Doctor Angelicus/Capítulo III
Capítulo III
En el ínterin, como dice un orador que yo, conozco; en el ínterin, Pánfilo no pensaba más que en encontrarle el quid divinum a su mujer, sin que se ocurriera dar con el quid de la dificultad.
Y así como Don Quijote averiguó al cabo que éste, y no otro, era el nombre significativo que convenía a la altura y calidad de sus proezas, Pánfilo entendió que Eufemia se distinguía por un delicadísimo gusto, que la inclinaba a lo más espiritual y sublime, a la quinta esencia de los afectos sin nombre, cuyos misteriosos matices jamás traducirán las bellas artes, ni la más profunda armonía, ni la lírica mejor inspirada. Oigamos, o mejor, leamos a don Pánfilo:
«Pasan por el alma a veces extraños y sublimes sueños, adivinaciones de verdades del cielo, amorosas ansias, que no son, sin embargo, como la pasión ciega, sino como luz que estuviera enamorada del calor; pues todo esto es lo que siente y comprende Eufemia, mi mujercita, con maravillosa intuición. Sabe prescindir de la apariencia de las cosas, remontarse a la región ideal, que, con ser ideal, es lo más real de todo. ¿Por qué me quiere a mí, sino por eso? Porque lee en mis ojos, tristes y apagados, el fuego que por dentro me devora. Un día me preguntó: 'Si yo no te hubiera querido, ¿qué habrías hecho tú?' '¿Qué? -respondí-. Primero, llorar mucho, querer morirme y mirar de hito en hito a las estrellas; mirándolas, pensaría muchas cosas; me acordaría de mi infancia, de mi madre, de mi Dios, a quien adoré de niño, a quien olvidé de joven y a quien busco de viejo; y pensando estas cosas, no me olvidaría de ti, no, eso es imposible; sino que, mezclándote con todas ellas, poniéndote sobre todas, viendo bien claro, como lo vería, que las distancias de este mundo, así en el espacio como en el tiempo, como en las formas, como en los sentimientos, son aparentes, y que todo acaba por juntarse, entenderse y quererse, viendo esto, me consolaría, y, resignado, me pondría a estudiar mucho, mucho, para amar mucho y esperar mucho, y tener la seguridad de acercarme a ti al fin y al cabo, no sé dónde, ni sé cuándo, pero algún día, en algún lugar, donde Dios quisiera.'
»Cuando Eufemia me oyó hablar así no replicó; pero cerró los ojos, y se quedó sintiendo y pensando todas esas cosas inefables que pasan por su alma en algunos momentos de extática contemplación. Cuando despertó de su embeleso, que bien habría durado una hora, me dirigió una dulce sonrisa y me dio un abrazo; pero nada dijo. ¿Qué había de decir? Me había comprendido, había penetrado la sublimidad de mi amor; eso bastaba.
»Aquella tarde vino a buscarla su primo González para ir a la Casa de Campo; ella no quería ir, pero al fin consintió a una insinuación mía, y se despidió de mí, como si fuera al otro mundo. Y era que en aquel día inolvidable estaban tan unidas nuestras almas, que toda separación era dolorosísima.
»El alma de mi Eufemia es éter puro. ¡Cómo la quiero! Ella me inspira este buen ánimo que necesito para seguir, sin desmayar, en la formidable obra emprendida; quiero acabar para siempre con toda clase de pesimismo; quiero poner en su punto y en lo cierto la dignidad de la vida, la perfección de lo creado y la evidencia con que se presenta a mis ojos la finalidad de todo lo que existe, finalidad real a pesar del constante progreso y de la variedad infinita. Voy ahora a esperar a Eufemia, que debe de volver con su primo de los toros. Llevarla a los toros ha sido demasiada exigencia; pero como la otra vez yo la reprendí porque no era más amable con González, en esta ocasión se anticipó la pobrecita a los que consideraba mis deseos. ¡Como no vuelva desmayada!»
Lo que va entre comillas es extracto de un diario inédito.