Doña Rosita la soltera/Acto II


Salón de la casa de doña ROSITA. Al fondo el jardín.


SEÑOR X.— Pues yo siempre seré de este siglo.

TÍO.— El siglo que acabamos de empezar será un siglo materialista.

SEÑOR X.— Pero de mucho más adelanto que el que se fue. Mi amigo, el señor Longoria, de Madrid, acaba de comprar un automóvil con el que se lanza a la fantástica velocidad de treinta kilómetros por hora; y el sha de Persia, que por cierto es un hombre muy agradable, ha comprado también un Panhard Levassor de veinticuatro caballos.

TÍO.— Y digo yo: ¿adónde van con tanta prisa? Ya ve usted lo que ha pasado en la carrera París-Madrid, que ha habido que suspenderla, porque antes de llegar a Burdeos se mataron todos los corredores.

SEÑOR X.— El conde Zboronsky, muerto en el accidente, y Marcel Renault, o Renol, que de ambas maneras suele y puede decirse, muerto también en el accidente, son mártires de la ciencia, que serán puestos en los altares el día en que venga la religión de lo positivo. A Renol lo conocí bastante. ¡Pobre Marcelo!

TÍO.— No me convencerá usted. (Se sienta.)

SEÑOR X.— (Con el pie puesto en la silla y jugando con el bastón.) Superlativamente; aunque un catedrático de Economía Política no puede discutir con un cultivador de rosas. Pero hoy día, créame usted, no privan los quietísmos ni las ideas «oscurantistas». Hoy día se abren camino un Juan Bautista Say, o Se, que de ambas maneras suele y puede decirse, o un conde León Tulstuá, vulgo Tolstoi, tan galán en la forma como profundo en el concepto, yo me siento en la Polis viviente; no soy partidario de la Natura Naturata.

TÍO.— Cada uno vive como puede o como sabe en esta vida diaria.

SEÑOR X.— Está entendido, la Tierra es un planeta mediocre, pero hay que ayudar a la civilización. Si Santos Dumont, en vez de estudiar Meteorología comparada, se hubiera dedicado a cuidar rosas, el aeróstato dirigible estaría en el seno de Brahma.

TÍO.— (Disgustado.) La botánica también es una ciencia.

SEÑOR X.— (Despectivo.) Sí, pero aplicada; para estudiar jugos de la Anthemis olorosa, o el ruibarbo, o la enorme pulsátila, o el narcótico de la Datura Stramonium.

TÍO.— (Ingenuo.) ¿Le interesan a usted esas plantas?

SEÑOR X.— No tengo el suficiente volumen de experiencia sobre ellas. Me interesa la cultura, que es distinto. «Voilá». (Pausa.) ¿Y... Rosita?

TÍO.— ¿Rosita? (Pausa. En voz alta.) ¡Rosita!..

VOZ.— (Dentro.) No está.

TÍO.— No está.

SEÑOR X.— Lo siento.

TÍO.— Yo también. Como es su santo, habrá salido a rezar los cuarenta credos.

SEÑOR X.— Le entrega usted de mi parte este pendentif. Es una Torre Eiffel de nácar sobre dos palomas que llevan en sus picos la rueda de la industria.

TÍO.— Lo agradecerá mucho.

SEÑOR X.— Estuve por haberla traído un cañoncito de plata por cuyo agujero se veía la Virgen de Lurdes, o Lourdes, o una hebilla para el cinturón hecha con una serpiente y cuatro libélulas, pero preferí lo primero por ser de más gusto.

TÍO.— Gracias.

SEÑOR X.— Encantado de su favorable acogida.

TÍO.— Gracias.

SEÑOR X.— Póngame a los pies de su señora esposa.

TÍO.— Muchas gracias.

SEÑOR X.— Póngame a los pies de su encantadora sobrinita, a la que deseo venturas en su celebrado onomástico.

TÍO.— Mil gracias.

SEÑOR X.— Considéreme seguro servidor suyo.

TÍO.— Un millón de gracias.

SEÑOR X.— Vuelvo a repetir...

TÍO.— Gracias, gracias, gracias.

SEÑOR X.— Hasta siempre. (Se va.)

TÍO.— (A voces.) Gracias, gracias, gracias.

AMA.— (Sale riendo.) No sé cómo tiene usted paciencia. Con este señor y con el otro, don Confucio Montes de Oca, bautizado en la logia número cuarenta y tres, va a arder la casa un día.

TÍO.— Te he dicho que no me gusta que escuches las conversaciones.

AMA.— Eso se llama ser desagradecido. Estaba detrás de la puerta, sí, señor, pero no era para oír, sino para poner una escoba boca arriba y que el señor se fuera.

TÍA.— ¿Se fue ya?

TÍO.— Ya. (Entra.)

AMA.— ¿También éste pretende a Rosita?

TÍA.— Pero ¿por qué hablas de pretendientes? ¡No conoces a Rosita!

AMA.— Pero conozco a los pretendientes.

TÍA.— Mi sobrina está comprometida.

AMA.— No me haga usted hablar, no me haga usted hablar, no me haga usted hablar, no me haga usted hablar.

TÍA.— Pues cállate.

AMA.— ¿A usted le parece bien que un hombre se vaya y deje quince años plantada a una mujer que es la flor de la manteca? Ella debe casarse. Ya me duelen las manos de guardar mantelerías de encaje de Marsella y juegos de cama adornados de guipure y caminos de mesa y cubrecamas de gasa con flores de realce. Es que ya debe usarlos y romperlos, pero ella no se da cuenta de cómo pasa el tiempo. Tendrá el pelo de plata y todavía estará cosiendo cintas de raso liberti en los volantes de su camisa de novia.

TÍA.— Pero ¿por qué te metes en lo que no te importa?

AMA.— (Con asombro.) Pero si no me meto, es que estoy metida.

TÍA.— Yo estoy segura de que ella es feliz.

AMA.— Se lo figura. Ayer me tuvo todo el día acompañándola en la puerta del circo, porque se empeñó en que uno de los titiriteros se parecía a su primo.

TÍA.— ¿Y se parecía realmente?

AMA.— Era hermoso como un novicio cuando sale a cantar la primera misa, pero ya quisiera su sobrino tener aquel talle, aquel cuello de nácar y aquel bigote. No se parecía nada. En la familia de ustedes no hay hombres guapos.

TÍA.— ¡Gracias, mujer!

AMA.— Son todos bajos y un poquito caídos de hombros.

TÍA.— ¡Vaya!

AMA.— Es la pura verdad, señora. Lo que pasó es que a Rosita le gustó el saltimbanqui, como me gustó a mí y como le gustaría a usted. Pero ella lo achaca todo al otro. A veces me gustaría tirarle un zapato a la cabeza. Porque de tanto mirar al cielo se le van a poner los ojos de vaca.

TÍA.— Bueno; y punto final. Bien esta que la zafia hable, pero que no ladre.

AMA.— No me echará usted en cara que no la quiero.

TÍA.— A veces me parece que no.

AMA.— El pan me quitaría de la boca y la sangre de las venas, si ella me los deseara.

TÍA.— (Fuerte.) ¡Pico de falsa miel! ¡Palabras!

AMA.— (Fuerte.) ¡Y hechos! Lo tengo demostrado, ¡y hechos! La quiero mas que usted.

TÍA.— Eso es mentira.

AMA.— (Fuerte.) ¡Eso es verdad!

TÍA.— ¡No me levantes la voz!

AMA.— (Alto.) Para eso tengo la campanilla de la lengua.

TÍA.— ¡Cállese, mal educada!

AMA.— Cuarenta años llevo al lado de usted.

TÍA.— (Casi llorando.) ¡Queda usted despedida!

AMA.— (Fortísimo.) ¡Gracias a Dios que la voy a perder de vista!

TÍA.— (Llorando.) ¡A la calle inmediatamente!

AMA.— (Rompiendo a llorar.) ¡A la calle!

(Se dirige llorando a la puerta y al entrar se le cae un objeto. Las dos están llorando.) (Pausa.)

TÍA.— (Limpiándose las lagrimas y dulcemente.) ¿Qué se te ha caído?

AMA.— (Llorando.) Un portatermómetro, estilo Luis Quince.

TÍA.— ¿Sí?

AMA.— Sí, señora. (Llora.)

TÍA.— ¿A ver?

AMA.— Para el santo de Rosita. (Se acerca.)

TÍA.— (Sorbiendo.) Es una preciosidad.

AMA.— (Con voz de llanto.) En medio del terciopelo hay una fuente hecha con caracoles de verdad; sobre la fuente, una glorieta de alambre con rosas verdes; el agua de la taza es un grupo de lentejuelas azules, y el surtidor es el propio termómetro. Los charcos que hay alrededor están pintados al aceite, y encima de ellos bebe un ruiseñor todo bordado con hilo de oro. Yo quise que tuviera cuerda y cantara, pero no pudo ser.

TÍA.— No pudo ser.

AMA.— Pero no hace falta que cante. En el jardín los tenemos vivos.

TÍA.— Es verdad. (Pausa.) ¿Para qué te has metido en esto?

AMA.— (Llorando.) Yo doy todo lo que tengo por Rosita.

TÍA.— ¡Es que tú la quieres como nadie!

AMA.— Pero después de usted.

TÍA.— No. Tú le has dado tu sangre.

AMA.— Usted le ha sacrificado su vida.

TÍA.— Pero yo lo he hecho por deber y tú por generosidad.

AMA.— (Más fuerte.) ¡No diga usted eso!

TÍA.— Tú has demostrado quererla más que nadie.

AMA.— Yo he hecho lo que haría cualquiera en mi caso. Una criada. Ustedes me pagan y yo sirvo.

TÍA.— Siempre te hemos considerado como de la familia.

AMA.— Una humilde criada que da lo que tiene y nada más.

TÍA.— Pero ¿me vas a decir que nada más?

AMA.— ¿Y soy otra cosa?

TÍA.— (Irritada.) Eso no lo puedes decir aquí. Me voy por no oírte.

AMA.— (Irritada.) Y yo también.

(Salen rápidas una por cada puerta. Al salir, la TÍA se tropieza con el TÍO.)

TÍO.— De tanto vivir juntas, los encajes se os hacen espinas.

TÍA.— Es que quiere salirse siempre con la suya.

TÍO.— No me expliques, ya me lo sé todo de memoria... Y sin embargo no puedes estar sin ella. Ayer oí cómo le explicabas con todo detalle nuestra cuenta corriente en el Banco. No te sabes quedar en tu sitio. No me parece conversación lo más a propósito para una criada.

TÍA.— Ella no es una criada.

TÍO.— (Con dulzura.) Basta, basta, no quiero llevarte la contraria.

TÍA.— Pero ¿es que conmigo no se puede hablar?

TÍO.— Se puede, pero prefiero callarme.

TÍA.— Aunque te quedes con tus palabras de reproche.

TÍO.— ¿Para qué voy a decir nada a estas alturas? Por no discutir soy capaz de hacerme la cama, de limpiar mis trajes con jabón de palo y cambiar las alfombras de mi habitación.

TÍA.— No es justo que te des ese aire de hombre superior y mal servido, cuando todo en esta casa está supeditado a tu comodidad y a tus gustos.

TÍO.— (Dulce.) Al contrario, hija.

TÍA.— (Seria.) Completamente. En vez de hacer encajes, podo las plantas. ¿Qué haces tú por mí?

TÍO.— Perdona. Llega un momento en que las personas que viven juntas muchos años hacen motivo de disgusto y de inquietud las cosas más pequeñas, para poner intensidad y afanes en lo que está definitivamente muerto. Con veinte años no teníamos estas conversaciones.

TÍA.— No. Con veinte años se rompían los cristales...

TÍO.— Y el frío era un juguete en nuestras manos.


(Aparece ROSITA. Viene vestida de rosa. Ya la moda ha cambiado de mangas de jamón a 1900. Falda en forma de campanela. Atraviesa la escena, rápida, con unas tijeras en la mano. En el centro se para.)


ROSITA.— ¿Ha llegado el cartero?

TÍO.— ¿Ha llegado?

TÍA.— No sé. (A voces.) ¿Ha llegado el cartero? (Pausa.) No, todavía no.

ROSITA.— Siempre pasa a estas horas.

TÍO.— Hace rato debió llegar.

TÍA.— Es que muchas veces se entretiene.

ROSITA.— El otro día me lo encontré jugando al uni-uni-doli-doli con tres chicos y todo el montón de cartas en el suelo.

TÍA.— Ya vendrá.

ROSITA.— Avisadme. (Sale rápida)

TÍO.— Pero ¿dónde vas con esas tijeras?

ROSITA.— Voy a cortar unas rosas.

TÍO.— (Asombrado.) ¿Cómo? ¿Y quién te ha dado permiso?

TÍA.— Yo. Es el día de su santo.

ROSITA.— Quiero poner en las jardineras y en el florero de la entrada.

TÍO.— Cada vez que cortáis una rosa es como si me cortaseis un dedo. Ya sé que es igual. (Mirando a su mujer.) No quiero discutir. Sé que duran poco. (Entra el AMA.) Así lo dice el vals de las rosas, que es una de las composiciones mas bonitas de estos tiempos, pero no puedo reprimir el disgusto que me produce verlas en los búcaros. (Sale de escena.)

ROSITA.— (Al AMA.) ¿Vino el correo?

AMA.— Pues para lo único que sirven las rosas es para adornar las habitaciones.

ROSITA.— (Irritada.) Te he preguntado si ha venido el correo.

AMA.— (Irritada.) ¿Es que me guardo yo las cartas cuando vienen?

TÍA.— Anda, corta las flores.

ROSITA.— Para todo hay en esta casa una gotita de acíbar.

AMA.— Nos encontramos el rejalgar por los rincones. (Sale de escena.)

TÍA.— ¿Estas contenta?

ROSITA.— No sé.

TÍA.— ¿Y eso?

ROSITA.— Cuando no veo la gente estoy contenta, pero como la tengo que ver...

TÍA.— ¡Claro! No me gusta la vida que llevas. Tu novio no te exige que seas hurona. Siempre me dice en las cartas que salgas.

ROSITA.— Pero es que en la calle noto cómo pasa el tiempo, y no quiero perder las ilusiones. Ya han hecho otra casa nueva en la placeta. No quiero enterarme de cómo pasa el tiempo.

TÍA.— ¡Claro! Muchas veces te he aconsejado que escribas a tu primo y que te cases aquí con otro. Tú eres alegre. Yo sé que hay muchachos y hombres maduros enamorados de ti.

ROSITA.— ¡Pero, tía! Tengo las raíces muy hondas, muy bien hincadas en mi sentimiento. Si no viera a la gente, me creería que hace una semana que se marchó. Yo espero como el primer día. Además, ¿qué es un año, ni dos, ni cinco? (Suena una campanilla.) El correo.

TÍA.— ¿Qué te habrá mandado?

AMA.— (Entrando en escena.) Ahí están las solteronas cursilonas.

TÍA.— ¡María Santísima!

ROSITA.— Que pasen.

AMA.— La madre y las tres niñas. Lujo por fuera y para la boca unas malas migas de maíz. ¡Qué azotazo en el... les daba...! (Sale de escena.)


(Entran las tres cursilonas y su mamá. Las tres solteronas vienen con inmensos sombreros de plumas malas, trajes exageradísimos, guantes hasta el codo con pulseras encima y abanicos pendientes de largas cadenas. La madre viste de negro pardo con un sombrero de viejas cintas moradas.)


MADRE.— Felicidades. (Se besan.)

ROSITA.— Gracias. (Besa a las solteronas.) ¡Amor! ¡Caridad! ¡Clemencia!

SOLTERONA 1ª.— Felicidades.

SOLTERONA 2ª.— Felicidades.

SOLTERONA 3ª.— Felicidades.

TÍA.— (A la MADRE.) ¿Cómo van esos pies?

MADRE.— Cada vez peor. Si no fuera por éstas, estaría siempre en casa. (Se sientan.)

TÍA.— ¿No se da usted las friegas con alhucemas?

SOLTERONA 1ª.— Todas las noches.

SOLTERONA 2ª.— Y el cocimiento de malvas.

TÍA.— No hay reuma que resista.


(Pausa.)


MADRE.— ¿Y su esposo?

TÍA.— Está bien, gracias.


(Pausa.)


MADRE.— Con sus rosas.

TÍA.— Con sus rosas.

SOLTERONA 3ª.— ¡Qué bonitas son las flores!

SOLTERONA 2ª.— Nosotras tenemos en una maceta un rosal de San Francisco.

ROSITA.— Pero las rosas de San Francisco no huelen.

SOLTERONA 1ª.— Muy poco.

MADRE.— A mí lo que mas me gusta son las celindas.

SOLTERONA 3ª.— Las violetas son también preciosas.


(Pausa.)


MADRE.— Niñas, ¿habéis traído la tarjeta?

SOLTERONA 3ª.— Si. Es una niña vestida de rosa, que al mismo tiempo es barómetro. El fraile con la capucha está ya muy visto. Según la humedad, las faldas de la niña, que son de papel finísimo, se abren o se cierran.

ROSITA.— (Leyendo.)
Una mañana en el campo
cantaban los ruiseñores
y en su cántico decían:
“Rosita, de las mejores.”
¿Para qué se han molestado ustedes?

TÍA.— Es de mucho gusto.

MADRE.— ¡Gusto no me falta; lo que me falta es dinero!

SOLTERONA 1ª.— ¡Mamá...!

SOLTERONA 2ª.— ¡Mamá...!

SOLTERONA 3ª.— ¡Mamá...!

MADRE.— Hijas, aquí tengo confianza. No nos oye nadie. Pero usted lo sabe muy bien: desde que faltó mi pobre marido hago verdaderos milagros para administrar la pensión que nos queda. Todavía me parece oír al padre de estas hijas cuando, generoso y caballero como era, me decía: "Enriqueta, gasta, gasta, que yo gano setenta duros"; ¡pero aquellos tiempos pasaron! A pesar de todo, nosotras no hemos descendido de clase. ¡Y qué angustia he pasado, señora, para que estas hijas puedan seguir usando sombrero! ¡Cuántas lágrimas, cuántas tristezas por una cinta o un grupo de bucles! Esas plumas y esos alambres me tienen costado muchas noches en vela.

SOLTERONA 3ª.— ¡Mamá.. !

MADRE.— Es la verdad, hija mía. No nos podemos extralimitar lo más mínimo. Muchas veces les pregunto: "¿Qué queréis, hijas de mi alma: huevo en el almuerzo o silla en el paseo?" Y ellas me responden las tres a la vez: "Sillas."

SOLTERONA 3ª.— Mamá, no comentes más esto. Todo Granada lo sabe.

MADRE.— Claro, ¿qué van a contestar? Y allá vamos con unas patatas y un racimo de uvas, pero con capa de mongolia o sombrilla pintada o blusa de popelinette, con todos los detalles. Porque no hay más remedio. ¡Pero a mi me cuesta la vida! Y se me llenan los ojos de lágrimas cuando las veo alternar con las que pueden.

SOLTERONA 2ª.— ¿No vas ahora a la Alameda, Rosita?

ROSITA.— No.

SOLTERONA 3ª.— Allí nos reunimos siempre con las de Ponce de León, con las de Herrasti y con las de la baronesa de Santa Matilde de la Bendición Papal. Lo mejor de Granada.

MADRE.— ¡Claro! Estuvieron juntas en el colegio de la Puerta del Cielo.


(Pausa.)


TÍA.— (Levantándose.) Tomarán ustedes algo. (Se levantan todas.)

MADRE.— No hay manos como las de usted para el piñonate y el pastel de gloria.

SOLTERONA 1ª.— (A ROSITA.) ¿Tienes noticias?

ROSITA.— El último correo me prometía novedades. Veremos a ver éste.

SOLTERONA 3ª.— ¿Has terminado el juego de encajes valenciennes?

ROSITA.— ¡Toma! Ya he hecho otro de nansú con mariposa a la aguada.

SOLTERONA 2ª.— El día que te cases vas a llevar el mejor ajuar del mundo.

ROSITA.— ¡Ay, yo pienso que todo es poco! Dicen que los hombres se cansan de una si la ven siempre con el mismo vestido.

AMA.— (Entrando.) Ahí están las de Ayola, el fotógrafo.

TÍA.— Las señoritas de Ayola, querrás decir.

AMA.— Ahí están las señoronas por todo lo alto de Ayola, fotógrafo de Su Majestad y medalla de oro en la exposición de Madrid. (Sale.)

TÍA.— Hay que aguantarla; pero a veces me crispa los nervios. (Las solteronas están con ROSITA viendo unos paños.) Están imposibles.

MADRE.— Envalentonadas. Yo tengo una muchacha que nos arregla el piso por las tardes; ganaba lo que han ganado siempre: una peseta al mes y las sobras, que ya está bien en estos tiempos; pues el otro día se nos descolgó diciendo que quería un duro, ¡y yo no puedo!

TÍA.— No sé dónde vamos a parar.


(Entran las NIÑAS DE AYOLA, que saludan a ROSITA con alegría. Vienen con la moda exageradísima de la época y ricamente vestidas.)


ROSITA.— ¿No se conocen ustedes?

AYOLA 1ª.— De vista.

ROSITA.— Las señoritas de Ayola, la señora y señoritas de Escarpini.

AYOLA 1ª.— Ya las vemos sentadas en sus sillas del paseo. (Disimulan la risa.)

ROSITA.— Tomen asiento. (Se sientan las solteronas.)

TÍA.— (A las de Ayola.) ¿Queréis un dulcecito?

AYOLA 2ª.— No; hemos comido hace poco. Por cierto que yo tome cuatro huevos con picadillo de tomate, y casi no me podía levantar de la silla.

AYOLA 1ª.— ¡Que graciosa! (Ríen.)


(Pausa. Las Ayola inician una risa incontenible que se comunica a ROSITA, que hace esfuerzos por contenerse. Las cursilonas y su madre están serias. Pausa.)


TÍA.— ¡Qué criaturas!

MADRE.— ¡La juventud!

TÍA.— Es la edad dichosa.

ROSITA.— (Andando por la escena como arreglando cosas.) Por favor, callarse. (Se callan.)

TÍA.— (A la SOLTERONA 3ª.) ¿Y ese piano?

SOLTERONA 3ª.— Ahora estudio poco. Tengo muchas labores que hacer.

ROSITA.— Hace mucho tiempo que no te he oído.

MADRE.— Si no fuera por mí, ya se le habrían engarabitado los dedos. Pero siempre estoy con el tole tole.

SOLTERONA 2ª.— Desde que murió el pobre papá no tiene ganas. ¡Como a él le gustaba tanto!

AYOLA 2ª.— Me acuerdo que algunas veces se le caían las lágrimas.

SOLTERONA 1ª.— Cuando tocaba la tarantela de Popper.

SOLTERONA 2ª.— Y la plegaria de la Virgen.

MADRE.— ¡Tenía mucho corazón!


(Las Ayola, que han estado conteniendo la risa, rompen a reír en grandes carcajadas. ROSITA, vuelta de espaldas a las solteronas, ríe también, pero se domina.)

TÍA.— ¡Qué chiquillas!

AYOLA 1ª.— Nos reímos porque antes de entrar aquí...

AYOLA 2ª.— Tropezó ésta y estuvo a punto de dar la vuelta de campana...

AYOLA 1ª.— Y yo... (Ríen.)


(Las solteronas inician una leve risa fingida con un matiz cansado y triste.)


MADRE.— ¡Ya nos vamos!

TÍA.— De ninguna manera.

ROSITA.— (A todas.) ¡Pues celebremos que no te hayas caído! Ama, trae los huesos de Santa Catalina.

SOLTERONA 3ª.— ¡Qué ricos son!

MADRE.— El año pasado nos regalaron a nosotras medio kilo.


(El AMA entra con los huesos.)


AMA.— Bocados para gente fina. (A ROSITA.) Ya viene el correo por los alamillos.

ROSITA.— ¡Espéralo en la puerta!

AYOLA 1ª.— Yo no quiero comer. Prefiero una palomilla de anís.

AYOLA 2ª.— Y yo de agraz.

ROSITA.— ¡Tú siempre tan borrachilla!

AYOLA 1ª.— Cuando yo tenía seis años venía aquí y el novio de Rosita me acostumbró a beberlas. ¿No recuerdas, Rosita?

ROSITA.— (Sería.) ¡No!

AYOLA 2ª.— A mí, Rosita y su novio me enseñaban las letras A, B, C. ¿Cuánto tiempo hace de esto?

TÍA.— ¡Quince años!

AYOLA 1ª.— A mí, casi, casi, se me ha olvidado la cara de tu novio.

AYOLA 2ª.— ¿No tenía una cicatriz en el labio?

ROSITA.— ¿Una cicatriz? Tía, ¿tenía una cicatriz?

TÍA.— Pero ¿no te acuerdas, hija? Era lo único que le afeaba un poco.

ROSITA.— Pero no era una cicatriz; era una quemadura, un poquito rosada. Las cicatrices son hondas.

AYOLA 1ª.— ¡Tengo una gana de que Rosita se case!

ROSITA.— ¡Por Dios!

AYOLA 2ª.— Nada de tonterías. ¡Yo también!

ROSITA.— ¿Por qué?

AYOLA 1ª.— Para ir a una boda. En cuanto yo pueda, me caso.

TÍA.— ¡Niña!

AYOLA 1ª.— Con quien sea, pero no me quiero quedar soltera.

AYOLA 2ª.— Yo pienso igual.

TÍA.— (A la MADRE.) ¿Qué le parece a usted?

AYOLA 1ª.— ¡Ay! ¡Y si soy amiga de Rosita es porque sé que tiene novio! Las mujeres sin novio están pochas, recocidas, y todas ellas... (Al ver a las SOLTERONAS.) Bueno, todas, no; algunas de ellas... En fin, ¡todas están rabiadas!

TÍA.— ¡Ea! Ya está bien.

MADRE.— Déjela.

SOLTERONA 1ª.— Hay muchas que no se casan porque no quieren.

AYOLA 2ª.— Eso no lo creo yo.

SOLTERONA 1ª.— (Con intención.) Lo sé muy cierto.

AYOLA 2ª.— La que no se quiere casar deja de echarse polvos y ponerse postizos debajo de la pechera, y no se está día y noche en las barandillas del balcón atisbando la gente.

SOLTERONA 1ª.— ¡Le puede gustar tomar el aire!

ROSITA.— Pero ¡qué discusión más tonta! (Ríen forzadamente.)

TÍA.— Bueno. ¿Por qué no tocamos un poquito?

MADRE.— ¡Anda, niña!

SOLTERONA 1ª.— (Levantándose.) Pero ¿qué toco?

AYOLA 2ª.— Toca «¡Viva Frascuelo!».

SOLTERONA 2ª.— La barcarola de «La fragata Numancia».

ROSITA.— ¿Y por qué no «Lo que dicen las flores»?

MADRE.— ¡Ah, sí, «Lo que dicen las flores»! (A la TÍA.) ¿No la ha oído usted? Habla y toca al mismo tiempo. ¡Una preciosidad!

SOLTERONA 3ª.— También puedo decir «Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón los nidos a colgar».

AYOLA 1ª.— Eso es muy triste.

SOLTERONA 1ª.— Lo triste es bonito también.

TÍA.— ¡Vamos! ¡Vamos!

SOLTERONA 3ª.— (En el piano.)
Madre, llévame a los campos
con la luz de la mañana
a ver abrirse las flores
cuando se mecen las ramas.
Mil flores dicen mil cosas
para mil enamoradas,
y la fuente está contando
lo que el ruiseñor se calla.

ROSITA.—
Abierta estaba la rosa
con la luz de la mañana;
tan roja de sangre tierna,
que el rocío se alejaba;
tan caliente sobre el tallo,
que la brisa se quemaba;
¡tan alta!, ¡cómo reluce!
¡Abierta estaba!

SOLTERONA 3ª.—
"Sólo en ti pongo mis ojos",
el heliotropo expresaba.
"No te querré mientras viva",
dice la flor de la albahaca.
"Soy tímida", la violeta.
"Soy fría", la rosa blanca.
Dice el jazmín: "Seré fiel";
y el clavel: "¡Apasionada!"

SOLTERONA 2ª.—
El jacinto es la amargura;
el dolor, la pasionaria.

SOLTERONA 1ª.—
El jaramago, el desprecio;
y los lirios, la esperanza.

TÍA.—
Dice el nardo: "Soy tu amigo".
"Creo en ti", la pasionaria.
La madreselva te mece.
la siempreviva te mata.

MADRE.—
Siempreviva de la muerte,
flor de las manos cruzadas;
¡qué bien estas cuando el aire
llora sobre tu guirnalda!

ROSITA.—
Abierta estaba la rosa,
pero la tarde llegaba,
y un rumor de nieve triste
le fue pesando las ramas;
cuando la sombra volvía,
cuando el ruiseñor cantaba,
como una muerta de pena
se puso transida y blanca;
y, cuando la noche, grande
cuerno de metal sonaba
y los vientos enlazados
dormían en la montaña,
se deshojó suspirando
por los cristales del alba.

SOLTERONA 3ª.—
Sobre tu largo cabello
gimen las flores cortadas.
Unas llevan puñalitos;
otras, fuego, y otras, agua.

SOLTERONA 1ª.—
Las flores tienen su lengua
para las enamoradas.

ROSITA.—
Son celos el carambuco;
desdén esquivo, la dalia;
suspiros de amor, el nardo;
risa, la gala de Francia.
Las amarillas son odio;
el furor, las encarnadas;
las blancas son casamiento,
y las azules, mortaja.

SOLTERONA 3ª.—
Madre, llévame a los campos
con la luz de la mañana,
a ver abrirse las flores
cuando se mecen las ramas.


(El piano hace la última escala y se para.)


TÍA.— ¡Ay, qué preciosidad!

MADRE.— Saben también el lenguaje del abanico, el lenguaje de los guantes, el lenguaje de los sellos y el lenguaje de las horas. A mí se me pone la carne de gallina cuando dicen aquello:

Las doce dan sobre el mundo
con horrísono rigor;
de la hora de tu muerte
acuérdate, pecador.

AYOLA 1ª.— (Con la boca llena de dulce.) ¡Qué cosa más fea!

MADRE.— Y cuando dicen:
A la una nacemos,
la, ra, la, la,
y este nacer,
la, la, ran,
es como abrir los ojos,
lan,
en un vergel,
vergel, vergel.

AYOLA 2ª.— (A su hermana.) Me parece que la vieja ha empinado el codo. (A la madre.) ¿Quiere otra copita?

MADRE.— Con sumo gusto y fina voluntad, como se decía en mi época.


(ROSITA ha estado espiando la llegada del correo.)


AMA.— ¡El correo!


(Algazara general.)


TÍA.— Y ha llegado justo.

SOLTERONA 3ª.— Ha tenido que contar los días para que llegue hoy.

MADRE.— ¡Es una fineza!

AYOLA 2ª.— ¡Abre la carta!

AYOLA 1ª.— Más discreto es que la leas tú sola, porque a lo mejor te dice algo verde.

MADRE.— ¡Jesús!


(Sale ROSITA con la carta.)


AYOLA 1ª.— Una carta de un novio no es un devocionario.

SOLTERONA 3ª.— Es un devocionario de amor.

AYOLA 2ª.— ¡Ay, qué finoda! (Ríen las Ayola.)

AYOLA 1ª.— Se conoce que no ha recibido ninguna.

MADRE.— (Fuerte.) ¡Afortunadamente para ella!

AYOLA 1ª.— Con su pan se lo coma.

TÍA.— (Al AMA, que va a entrar con ROSITA.) ¿Dónde vas tú?

AMA.— ¿Es que no puedo dar un paso?

TÍA.— ¡Déjala a ella!

ROSITA.— (Saliendo.) ¡Tía! ¡Tía!

TÍA.— Hija, ¿qué pasa?

ROSITA.— (Con agitación.) ¡Ay, tía!

AYOLA 1ª.— ¿Qué?

SOLTERONA 3ª.— ¡Dinos!

AYOLA 2ª.— ¿Qué?

AMA.— ¡Habla!

TÍA.— ¡Rompe!

MADRE.— ¡Un vaso de agua!

AYOLA 2ª.— ¡Venga!

AYOLA 1ª.— Pronto.


(Algazara.)


ROSITA.— (Con voz ahogada.) Que se casa... (Espanto en todos.) Que se casa conmigo, porque ya no puede más, pero que...

AYOLA 2ª.— (Abrazándola.) ¡Olé! ¡Qué alegría!

AYOLA 1ª.— ¡Un abrazo!

TÍA.— Dejadla hablar.

ROSITA.— (Más calmada.) Pero como le es imposible venir por ahora, la boda será por poderes y luego vendrá él.

SOLTERONA 1ª.— ¡Enhorabuena!

MADRE.— (Casi llorando.) ¡Dios te haga lo feliz que mereces! (La abraza.)

AMA.— Bueno, y "poderes", ¿qué es?

ROSITA.— Nada. Una persona representa al novio en la ceremonia.

AMA.— ¿Y qué más?

ROSITA.— ¡Que está una casada!

AMA.— Y por la noche, ¿qué?

ROSITA.— ¡Por Dios!

AYOLA 1ª.— Muy bien dicho. Y por la noche, ¿qué?

TÍA.— ¡Niñas!

AMA.— ¡Que venga en persona y se case." ¡"Poderes"! No lo he oído decir nunca. La cama y sus pinturas temblando de frío, y la camisa de novia en lo más oscuro del baúl. Señora, no deje usted que los "poderes" entren en esta casa. (Ríen todos.) ¡Señora, que yo no quiero "poderes"!

ROSITA.— Pero él vendrá pronto. ¡Esto es una prueba más de lo que me quiere!

AMA.— ¡Eso! ¡Que venga y que te coja del brazo y que menee el azúcar de tu café y lo pruebe a ver si quema. (Risas.)


(Aparece el TÍO con una rosa.)


ROSITA.— ¡Tío!

TÍO.— Lo he oído todo, y casi sin darme cuenta he cortado la única rosa mudable que tenía en mi invernadero. Todavía estaba roja, abierta en el mediodía, es roja como el coral.

ROSITA.—
El sol se asoma a los vidrios
para verla relumbrar.

TÍO.— Si hubiera tardado dos horas más en cortarla te la hubiese dado blanca.

ROSITA.—
Blanca como la paloma
como la risa del mar;
blanca como el blanco frío
de una mejilla de sal.

TÍO.— Pero todavía, todavía tiene la brasa de su juventud.

TÍA.— Bebe conmigo una copita, hombre. Hoy es día de que lo hagas.


(Algazara. La SOLTERONA 3ª se sienta al piano y toca una polka. ROSITA está mirando la rosa. Las Solteronas 2ª y 1ª bailan con las Ayola y cantan.)

Porque mujer te vi
a la orilla del mar,
tu dulce languidez
me hacía suspirar,
y aquel dulzor sutil
de mi ilusión fatal
a la luz de la luna
lo viste naufragar.

(La TÍA y el TÍO bailan. ROSITA se dirige a la pareja SOLTERA 2 y AYOLA. Baila con la SOLTERA. La AYOLA bate palmas al ver a los viejos y el ama al entrar hace el mismo juego.)


TELÓN

Acto I
Acto II