Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo/Capítulo II

CAPÍTULO II

Río de Janeiro
Río de Janeiro.—Excursión al norte de Cabo Frío.—Gran evaporación.—Esclavitud.—Bahía de Botofogo.—Planarias terrestres.—Nubes en el Corcovado.—Aguacero.—Ranas músicas.—Insectos fosforescentes.—Poder de saltar de los elatéridos.—Bruma azul.—Ruido hecho por una mariposa,—Entomología.—Hormigas.—Avispa matando una araña.—Araña parásita.—Artificios de una Epeira.—Arañas gregarias.—Araña con tela asimétrica.

Río de Janeiro, 4 abril a 5 de julio 1832.—Pocos días después de nuestra llegada conocí a un inglés que iba a visitar su hacienda, situada a más de 160 kilómetros de la capital, hacia el norte de Cabo Frío.

Acepté del mejor grado su amable oferta de permitir que le acompañara.


8 de abril.—Los expedicionarios éramos siete. La primera etapa fué muy interesante. El día era calurosísimo, y mientras avanzábamos por los bosques todo yacía en letárgica inmovilidad, excepto las grandes y brillantes mariposas, que volaban de una parte a otra en perezosas ondulaciones. El panorama que se ofreció a nuestra vista al trasponer las alturas de detrás de Praia Grande era hermosísimo; el conjunto deslumbraba por su intenso colorido, en el que predominaba el azul turquí; el cielo y las tranquilas aguas de la bahía rivalizaban en esplendor. Después de pasar por una región cultivada, penetramos en un bosque, superior en magnificencia a todo lo que es dable imaginar. Llegamos a Ithacaia a eso del mediodía; este lugarejo se levanta en una llanura, y está formado por una casa central, a cuyo alrededor se agrupan las cabañas de los negros. La forma regular y posición de las últimas me recordaron los dibujos de las viviendas hotentotes en el sur de Africa. Como la Luna salía temprano, resolvimos partir la misma tarde, para ir a dormir en Lagoa Marica. Mientras obscurecía pasamos junto a una de las macizas, desnudas y escarpadas montañas de granito que son tan comunes en este país. Este sitio es célebre por haber servido de refugio durante largo tiempo a ciertos esclavos fugitivos, que cultivando un pequeño terreno en las cercanías de la cima lograban sacar lo necesario para su subsistencia. Con el tiempo fueron descubiertos, y, habiendo enviado un piquete de soldados, todos fueron hechos prisioneros, excepto una vieja, que, antes de volver a la esclavitud, prefirió arrojarse a un precipicio desde lo alto de la montana, quedando hecha pedazos. En una matrona romana, este rasgo se hubiera llamado el noble amor a la libertad; en una pobre negra, se califica de brutal obstinación. Continuamos cabalgando por algunas horas. En los últimos kilómetros el camino se hizo intrincado, pasando por un estéril desierto de pantanos y lagunas. El paisaje, contemplado a la débil luz de la Luna, era de suprema desolación. Junto a nosotros volaban algunas luciérnagas y la solitaria agachadiza lanzaba su grito plañidero al alzar el vuelo. El distante y monótono rugido del mar apenas interrumpía la silenciosa calma de la noche.


9 de abril.—Antes de salir el sol partimos del miserable lugar en que habíamos pernoctado. El camino pasaba por un estrecho llano arenoso, situado entre el mar y el interior, cubierto de lagunas saladas. Las numerosas aves pescadoras, de hermoso aspecto, tales como airones y garzas, junto con las suculentas plantas, que tomaban la forma más fantástica, daban al paisaje un interés que de otro modo no hubiera poseído. Los escasos árboles, achaparrados, aparecían cargados de plantas parásitas, entre las que despertaban suprema admiración la belleza y fragancia deliciosa de algunas orquídeas. Al subir el Sol, el día se hizo extremadamente caluroso, produciendo gran abatimiento la reflexión de la luz y el calor en la blanca arena. Comimos en Mandetiba; el termómetro marcaba a la sombra 29 grados centígrados. La hermosa vista de las lejanas y frondosas montañas, reflejada en la perfecta calma de un extenso lago, nos refrigeró y vigorizó. Como la venda [1] fué excelente y conservo todavía el grato, aunque raro, recuerdo de una magnífica comida, me mostraré agradecido presentando aquí esa hospedería como el prototipo de las de su clase. Con frecuencia son caserones de un solo piso, que es el bajo, y están construidos con machones verticales y ramaje entretejido cubierto de yeso. Nunca se ven en ellos ventanas con cristales, y de ordinario están muy bien techados. Por regla general, la parte del frontis tiene una amplísima entrada, que conduce a una especie de corredor o verandah, en el que se hallan colocadas las mesas y los bancos. Los dormitorios están dispuestos a los lados, y aquí el viajero ha de arreglárselas para dormir como pueda sobre una plataforma de tablas cubiertas por una esterilla. La venda propiamente dicha, donde se albergan los huéspedes, se levanta en medio de un corral, y hace de establo. Al llegar solíamos desenjaezar los caballos y echarles un pienso de maíz, y luego, con una profunda inclinación, rogábamos al senhor, o patrón, que tuviera a bien servirnos de comer. «Lo que usted quiera, señor», solía contestar. En un principio, cuando ignoraba las costumbres del país, más de una vez di gracias a la Providencia por habernos guiado a tan buenas personas. Pero tales sentimientos míos carecían de fundamento, porque al continuar la conversación averiguaba que las circunstancias no podían ser más deplorables: «¿Podrá usted ponernos algo de pesca?» «¡Oh! Eso no, señor.» «¿Hay pan?» «¡Ca! No, señor.» «¿Carne curada?» «Tampoco.» En el caso más venturoso, después de aguardar un par de horas, obteníamos pollos, arroz y farinha. A menudo nos veíamos obligados a matar a pedradas las gallinas que se habían de cocinar. Cuando, enteramente exhaustos por la fatiga y el hambre, indicábamos tímidamente que se nos sirviera la comida, la respuesta, dada con gran empaque, y aunque verdadera, era poco complaciente: «Se servirá cuando esté lista.» Si nos hubiéramos atrevido a replicar, se nos habría contestado que podíamos tomar el portante y seguir nuestro viaje, ya que éramos tan impertinentes. Difícil es hallar gente menos tratable y más desconsiderada que estos posaderos; con frecuencia se nota una suciedad repugnante en sus casas y personas; la falta de tenedores, cuchillos y cucharas presentables es cosa corriente, y tengo la seguridad de que en Inglaterra no hay tugurio ni casucha tan desprovisto de todo género de comodidades. Sin embargo, en Campos Novos lo pasamos en grande, pues se nos sirvieron pollos con arroz, galletas, vino y licores en la comida, café por la tarde, y de desayuno pesca con café. Todo ello, y un buen pienso para los caballos, costó solamente unas cinco pesetas por cabeza. Con todo eso, habiendo preguntado al patrón de esta posada si sabía algo de un látigo que uno de nuestros compañeros había perdido, contestó con aspereza: «¿De qué lo voy a saber? ¿Por qué no le han puesto a recado? Supongo que se lo habrán comido los perros.»

Salimos de Mandetiba y continuamos la marcha a través de un intrincado yermo lleno de lagos, en algunos de los cuales había conchas de agua dulce, y en otros, de agua salada. De la primera clase hallé una Limnæa, que era muy numerosa, en un lago donde, según me aseguraron las gentes del país, entra el mar una vez al año, y a veces más a menudo, llenándolo de agua salada. Estoy cierto de que en esta cadena de lagunas que bordea la costa del Brasil pueden observarse muchos e interesantes hechos relativos a los animales marinos y de agua dulce. Mr. Gay [2] afirma que en las cercanías de Río halló conchas de los géneros marinos Solen y Mytilus, junto con Ampullarias de agua dulce, conviviendo en agua salobre. También observé con frecuencia en la laguna próxima al Jardín Botánico, en la que el agua es poco menos salada que la del mar, una especie de Hydrophilus muy semejante al común en los charcos de Inglaterra; la única concha que había en dicha laguna pertenecía a un género que se encuentra generalmente en los estuarios.

Alejándonos de la costa por algún tiempo, volvimos a internarnos en el bosque. Los árboles eran altísimos, y notables, al compararlos con los de Europa, por la blancura de sus troncos. Veo en mi libro de memorias apuntada la observación: «Admirables y bellas plantas parásitas florecidas», y es que tan curiosos vegetales me impresionaban invariablemente como los objetos de mayor novedad en estos grandiosos paisajes. Prosiguiendo nuestro camino, pasamos por extensiones de pastos muy perjudicados por enormes hormigueros cónicos, de unos tres metros y medio de alto. El aspecto que daban a la planicie era el de los volcanes de lodo en el Jorullo, tales como Humboldt los describe. Llegamos a Engenhodo después de obscurecer, cuando llevábamos diez horas a caballo. Una de las cosas que me sorprendieron durante toda la jornada fué las grandes marchas que los caballos podían soportar, y si padecían algún accidente o percance se reponían mucho más pronto que los de raza inglesa. Los vampiros ocasionan a menudo grandes molestias mordiendo a los caballos en la cruz. La herida, de ordinario, no es tan temible por la pérdida de sangre como por la inflamación que el roce de la silla produce después. En Inglaterra se han puesto en duda estos hechos con todas sus circunstancias, por lo que me creí afortunado por haber presenciado que uno, el Desmodus d'Orbigny, fué cazado en el lomo de un caballo. Cuando vivaqueamos, ya tarde, una noche cerca de Coquimbo, en Chile, mi criado, al advertir que uno de los caballos estaba muy inquieto, fué a ver lo que pasaba, pareciéndole ver algo que se movía encima del animal le puso rápidamente la mano sobre la cruz, y cogió un vampiro. A la mañana siguiente el sitio donde estaba la mordedura se distinguía del resto por una hinchazón sanguinolenta. Tres días después viajé en este caballo sin que tuviera ninguna novedad.


13 de abril.—Después de caminar tres días llegamos a Socêgo, hacienda del señor Manuel Figuireda, que es pariente de uno de mis compañeros de excursión. La casa era sencilla, y aunque por su forma parecía un depósito o almacén de granos, se adaptaba, no obstante, a las condiciones del clima. Las butacas y sofás, de adornos dorados, que integraban el moblaje de la sala contrastaban con las enjalbegadas paredes, la techumbre de ramaje y las ventanas sin cristales. La casa, junto con los graneros, cuadras y talleres para los negros, a los que había enseñado varios oficios, formaba una especie de cuadrilátero mal trazado, en cuyo centro había un montón de café puesto a secar. Estos edificios se levantan en un cerro que domina al terreno cultivado, y les sirve de cerca por ambos lados un muro de espeso bosque de obscuro verdor. El producto principal en esta parte del país es el café. Cada árbol se supone que produce anualmente, por término medio, dos libras, pero los hay que dan hasta ocho. También la mandioca o cazabe [3] se cultiva en gran cantidad. Todo se utiliza en esta planta: las hojas y tallos sirven de pasto a los caballos, y las raíces, molidas, dan una pulpa que después de prensada, seca y tostada se convierte en farinha, principal artículo alimenticio en el Brasil.

Es un hecho curioso y bien conocido que el jugo de dicha planta, una de las más nutritivas que existen, es muy venenoso. Algunos años antes murió una vaca en esta fazenda [4] a consecuencia de haber bebido cierta cantidad de aquél. El señor Figuireda me dijo que había sembrado el año anterior un saco de alubias, o feijaos, y tres de arroz; el primero le produjo 80 y el segundo 320. Los pastos alimentan una hermosa raza de ganado vacuno, y en los bosques abunda la caza de tal modo, que en cada uno de los tres días precedentes se mató un ciervo. Esta abundancia de alimentos se puso de manifiesto en las comidas, donde si las mesas no gimieron, los convidados no pudieron menos de hacerlo al exigirles que probaran de todos los platos. Un día, habiendo calculado muy bien, a lo que creí, que podría probar de todo, vi llegar a última hora, en el colmo del desaliento, un pavo asado y un tostón en toda su substanciosa realidad. Durante las comidas se necesitaba que hubiera un criado atento a echar del comedor una porción de perros viejos y algunas docenas de chicuelos negros que se colocaban dentro aprovechando todas las ocasiones. Mientras pude alejar de mi pensamiento la idea de la esclavitud me parecía que había algo de fascinador en aquel modo de vivir sencillo y patriarcal: tan completo era allí el retiro e independencia del resto del mundo. Tan luego como se veía llegar a un extranjero se echaba a vuelo una gran campana y generalmente se disparaba un cañoncito. De esta suerte se anunciaba el suceso a las peñas y a los bosques, pero a nadie más. Una mañana salí a dar un paseo antes de amanecer, con ánimo de admirar la solemne quietud del paisaje; después de largo rato, el silencio fué interrumpido por el himno matinal, cantado en voz alta por toda la tropa de negros; y de este modo se empezaba ordinariamente el trabajo de cada día. En fazendas como ésta no dudo que los esclavos pasan la vida contentos y felices. Los sábados y domingos trabajan para ellos, y en este fértil clima la labor de dos días es suficiente para dar de comer a un hombre y su familia toda la semana.


14 de abril.—Dejando Socêgo, fuimos a caballo a otra hacienda en el río Macâe, que era el último trozo de terreno cultivado en esa direción. La posesión tenía dos millas y media de larga, y su dueño había olvidado cuántas de ancha. Sólo una pequeña parte estaba limpia de bosque y maleza; pero apenas había una hectárea que no fuera capaz de producir todos los ricos y variados frutos de las regiones tropicales. Considerando la enorme área del Brasil [5], la proporción de terreno cultivado es insignificante si se la compara con lo que permanece en el estado de naturaleza; en alguna edad futura, ¡qué vasta población no podrá el país mantener! Durante el segundo día de viaje hallamos tan cerrado el camino, que fue necesario llevar un hombre delante cortando las trepadoras con un machete. El bosque abunda en bellezas, entre las que sobresalían los helechos arborescentes, aunque no grandes, notabilísimos por sus frondas de brillante verdor y elegante curvatura. Por la tarde cayó un chaparrón, y aunque el termómetro marcaba 18°,3, sentí frío. No bien cesó la lluvia era curioso observar la extraordinaria evaporación que empezó en toda la extensión del bosque. A la altura de 30 metros las colinas aparecían envueltas en un denso vapor blanco, que se elevaba a modo de columnas de humo de las partes más espesas, y especialmente de los valles. Observé este fenómeno en varias ocasiones, y supongo que dimana de la gran superficie presentada por el follaje, previamente calentada por los rayos del sol.

Mientras estábamos en esta finca faltó poco para que fuera testigo de uno de esos actos atroces que sólo pueden ocurrir en un país de esclavos. Con motivo de una querella y un pleito el amo estuvo a punto de separar todas las mujeres y niños de los esclavos varones y venderlos en Río en pública subasta. Si esta enormidad no se realizó fué porque lo impidió el interés, y no el menor sentimiento de piedad. Realmente, no creo que al amo le pasara por las mientes que era inhumano separar a 30 familias después de haber vivido juntas por muchos años. Y, no obstante, aseguro, a fe de hombre veraz, que en sentimientos humanitarios y afectuosos aventajaba al común de los hombres. Cabe, pues, afirmar que la codicia y el egoísmo producen en la inteligencia la ceguera más absoluta. He de mencionar aquí una anécdota de escasa importancia, por haberme impresionado en aquella ocasión más hondamente que cualquier relato de crueldad. Cruzaba una corriente en una barca de pasaje con un negro extraordinariamente estúpido. Al intentar hacerme comprender alcé la voz e hice varios gestos, entre ellos el de pasarle la mano por la cara. El hombre debió de creer, a lo que supongo, que yo estaba furioso e iba a pegarle, porque al momento, con aire asustado y medio cerrados los ojos, dejó caer las manos. Jamás olvidaré la sorpresa, disgusto y vergüenza que me causó ver a un hombrachón fornido aguardar en aquella posición humillante un bofetón que, según se figuró, pensaba yo descargarle. Este hombre había sido por la esclavitud arrastrado a degradación inferior a la del más indefenso animal.


18 de abril.—De regreso pasamos dos días en Socêgo, y los invertí en recoger insectos en el bosque. La mayoría de los árboles, aunque tan altos, sólo tienen de metro a metro y medio de circunferencia. Hay, por supuesto, alguno que otro de dimensiones mucho mayores. El señor Manuel estaba haciendo a la sazón una canoa de 21 metros de larga, utilizando al efecto un grueso tronco que en un principio midió 33 metros. El contraste formado por las palmeras que crecen en medio del arbolado ordinario nunca deja de dar a la escena un carácter intertropical. Los bosques aquí lucían como ornamento la palmera de cogollo [6], una de las especies más bonitas de esta familia. Con un tallo tan delgado que puede abrazarse con las dos manos, cimbrea su elegante copa a la altura de 12 ó 15 metros sobre el suelo. Las trepadoras leñosas, cubiertas a su vez por otras trepadoras, eran de extraordinario grosor, habiendo alguna que medía seis decímetros de circunferencia. Muchos árboles viejos presentaban un aspecto curiosísimo, a causa de las trenzas de una liana que pendía de sus ramas, semejando haces de heno. Si la vista pasaba desde el mundo del follaje superior al del que cubría el suelo era atraída por la extrema elegancia de las hojas de los helechos y mimosas. Las últimas, en algunos puntos, tapizaban la superficie con un boscaje enano de pocos centímetros. Al andar por estos espesos lechos de mimosas quedaba marcada una ancha huella, producida por el cambio de matiz que se originaba al bajar las plantas mencionadas sus sensitivos pecíolos. Es difícil especificar los objetos particulares que causan admiración en estos grandes paisajes; pero no hay manera de dar idea adecuada de los elevados sentimientos de asombro, sorpresa y arrobamiento que se apoderan del ánimo capaz de apreciar las bellezas naturales.


19 de abril.—Partimos de Socêgo, y durante los dos primeros días volvimos por el camino andado. La marcha era fatigosísima porque la ruta seguía generalmente una cálida llanura arenosa, cercana a la costa. Advertí que cuantas veces mi caballo apoyaba el casco en la menuda y silícea arena se producía un suave ruido chirriante. Al tercer día mudamos de dirección y pasamos por la alegre Aldea de Madre de Deôs. Esta es una de las rutas principales del Brasil; sin embargo, se hallaba en tan mal estado, que ningún vehículo de ruedas podía transitar por ella, a excepción de la pesada carreta de bueyes. En todo nuestro viaje no cruzamos un solo puente de piedra, y los construidos con troncos estaban tan deteriorados que fué preciso dar un rodeo para evitarlos. Todas las distancias son imperfectamente conocidas. El camino pasaba a veces ante cruces, a modo de piedras miliarias, que señalaban los sitios en que se había derramado sangre humana. En la tarde del 23 llegamos a Río, poniendo término a nuestra breve y agradable excursión.


Durante el resto de mi permanencia en Río residí en una casa de campo en la Bahía de Botofogo. Imposible desear nada más delicioso que pasar así algunas semanas en un país tan espléndido. En Inglaterra, los aficionados a la historia natural gozan en sus paseos la ventaja de hallar algo que atraiga su atención; pero en estos fértiles climas, desbordantes de vida, las atracciones son tan numerosas, que apenas se puede dar un paso.

Las pocas observaciones que me fué dado hacer se limitaron casi exclusivamente a los animales invertebrados. La existencia de una subdivisión del género Planaria, que habita el país seco, me interesó mucho. Estos animales son de estructura tan sencilla, que Cuvier los agrupó con los gusanos intestinales, aunque nunca se los halla en el cuerpo de otros animales. Abundan las diversas especies de agua dulce y salada; pero las de que hablo ahora se encuentran aun en las partes más secas del bosque, debajo de los troncos de madera podrida, de que, según creo, se alimentan. En su forma general se parecen a pequeñas babosas; pero son mucho más delgadas en proporción, y varias especies están bellamente coloreadas con fajas longitudinales. Su estructura es muy sencilla: hacia la mitad de la superficie inferior, o reptante, hay dos pequeñas hendeduras tranversas, y de la anterior se proyecta hacia afuera una boca infundibuliforme en extremo irritable. Algún tiempo después que el resto del animal estaba completamente muerto por efecto del agua salada o por otra causa, este órgano conservaba su vitalidad.

Hallé nada menos que doce especies distintas de Planarias terrestres en diferentes partes del hemisferio meridional [7]. Algunos ejemplares que obtuve en la Tierra de Van Diemen los conservé vivos por espacio de dos meses, alimentándolos con madera podrida. Habiendo cortado transversalmente uno de ellos en dos partes iguales, al cabo de quince días ambas tenían la forma de animales perfectos. Pero dividí el cuerpo de suerte que una de las mitades contuviese los dos orificios inferiores, y la otra, por tanto, ninguno. A los veinticinco días de haber hecho esta operación, la mitad más perfecta no podía distinguirse de cualquier otro ejemplar. La otra parte creció mucho en tamaño, y cerca de su extremidad posterior se formó un espacio claro en la masa del parénquima, pudiéndose distinguir en él una boca rudimentaria; en la superficie inferior, sin embargo, no se manifestaba ninguna abertura que correspondiera a aquélla. Si el calor creciente de la estación, al irnos aproximando al Ecuador, no hubiera destruído todos los individuos, no hay duda de que el trozo mencionado habría completado su estructura. Aunque el experimento de que aquí se trata es bien conocido, fué interesante observar la producción gradual de todos los órganos esenciales en la simple extremidad de otro animal. Es muy difícil conservar estas Planarias, pues tan luego como la suspensión de la vida permite obrar a las leyes ordinarias de transformación de la materia, todos sus cuerpos se hacen blandos y flúidos, con una rapidez que nunca he visto igualada.

La primera vez que visité los bosques donde se hallan estas Planarias lo hice en compañía de un anciano sacerdote portugués que me llevó a cazar con él. Consistía el deporte en batir el monte con algunos perros y aguardar luego pacientemente que pasara algún animal para dispararle. Acompañónos el hijo de un labrador vecino, buen tipo de joven campesino brasileño. Vestía una chamarreta vieja y andrajosa y llevaba la cabeza descubierta; su armamento consistía en una escopeta antigua y un gran cuchillo. La costumbre de ir armado de cuchillos es universal, y se hace quizá necesario al atravesar un bosque espeso, a causa de las plantas trepadoras. Los frecuentes asesinatos que ocurren provienen en parte de esta costumbre. Los brasileños son tan diestros en el uso de dicha arma, que pueden arrojarla a cierta distancia con precisión y fuerza bastantes para causar una herida fatal. He visto numerosos chiquillos ejercitarse en este arte por vía de juego, y de su destreza en clavar el cuchillo en un madero vertical se podía esperar mucho para el caso de un serio apuro. Mi compañero había matado el día antes dos grandes monos barbudos. Estos animales tienen colas prensiles, cuya extremidad, aun después de muertos, puede sostener todo el peso del cuerpo. Uno de ellos quedó perfectamente asido a una rama por dicho procedimiento, y fué necesario cortar por el pie un gran árbol para cobrarlo. Nuestra caza del día, además del mono, se redujo a varios loritos verdes [8] y algunos tucanes. Sin embargo, mi amistad con el padre [9] portugués no fué estéril, porque en otra ocasión me dió un excelente ejemplar del gato yaguarundi.

Todo el mundo tiene noticias del bello paisaje de Botofogo. La casa en que me albergaba distaba poco de la conocida montaña del Corcovado. Hase observado con mucha verdad que las colinas cónicas abruptas son características de la formación designada por Humboldt como gneiss-granito. No puede haber nada más sorprendente que el efecto de estas enormes masas redondeadas de roca desnuda irguiéndose entre la más lujuriante vegetación.

Con frecuencia me entretuve en observar las nubes que, avanzando de la parte del mar, formaban una gran masa precisamente bajo del más alto pico del Corcovado. Esta montaña, como otras muchísimas, cuando estaba velada en parte parecía alzarse sobre su real altura de 690 metros. Míster Daniell ha observado en sus ensayos meteorológicos que a veces aparece fija una nube en la cumbre de una montaña mientras el viento continúa soplando sobre ella. El mismo fenómeno se presentó aquí, con aspecto un poco diferente. En este caso se vió claramente a la nube enroscarse y pasar rápidamente por la cima, pero sin disminuir ni aumentar de tamaño. El Sol se ponía, y una suave brisa del Sur chocaba contra el lado meridional de la roca, mezclando su corriente con el aire frío superior, y el vapor era condensado; pero al pasar la nube al otro lado de la cadena y encontrarse con la influencia de la atmósfera caliente de la parte Norte, quedaba inmediatamente redisuelta.

El clima durante los meses de mayo y junio o principios de invierno es delicioso. La temperatura media, según las observaciones hechas a las nueve de la noche, mañana y tarde, era solamente de 22 grados. A menudo llovía copiosamente, pero los secos vientos del Sur no tardaban en preparar el campo a los paseos agradables. Una mañana, en el espacio de seis horas cayeron 40 milímetros de lluvia. Mientras la tormenta pasaba por los bosques que rodean el Corcovado, el ruido causado por las gotas de agua al chocar con la incontable multitud de hojas era notable: podía oírse a la distancia de un cuarto de milla y semejaba el rodar precipitado de una gran masa de agua. Después de los días más calurosos era una delicia sentarse tranquilamente en el jardín y observar la llegada de la noche.

La Naturaleza en estos climas elige sus cantores entre artistas más humildes que los de Europa. Una rana pequeña, del género Hyla, se acomoda en una hoja de hierba dos o tres centímetros sobre la superficie del agua y croa un chirrido agradable; cuando hay varias juntas cantan armónicamente en diferentes tonos. Tuve algunas dificultades para procurarme un ejemplar de esta rana. El género Hyla tiene los dedos terminados por pequeñas ventosas, y averigüé que este animal podía reptar por un cristal colocado perpendicularmente. Varias cigarras y grillos levantan al mismo tiempo un penetrante cri cri, que suavizado por la distancia no es desagradable. Todas las tardes, después de anochecer, empezaba este gran concierto, y muchas veces he permanecido sentado escuchándolo hasta que mi atención se distraía con el paso de algún curioso insecto.

A esas horas se ven volar de seto en seto los cucuyos. En las noches obscuras puede divisarse la luz a unos doscientos pasos de distancia. Es notable que en todas las diversas clases de gusanos de luz, elatéridos brillantes y varios animales marinos (tales como crustáceos, medusas, nereidas y una coralina del género Clytia, y Pyrosoma) que he observado, la luz ha sido de un color verde bien marcado. Todas las luciérnagas que cogí en esta región pertenecían a los Lampyridos (familia en la que está incluido el gusano de luz de Inglaterra), y el mayor número de ejemplares eran de Lampyris occidentalis [10]. Comprobé que este insecto emitía un brillantísimo fulgor cuando se le molestaba, y que a intervalos se le obscurecían los anillos abdominales; pero se hacía perceptible primero en uno de los anteriores. La materia brillante era flúida y muy pegajosa; los puntos en que había sido desgarrada la piel continuaban brillando con un rutilar intermitente, mientras las partes no heridas permanecían obscuras. Después de decapitado el insecto los anillos seguían brillando sin interrupción, pero no tanto como antes; la irritación local con una aguja siempre acrecentaba la viveza de la luz. Los anillos, en un caso conservaron la propiedad de emitir la luz cerca de veinticuatro horas después de muerto el insecto. De estos hechos parece probable que el animal tiene sólo el poder de ocultar o extinguir la luz por breves intervalos, y que en otras ocasiones su emisión es involuntaria. En los barros y en las gravas encontré larvas de este lampyris en gran número; se parecían en su forma general a la hembra del gusano de luz inglés. Estas larvas sólo poseían débiles facultades luminosas; pero, a diferencia de sus progenitores, se fingían muertas al menor contacto y dejaban de brillar, sin que se lograra la reaparición de la luz excitándolas. Conservé vivas por algún tiempo varias de ellas; sus colas son órganos muy singulares, porque funcionan como ventosas u órganos de adherencia y a la vez como depósitos de saliva o algo parecido. Las alimenté repetidas veces con carne cruda, e invariablemente observé que de cuando en cuando la extremidad de la cola se aplicaba a la boca, exudándose una gota de fluido sobre la carne que a la sazón estaba en vías de ser consumida. La cola, a pesar de tanta práctica, no daba muestras de saber dirigirse a la boca; por lo menos siempre tocaba primero el cuello, y al parecer, para guiarse.

Cuando estuvimos en Bahía, un elatérido o escarabajo (Pyrophorus luminosus Illig.) parecía el insecto luminoso más común. La luz también en este caso se hacía más brillante por irritación. Un día me divertí observando las aptitudes acrobáticas de este insecto, que me parece no han sido bien descritas [11]. Cuando está colocado el elatérido patas arriba y preparándose a saltar mueve la cabeza y el tórax hacia atrás, de modo que sale la espina pectoral y queda en su estuche. Continuando el mismo movimiento, la espina, por la plena acción de los músculos, se dobla, o, mejor dicho, se arquea como un resorte, y el insecto en este momento descansa en la extremidad dé su cabeza y élitros. Suprimido de pronto el esfuerzo, la cabeza y tórax suben rápidamente, y a consecuencia de ello la base de los élitros choca con la superficie de apoyo con tal fuerza que el insecto, por reacción, es lanzado hacia arriba a la altura de tres a cinco centímetros. Los puntos salientes del tórax y la vaina de la espina sirven para dar estabilidad al cuerpo durante el salto. En las descripciones que he leído no se insiste bastante sobre la elasticidad de la espina; un salto tan repentino no puede ser el resultado de una simple contracción muscular sin la ayuda de algún mecanismo.


En varias ocasiones he disfrutado de algunas breves, pero deliciosísimas, excursiones por la región vecina. Un día fuí al Jardín Botánico, donde crecen muchas plantas bien conocidas por su grande utilidad. Las hojas de los árboles del alcanfor, pimienta, canela y clavo son deliciosamente aromáticas, y el árbol del pan, el jaca y el mango [12] rivalizan entre sí por la magnificencia de su follaje. El paisaje en los alrededores de Bahía casi toma su nota característica de los dos últimos árboles. Antes de verlos no tenía idea de que pudiera haber árboles capaces de proyectar una sombra tan obscura. Ambos guardan en la vegetación de follaje perenne de estos climas la misma clase de relación que los laureles y acebos entre los árboles de hojas caedizas en Inglaterra. Puede observarse que las casas en los trópicos están rodeadas de las más bellas formas de vegetación, a causa de que muchas de ellas son a la vez utilísimas para el hombre. ¿Hay quien dude de que tales cualidades se reúnen en el bananero, cocotero, varias especies de palma, el naranjo y el árbol del pan?

En el día de hoy me ha impresionado de un modo especial una observación de Humboldt alusiva al «fino vapor que, sin mudar la transparencia del aire, hace más armoniosas sus tintas y suaviza sus efectos». Es un fenómeno que nunca he observado en las zonas templadas. La atmósfera, vista a través de cierto espacio, de uno a dos kilómetros, era perfectamente lúcida; pero a mayor distancia todos los colores se fundían en una bellísima bruma de un suave gris pálido ligeramente teñido de azul. Las condiciones del aire entre la mañana y alrededor del mediodía, cuando el efecto era más visible, habían cambiado poco, exceptuando el grado de sequedad. En el intervalo la diferencia entre el punto de saturación y la temperatura ambiente había crecido de 7,5 a 17 grados.

En otra ocasión salí temprano y caminé a pie hasta el monte Gavia. El aire era deliciosamente fresco y fragante y las gotas de rocío brillaban todavía en las hojas de las grandes plantas liliáceas que sombreaban los arroyuelos de agua clara. Era delicioso observar, sentado en un bloque de granito, los diversos insectos y aves según pasaban. Los colibríes parecen gustar especialmente de estos sombríos y retirados lugares. Siempre que veía a estas diminutas criaturas zumbar en torno de las flores, haciendo vibrar sus alas con tal rapidez que difícilmente son visibles, me acordaba de las mariposas esfinges: sus movimientos y costumbres son en realidad muy semejantes en varios respectos.

Siguiendo un sendero entré en un magnífico bosque, y desde la altura de 150 a 200 metros contemplé uno de esos espléndidos panoramas que son comunes en ambos lados de Río. A esa elevación el paisaje presenta sus más brillantes tintas, y todas las formas, todos los matices, sobrepujan en magnificencia a cuanto el europeo ha contemplado en su país, de tal modo, que no acierta a expresar sus sentimientos. El efecto general me recordó frecuentemente las decoraciones más vistosas de la Opera o de los grandes teatros. Nunca volví de estas excursiones con las manos vacías. Hoy hallé un ejemplar de un curioso hongo llamado Hymenophallus. Casi todo el mundo conoce al Phallus de Inglaterra, que en otoño infesta el aire con su repulsivo olor; pero, a pesar de eso, como saben los entomólogos, para alguno de nuestros escarabajos tiene una deliciosa fragancia. Así sucedió aquí, porque un Strongylus, atraído por el olor, se posó en el hongo mientras le llevaba en la mano. En lo cual vemos cómo en dos países lejanos hay una relación semejante entre plantas e insectos de las mismas familias, aunque ambas especies sean diferentes. Esta relación se rompe a menudo cuando el hombre es el agente que introduce en el país nuevas especies; como ejemplo de ello puedo mencionar el hecho de que las hojas de coles y lechugas, que en Inglaterra proveen de alimento a una multitud de plagas de babosas y orugas, en las huertas próximas a Río permanecen intactas.

Durante nuestra permanencia en el Brasil hice una gran colección de insectos. Algunas observaciones generales sobre la importancia relativa de los diferentes órdenes tal vez sean de interés para los entomólogos ingleses. Los grandes lepidópteros, de brillantes colores, caracterizan la zona que habitan de un modo más ostensible que ninguna otra clase de animales. Me refiero sólo a las mariposas, pues en cuanto a las polillas, contrariamente a lo que podría esperarse de la exuberancia de la vegetación, se me presentaron en número mucho menor que en nuestras regiones templadas. Me sorprendieron mucho las costumbres de la Papilio feronia. Esta mariposa no es rara, y generalmente frecuenta los bosques de naranjos. Aunque suele volar alto, se posa a menudo en los troncos de los árboles. En estos casos, la cabeza se halla invariablemente colocada hacia abajo y las alas se extienden en un plano horizontal, en vez de pegarse verticalmente, como sucede de ordinario. Es la única mariposa que yo haya visto que use sus patas para correr. Por ignorar esta particularidad, más de una vez, al aproximarme cuidadosamente con mis pinzas, el insecto se escurrió a un lado en el preciso instante de cerrar yo el instrumento, y así se escapó. Pero un hecho más curioso aún es la facultad de hacer ruido [13] que posee esta especie. Varias veces, cuando dos individuos, macho y hembra probablemente, se perseguían con vuelo irregular, pasaron a pocos metros del sitio en que yo estaba, y percibí distintamente un castañeteo semejante al producido por una rueda dentada al pasar por un tope de resorte. El ruido se continuaba por breves intervalos y podía oírse a unos veinte metros de distancia; estoy cierto de que no hay error en la observación.

Tuve una desilusión en lo concerniente al aspecto general de los Coleópteros. El número de los pequeños, obscuramente coloreados, es excesivamente grande [14]. Los gabinetes de Europa, hasta ahora, sólo pueden ufanarse de poseer las mayores especies de los climas tropicales. Una mera ojeada a las futuras dimensiones de un catálogo completo basta para alterar la ecuanimidad de cualquier entomólogo. Los coleópteros carnívoros o carábidos son muy poco numerosos en los trópicos; hecho que sorprende cuando se le compara con el de los cuadrúpedos carnívoros, tan abundantes en países cálidos. Esta observación me impresionó vivamente, así cuando entré en el Brasil como cuando vi reaparecer en las llanuras templadas de La Plata las varias, elegantes y activas formas de los Harpálidos. ¿Es que las numerosas arañas e Himenópteros rapaces suplen a los escarabajos carnívoros? Los insectos que se alimentan de carroña y los Braquélitros son raros, y en cambio los Rincóforos y Crisomélidos, que viven todos de materia vegetal, abundan prodigiosamente. No me refiero aquí al número de especies diferentes, sino al de insectos individuales; porque de este último es del que depende el carácter más saliente de la entomología de los diferentes países. Son especialmente numerosos los órdenes Ortópteros y Hemípteros, así como el grupo de los armados de aguijón, o Himenópteros, exceptuando quizá las abejas. La persona que penetra por vez primera en un bosque tropical queda asombrada al contemplar los trabajos de las hormigas; una multitud de rastros frecuentadísimos se ramifica en todas direcciones, y por ellos circula un ejército de infatigables hormigas forrajeras, que van y vienen cargadas con trozos de hojas verdes, a menudo mayores que ellas.

Una pequeña hormiga de color obscuro emigra a veces en número incontable. Un día, en Bahía, atrajeron mi atención numerosas arañas, cucarachas y otros insectos, junto con algunos lagartos, que corrían, presa de gran excitación, por un trozo de tierra enteramente limpio de hierba. Un poco más atrás no había tallo ni hoja que no estuviera materialmente negro de menudas hormigas. El ejército de éstas, después de cruzar el espacio limpio, se dividió y empezó a bajar por un viejo muro. Mediante esta táctica quedaron cercados muchos insectos, y eran admirables los esfuerzos de las pobres criaturas para salir de aquel cerco de muerte. Cuando las hormigas llegaron al camino, mudaron de dirección, y en estrechas filas volvieron a subir por la pared. Coloqué una pedrezuela para interceptar una de las líneas, y entonces la tropa entera la atacó; pero poco después inició la retirada. Tras breves minutos, volvió a la carga otro numeroso pelotón, y en vista de que nada conseguía abandonaron aquella línea de marcha. Con rodear un par de centímetros, la fila hubiera evitado la piedra, y si ésta hubiera estado allí desde un principio así habría sucedido; pero como los valerosos guerreros se vieron atacados, despreciaron la idea de ceder.

En los alrededores de Río son muy numerosos ciertos insectos, parecidos a avispas, que construyen en los ángulos de los corredores celdas de arcilla para sus larvas. Estas celdas las llenan de arañas y orugas medio muertas; según parece, saben maravillosamente cómo han de clavarles el aguijón para dejarlas paralizadas, pero vivas, mientras dura la incubación de los huevos, y las larvas se alimentan de la hórrida masa de las indefensas y medio muertas víctimas; ¡espectáculo descrito por un entusiasta naturalista [15] como cosa curiosa y agradable!... Otro día observé con gran interés un duelo a muerte entre un Pepsis y una gran araña del género Lycosa. La avispa se lanzó repentinamente sobre su presa, y luego huyó; evidentemente, la araña había sido herida, porque al querer escapar rodó por una pequeña pendiente; pero tuvo aún fuerza bastante para arrastrarse hasta un espeso matojo de hierba. Volvió en breve la avispa, y pareció sorprenderse de no hallar a su víctima. Entonces empezó un registro como el que un sabueso pudiera hacer en persecución de una zorra, describiendo giros semicirculares, mientras hacía vibrar rápidamente sus alas y antenas. La araña, aunque bien oculta, no tardó en ser descubierta, y la avispa, recelando todavía las mandíbulas de su adversario, después de muchas maniobras, le infligió dos aguijonazos en el lado inferior del tórax. Al fin, después de examinar cuidadosamente con sus antenas a la araña, ahora inmóvil, procedió a llevarse el cuerpo. Pero en este momento intervine yo, deteniendo al tirano y a su víctima [16].

El número de arañas en proporción al de insectos es aquí mucho mayor que en Inglaterra; tal vez sucede esto con los arácnidos más que con cualquier otra división de los animales articulados. La variedad de especies entre las arañas saltadoras parece casi infinita. El género, o más bien familia, de Epeira está caracterizado aquí por muchas formas extrañas; algunas especies tienen escudetes coriáceos puntiagudos, y otras, alargados y tibias espinosas. Todos los senderos del bosque estaban obstruidos con recias telas amarillas de una especie perteneciente al mismo grupo que la Epeira clavipes de Fabricius, y de la cual dijo antiguamente Sloane que en las Indias Occidentales tejía telas bastantes recias para cazar pájaros. En casi todas esas telas vive, como parásita, una especie pequeña y bonita de araña con las patas anteriores muy largas y que parece pertenecer a un género no descrito. Supongo que, a causa de su pequeñez, no es percibida por la gran Epeira, que le consiente hacer presa en los diminutos insectos adheridos a los hilos, siendo de esta suerte utilizados. Al ahuyentarla, esta menuda araña, o se finge muerta, extendiendo sus patas delanteras, o se deja caer repentinamente de la tela. Una gran Epeira, del mismo grupo que la Epeira tuberculata y cónica, es extremadamente común, sobre todo en los sitios secos. Su tela, que generalmente se halla tendida entre las grandes hojas de la pita común, está reforzada a veces hacia el centro por un par o dos de cintas en zigzag, que unen dos radios adyacentes. Cuando queda prendido algún insecto grande, saltamontes o avispa, la araña, mediante un ágil movimiento, le hace voltear con suma rapidez, y al mismo tiempo, sacando una banda de hilos de sus hileras, envuelve apresuradamente a su presa como en el capullo de un gusano de seda. La araña examina luego a su víctima, impotente, y le da la mordedura fatal en la parte posterior del tórax; después se retira y aguarda pacientemente a que el veneno haya producido su efecto. La virulencia de la ponzoña puede colegirse por el hecho de que al medio minuto abrí la tela y hallé una avispa enteramente muerta. Esta Epeira permanece siempre con la cabeza hacia abajo, cerca del centro de la tela. Al molestarla procede de varios modos, según las circunstancias: si hay debajo cualquier vegetación espesa, se deja caer en ella de pronto, y yo he visto distintamente alargarse el hilo que salía de las hileras, mientras el animal permanecía aún estacionario, como preparación para la caída. Si el terreno está despejado en la parte inferior, la Epeira rara vez se deja caer, y en lugar de eso se mueve rápidamente de un lado a otro por un paso central. Si se sigue molestándola, practica una maniobra sumamente curiosa, que es la siguiente: se fija en medio de la tela y la sacude con violencia en medio de los tallos elásticos a que está sujeta, hasta que al fin todo el sistema adquiere un movimiento vibratorio tan rápido, que hasta la silueta del cuerpo de la araña deja de verse claramente.

Es bien sabido que la mayor parte de las arañas británicas, cuando se engancha algún insecto grande en sus redes, procuran cortar los hilos que lo sujetan y dejarlo en libertad para evitar que se estropee enteramente la red. Sin embargo, en cierta ocasión vi en un invernadero de Shropshire una gran avispa hembra prendida en la tela irregular de una minúscula araña, la cual, en vez de cortar la tela, siguió con la mayor insistencia envolviendo el cuerpo, y especialmente las alas de su presa. La avispa asestaba en vano repetidas estocadas con su aguijón a su pequeño antagonista. Compadecido de la primera, después de permitirle luchar por más de una hora, la maté y volví a ponerla en la red. La araña volvió en breve, y una hora más tarde me sorprendió mucho hallarla con las mandíbulas clavadas en el orificio por donde la avispa sacaba el aguijón cuando viva. Retiré la araña de aquel sitio por dos o tres veces, pero en las siguientes veinticuatro horas siempre la hallé chupando en el mismo lugar. La araña se redondeó, hartándose de los jugos de su víctima, que era muchas veces mayor que ella.

Mencionaré aquí precisamente que cerca de Santa Fe Bajada hallé muchas arañas negras con manchas de color rojizo en el dorso, las cuales tenían costumbres gregarias. Las telas se hallaban colocadas en un plano vertical, como se observa sin excepción en el género Epeira; estaban separadas unas de otras por un espacio de seis decímetros, pero unidas todas a ciertos hilos comunes de gran longitud, que alcanzaban a todos los puntos de la comunidad. De este modo las puntas de algunos grandes arbustos quedaban envueltas por las redes unidas. Azara [17] ha descrito una araña gregaria en el Paraguay, la cual, a juicio de Walckenaer, es un Theridion, pero probablemente es una Epeira, tal vez de la misma especie que la mía. Sin embargo, no puedo recordar haber visto ningún nido central del tamaño de un sombrero, en el que durante el otoño, al morir las arañas, quedan depositados los huevos, según dice Azara. Todas las arañas que yo vi eran del mismo tamaño, de donde colijo que probablemente tenían la misma edad. Este hábito gregario en un género tan típico como la Epeira, entre insectos tan crueles y solitarios que aun los dos sexos se atacan mutuamente, es un hecho realmente singular.

En un valle alto de la cordillera, cerca de Mendoza, hallé otra araña con una tela de forma muy peregrina. Fuertes hilos irradiaban de un centro común, en el que se situaba el insecto, y formaban un plano vertical, pero sólo dos radios estaban unidos por tela simétrica, de modo que la red, en lugar de ser circular, como sucede generalmente, se componía de un segmento en forma de cuña. Todas las' telas estaban construidas de una manera semejante.


  1. Venda, nombre portugués de un albergue.
  2. Annales des Sciences Naturelles para 1833.
  3. El cazabe o mandioca, como se llama en el Brasil, única parte del mundo en que se la encuentra espontánea y silvestre, es la euforbiácea llamada Manihot utilissima. Una vez separado su jugo, enérgicamente venenoso, con la fécula de sus raíces tuberculosas se prepara la tapioca. El cazabe es, específicamente, la pulpa de la mandioca desecada, preparada en torta o pastel y no en harina. Es planta que se ha propagado, y hoy se cultiva en todas las regiones tropicales y aun subtropicales.—Nota de la edición española.
  4. Hacienda.
  5. El Brasil tiene una extensión de 8.497.540 kilómetros cuadrados y tan sólo una población de 27.473.580 habitantes.—Nota de la edic. española.
  6. Oreodoxa oleracea.
  7. He descrito y nominado estas especies en los Annals of Natural History, vol. XIV, pág. 241.
  8. Los loritos verdes propios del Brasil pertenecen al género Chrysotis.—Nota de la edic. española.
  9. En el original inglés, padre está en castellano.
  10. Estoy muy reconocido a Mr Waterhouse por su amabilidad en clasificarme estos insectos y otros muchos, prestándome además en muchos casos su valiosa ayuda.
  11. Kirby; Entomology, vol. II, pág. 317.
  12. El árbol del pan es la especie Artocarpus incisa, y el jaca, la Artocarpus integrifolia. De los frutos del primero—originario de Oceanía—, cogidos antes de su madurez, es decir, antes de que su almidón o fécula se haya transformado en azúcar, tostados, se obtiene una especie de pan. De los frutos del segundo—originario de la India—, más voluminosos (pesan hasta 10 y 15 kilogramos), se utiliza su pulpa, carnosa y aceitosa, y sus simientes, que se consumen como castañas. Véase Bongainville, Viaje alrededor del mundo, tomo II, nota de la pág. 46, vol. 4, de los Viajes clásicos editados por Calpe.

    El mango, Mangifera indicamahapahla en sánscrito—, tiene un fruto comestible exquisito. Véase Bernier, Viaje al Gran Mogol, tomo II, vol. 6, de los Viajes clásicos editados por Calpe.—Nota de la edic. española.

  13. Míster Doubleday ha descrito últimamente (ante la Entomological Society, 3 de marzo de 1845) una estructura peculiar de las alas de esta mariposa, que parecen ser los instrumentos productores del ruido. Dice: «Es notable por tener una especie de tambor en la base de las alas anteriores, entre la nerviación costal y la subcostal. Además, estas dos nerviaciones tienen un diafragma o vejiga en el interior». Hallo en los Viajes de Langsdorff (en los años 1803-807, pág. 74) que, según se dice, en la isla de Santa Catalina, en la costa del Brasil, cierta mariposa, llamada Februa Hoffmanseggi, hace el ruido de una carraca al volar.
  14. Puedo citar como caso ordinario de los recogidos en un día (23 de junio), cuando no buscaba de un modo especial Coleópteros, haber reunido 68 especies de ese orden. Entre éstas había sólo dos de los Carábidos, cuatro Braquélitros, 15 Rincóforos y 14 Crisomélidos; 37 especies de Arácnidos, que traje a casa, bastarán para probar que no prestaba excesiva atención al generalmente favorecido orden de los Coleópteros.
  15. En un manuscrito del Museo Británico, debido a Mr. Abbott, que hizo sus observaciones en Georgia; véase el artículo de A. White en los Annals of Natural History, vol. VII, pág. 472. El teniente Hutton ha descrito un Sphex de la India, con hábitos parecidos, en el Journal of the Asiatic Society, vol. I, pág. 555.
  16. Don Félix Azara (vol. I, pág. 175), citando el caso de un insecto himenóptero, probablemente del mismo género, dice que le vió arrastrar una araña muerta, en línea recta, hasta su nido, que estaba a la distancia de 160 pasos. Añade que la avispa, a fin de orientarse, daba de cuando en cuando «medias vueltas de unos tres palmos».
  17. Viaje, de Azara, vol. I, pág. 213.