado el 25 de febrero de 1828, había cerrado sus sesiones el 2 de febrero de 1829, después de haber dado la Constitución de la república y las leyes principales para su planificación, inclusa [incluida] la ley sobre abusos de libertad de imprenta, la mejor y más sabia que hasta ahora se haya dictado en los estados que han tenido la pretensión de reglamentar el uso de la palabra escrita. Pero nada más digno de atención entre esos trabajos políticos que la Constitución sancionada por aquel Congreso: no es esta la ocasión oportuna de analizarla; pero sí lo es de expresar un voto de admiración y gratitud por aquellos legisladores que, con tanto desinterés como patriotismo, pudieron elevarse lo bastante para consignar en su código los principios más sanos de la ciencia política, y organizar su república democrática del modo más practicable y provechoso.

Como entre nosotros se olvida siempre la historia de ayer, la generación presente no tiene ni siquiera la idea de que aquel gobierno liberal hubiese completado en pocos meses la organización del Estado, en medio de las penurias y zozobras, de la pobreza y de las oscilaciones políticas. Se ha hecho creer generalmente que la administración de los pipiolos era el tipo del desorden, de la dilapidación, de la injusticia y de la arbitrariedad. Pero semejantes acusaciones, hijas de la mala fe o de la ignorancia, caen al suelo cuando se hojean los boletines de las leyes de esa época y se estudia un poco la historia. Los mismos autores del trastorno no se atrevieron siquiera a formularlas: los periódicos opositores de entonces respetaron los hechos, aunque ultrajaron a las personas; y la junta revolucionaria, que se constituyó en Santiago, justificaba el movimiento reaccionario en su circular de 7 de enero de 1830, solo por las infracciones de la Constitución de que acusaba a los liberales, cuando la revolución misma no había dejado lugar a que la Constitución rigiese en los pocos meses de vida que tenía. “La Constitución, decía la circular, que había sufrido escandalosas infracciones en los actos electivos, las sufrió mayores y más irreparables, por las Cámaras que de ellos procedieron. Apenas fue reunida una minoría, cuando principiaron los abusos, en la violenta e ilegal traslación del Congreso al puerto de Valparaíso, teatro destinado para la representación de escenas quo no podrían creerse, si no hubiesen sido tan públicas”. La Junta enumeraba estas infracciones para deducir, como una consecuencia precisa de ellas que la Constitución estaba suspensa y que careciendo la república de un gobierno general, era preciso infringirla más todavía, nombrando un Congreso de plenipotenciarios que arreglase las cosas de otro modo.

Todos estos hechos nos comprueban claramente que si Portales abandonó tan luego el campo de la prensa, fue porque vio que el Hambriento no servía a sus propósitos, desde que no podía sublevar la opinión contra un gobierno que estaba defendido por su patriotismo, por su inteligente actividad, por su desinterés y su pureza. Era preciso conspirar para derrocar a ese gobierno, y valía mucho más que la prensa; la palabra hablada al oído, los amaños y evoluciones secretas con que podían recalentarse las pasiones y avivar los intereses egoístas que el sistema liberal ponía en derrota y en conflicto.

Desde entonces perdemos de vista a nuestro protagonista y no podemos recoger su historia sino en los chismes y consejas que la tradición nos ha comunicado. Háblase de logias secretas, de reuniones políticas en casa de algún magnate pelucón, alrededor de una mesa cubierta de un tapete, en cuyo centro brillaba una ancha confitera de plata, mientras que el mate de lo mismo circulaba de mano en mano. Dícese de conciliábulos, de orgías, de ponchadas, en las cuales siempre se conquistaba algún prosélito y se brindaba con calor por la ruina de los pipiolos y pelagianos; pero todo eso no es de esta investigación histórica, en que nos proponemos estudiar a un hombre por sus hechos públicos, una época por sus ideas y sucesos, y no por los detalles que son del dominio de las memorias o que sientan bien en los romances.

Lo que tienen de a propósito esas historietas de tradición, es que nos presentan siempre a don Diego Portales dirigiéndolo y dominándolo todo. Él no se insinuaba en el corazón de los hombres que deseaba hacer servir a sus miras, sino que los asaltaba con tono brusco y con chanzas pesadas las más veces, y les inspiraba confianza por su franqueza y con su osadía. Los viejos pelucones le cedían naturalmente 1ª iniciativa, los jóvenes de su edad lo celebraban y se inspiraban en su charla, y los subalternos se le humillaban y le servían, porque hallaban en él largueza y al mismo tiempo predominio. Portales había aumentado su círculo, agregando a los redactores del Hambriento, dos hombres que para él eran de gran valor por sus ideas y su carácter, Meneses, el asesor de Marcó, y Rodríguez Aldea, que unía a un título análogo, en servicio de los españoles, el de haber sido el ministro íntimo de O’Higgins.

Estos dos nuevos prosélitos eran los fautores y agentes principales de la conjuración. Alguno de los otros había vuelto a la prensa periódica, porque era necesario aprovechar ciertas variantes de la situación para desprestigiar al gobierno que comenzaba a fluctuar. Como la conspiración surtía efecto, ya habían sido descubiertos algunos motines militares y otros habían abortado. El gobierno había ensayado sin tino la clemencia y el rigor, y al lado de los patíbulos de Trujillo, Paredes y Villegas, oficiales subalternos sorprendidos en conspiraciones militares, había puesto el perdón de otros conspiradores más tenaces y el disimulo de las faltas y de las traiciones de personajes que contaba por amigos.

Portales y los suyos aprovechaban todas estas fluctuaciones y la ciega y descuidada confianza de los gobernantes, para extender sus planes de conjuración hasta el ejército del Sur. El general Prieto, que lo mandaba y que había sido colocado allí mediante las intrigas d e los pelucones O’Higginistas, tomó a su cargo la ejecución de los planes liberticidas de los conspiradores.

El ejército del Sur marchó sobre la capital, aclamando la libertad de los pueblos y apellidando la defensa de la Constitución. La sangre de más de dos mil víctimas iba a sellar el triunfo de los pelucones y estanqueros, sobre la administración liberal; y Portales debía trocar su papel de conspirador por el de Ministro de Estado. Vamos a estudiarlo en esta segunda faz de su vida pública.



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