Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo/Capítulo III

CAPÍTULO III

Maldonado.
Montevideo.—Maldonado.—Excursión al río Polanco.—Lazo y bolas.—Perdices.—Ausencia de árboles.—Ciervos.—Capibara, o puerco de río.—Tucutuco.—Molotrhus: sus hábitos, parecidos a los del cuclillo—Muscívora tirana.—Sisonte.—Raposas que se alimentan de carroña.—Tubos formados por el rayo.—Casa fulminada.


5 de julio de 1832.—Por la mañana levamos anclas y salimos del abra espléndida de Río de Janeiro. En nuestra travesía a La Plata no vimos nada de particular, excepto un día que tropezamos con un banco de marsopas [1] de muchos centenares de individuos. Todo el mar aparecía surcado por ellas de trecho en trecho, y el espectáculo más extraordinario fué cuando varios cientos avanzando juntas, a saltos, en que dejaban ver enteramente el cuerpo, cortaban el agua. Cuando el barco navegaba a razón de nueve nudos por hora estos animales podían cruzar y recruzar por delante de la proa con la mayor facilidad y luego se deslizaban como flechas en la dirección de la ruta, dejándole atrás. Tan pronto como entramos en el estuario de La Plata el tiempo se puso muy revuelto. Una noche obscura nos vimos rodeados de numerosas focas y pingüinos, que hicieron el ruido más extraño imaginable, en términos de parecerle al oficial de guardia haber oído el mugir del ganado vacuno en la playa. La segunda noche asistimos a un magnífico espectáculo de pirotecnia natural: las puntas del palo mayor y de las vergas se iluminaron con los fuegos de San Telmo y se percibía distintamente la forma de la grímpola como si la hubieran frotado con fósforo. El mar estaba tan vivamente iluminado que los rastros de los pingüinos se señalaban por una estela de fuego, y la obscuridad del cielo era iluminada momentáneamente por deslumbradores relámpagos.

Cuando estuvimos dentro de la desembocadura del río me interesé en observar la lentitud con que se mezclaban las aguas del mar y del río. Las últimas, cenagosas y teñidas, a causa de su menor peso específico flotaban en la superficie del agua salada. Esto se patentizó de una manera muy curiosa en la estela del barco, en la que se vió una línea de agua azul mezclándose en pequeños remolinos con el flúido adyacente.


26 de julio.—Anclamos en Montevideo. El Beagle se empleó en la hidrografía de las costas meridionales y orientales extremas de América, al sur del Plata, durante los dos años siguientes. Para evitar repeticiones inútiles extractaré aquellas partes de mi diario que se refieren a los mismos parajes, sin atender al orden en que los visitase.


Maldonado está situado en la ribera norte del Plata y no muy distante de la entrada del estuario. Es una pequeña ciudad muy tranquila y descuidada [2], construída, como sucede generalmente en estos países, con calles que se cortan en ángulo recto. Tiene en su centro una gran plaza, que a causa de su magnitud hace más evidente la escasez de la población. Apenas si se nota en ella vida comercial, y las exportaciones se reducen a algunas pieles y reses vivas. Los habitantes son en su mayoría propietarios de fincas, a los que se agregan unos cuantos tenderos y los artesanos necesarios, tales como herreros y carpinteros, que atienden a las necesidades de estos oficios en un circuito de 70 kilómetros. La ciudad se halla separada del río por una faja de cerros de arena, de más de kilómetro y medio de ancha; por todas las demás partes la cerca un terreno abierto, con ligeras ondulaciones, tapizado de una capa uniforme de menudo y verde césped, en que pastan incontables cabezas de ganado vacuno, lanar y caballar. Hay muy poca tierra cultivada, ni aun en las cercanías de la ciudad. Unos cuantos setos de cactus y pita señalan los campos en que se ha sembrado trigo o maíz. Los caracteres del país son muy semejantes todo a lo largo de la ribera septentrional del Plata. La única diferencia está en que aquí las colinas graníticas son algo más altas. El paisaje ofrece poquísimo interés, pues apenas hay una casa, un trozo de tierra cercado ni un árbol que le imprima una nota de animación. Sin embargo, después de haber estado prisionero por algún tiempo en un barco, hay cierto encanto en sentirse libre paseando a gusto en ilimitadas llanuras de césped. Además, cuando se concentra la atención en cualquier pequeño espacio, se tropieza con muchos objetos que poseen belleza. Algunas de las aves más pequeñas lucen brillantes colores, y la fresca hierba verde rozada por el ganado se adorna de flores enanas, entre las que hay una parecida a la margarita, que reclama el puesto de un antiguo amigo. ¿Qué diría una florista al ver grandes extensiones tan repletas de Verbena melindres que aun a gran distancia parecen del más brillante escarlata?

Me detuve diez semanas en Maldonado, y en ese tiempo me procuré una colección casi completa de cuadrúpedos, aves y reptiles. Antes de hacer ninguna observación sobre ellos trataré de una pequeña excursión que hice hasta el río Polanco, que está a unos 110 kilómetros de distancia en dirección Norte. Como prueba de lo baratas que andan las cosas en este país, diré que sólo pagué dos dólares diarios, u ocho chelines, por el gasto de dos personas junto con una tropa de hasta 12 jinetes. Mis compañeros iban bien armados de pistolas y sables, precaución que creí innecesaria; pero la primera noticia recibida fué que el día anterior se había encontrado tendido en el camino, degollado, a un viajero procedente de Montevideo. Esto ocurrió cerca de una cruz que recordaba un primer asesinato.

La primera noche dormimos en una casita de campo retirada, y allí eché de ver el inmenso asombro que producían algunos instrumentos míos, y especialmente una brújula de bolsillo. En todas las casas me pidieron que les enseñara cómo con su ayuda y un mapa podía señalar las direcciones correspondientes a los diversos lugares. Causó la más viva admiración que un extranjero como yo conociera el camino (porque dirección y camino son sinónimos en esta campiña) para los sitios en que nunca había estado. En cierta casa, una joven que estaba enferma en cama envió a rogarme que fuera a enseñarle la brújula. Si grande fué su sorpresa, no fué menos la mía al descubrir tanta ignorancia entre personas que poseían millares de vacas y estancias de considerable extensión. No puede explicarse mas que por la circunstancia de ser tan poco visitada de extranjeros esta parte tan retirada del país. Me preguntaron cuál era lo que se movía, si la Tierra o el Sol, y si en el Norte hacía más calor o más frío; dónde estaba España, y otras cosas por el estilo. La mayor parte de los habitantes tenían una idea confusa de que Inglaterra, Londres y Norteamérica eran distintos nombres de un mismo país; pero los mejor informados sabían bien que Londres y Norteamérica eran distintas naciones que estaban próximas, y que Inglaterra era una gran ciudad de Londres (!). Llevaba conmigo algunos fósforos que se inflaman mordiéndolos, y tan maravilloso pareció que un hombre hiciese fuego con sus dientes, que ordinariamente se reunía toda la familia para presenciarlo, y una vez me ofrecieron un dólar por uno de estos fósforos. Mis abluciones matinales dieron mucho que pensar en la aldea de Las Minas; uno de los principales negociantes me interrogó insistentemente sobre práctica tan singular, así como la de dejarnos la barba cuando estábamos a bordo, pues así se lo había contado mi guía. Me miró con un poco de recelo: quizá tenía noticia de las abluciones de la religión mahometana, y sabiendo que yo era un hereje, probablemente llegó a la conclusión de que todos los herejes eran turcos. En este país es general la costumbre de pedir habitación para dormir en la primera casa de aspecto decente. El asombro causado por la brújula y otras habilidades mías, que parecieron cosa de magia, me fueron ventajosas en cierto grado, pues con ello y las largas historias referidas por mi guía acerca de andar yo rompiendo piedras, recogiendo insectos, etc., y de saber distinguir entre las culebras venenosas y las inofensivas, se dieron por pagados de su hospitalidad. Estoy escribiendo como si me hubiera hallado entre los habitantes del Africa Central; sin duda esta comparación no ha de ser lisonjera para Banda Oriental pero tales fueron mis impresiones por entonces.

Al día siguiente fuimos a caballo a la aldea de Las Minas. El terreno era algo más montañoso; pero en cuanto a lo restante seguía siendo el mismo; un habitante de las Pampas, sin duda, lo hubiera considerado como verdaderamente alpino. La región está tan escasamente habitada, que durante el día entero apenas encontramos una sola persona. Las Minas es un lugar mucho más pequeño que el mismo Maldonado. Está situado en una pequeña llanura y rodeado por bajas montañas rocosas. La forma tiene la acostumbrada simetría, y con su iglesia revocada de blanco, situada en el centro, adquiere linda apariencia. Las casas de las afueras se alzaban en la llanura, como objetos aislados, sin el aditamento de jardines ni patios o corrales. Es lo que ordinariamente ocurre en el país, y a consecuencia de ello todas las casas tienen un aspecto poco atrayente. Por la noche hicimos alto en una pulpería, o tienda de bebidas. Durante la noche vinieron numerosos gauchos a beber licores y a fumar puros; su continente llama sobremanera la atención; por lo general son altos y bien formados, pero llevan en el semblante cierta expresión de orgullo y sensualidad. Usan con frecuencia bigote y cabellera negra rizada, que les cae por la espalda. Con sus trajes de brillantes colores, grandes espuelas, que suenan en los talones, y cuchillos sujetos a la cintura, como dagas (y usados a menudo), parecen una raza de hombres muy diferente de lo que podría esperarse de su nombre de gauchos, o simples campesinos. Excesivamente corteses, nunca beben una copa sin invitaros a qué los acompañéis; pero mientras os hacen una inclinación demasiado obsequiosa, parecen dispuestos a degollaros si la ocasión se presenta.

Al tercer día seguimos una dirección irregular, mientras me ocupaba en examinar algunos yacimientos de mármol. En las praderas, de fino césped, vi muchos avestruces (Struthio rhea). Había bandadas de 20 y hasta de 30 individuos. El conjunto que presentaban era magnífico, sobre todo cuando se colocaron en una pequeña altura, proyectándose sobre el azul del cielo. Nunca tropecé con avestruces tan mansos en ninguna otra parte del país; era fácil galopar a cierta distancia de ellos; pero poco después, extendiendo las alas como bajeles que tienden el velamen al viento, se alejaron, dejando atrás el caballo.

Por la noche fuimos a la casa de D. Juan Fuentes, rico hacendado, a quien ninguno de mis compañeros conocía. Al llegar a la morada de un desconocido se acostumbra a observar algunas minucias de etiqueta; acercándose poco a poco a caballo a la puerta, se saluda con el «¡Ave María!», y hasta que alguien salga e invite a apearse no es correcto abandonar la cabalgadura; la respuesta es: «Sin pecado concebida.» En entrando en la casa, se conversa unos minutos sobre asuntos generales, y luego se pide permiso para pasar allí la noche. Éste se concede como cosa corriente. Tras ésto, el forastero come con la familia y se le asigna un cuarto, donde con los arreos pertenecientes a su recado (o jaeces de las Pampas) se adereza su lecho. Es curioso observar cómo circunstancias semejantes producen resultados tan parecidos en las maneras. En el cabo de Buena Esperanza se practica en todas partes la misma hospitalidad y casi con los mismos pormenores de cumplidos. Sin embargo, la diferencia entre el carácter del español y el del bóer holandés se manifiesta en que el primero nunca hace a su huésped una sola pregunta fuera de las más estrictas reglas de urbanidad, mientras que el buen campesino sudafricano pregunta al forastero dónde ha estado, de dónde viene, qué oficio tiene, cuántos hermanos, hermanas o hijos tiene...

Poco después de llegar a casa de D. Juan trajeron una gran vacada, y eligieron tres reses para sacrificarlas y surtir de carne a la familia y servidumbre. Este ganado medio salvaje es muy ágil y conoce muy bien el lazo fatal, obligando a los caballos a una larga y laboriosa caza. Después de haber desplegado ante mí la rústica riqueza de D. Juan en el gran número de reses vacunas, criados y caballos, su miserable casa me ofreció un espectáculo verdaderamente curioso. El piso era de barro endurecido y las ventanas carecían de cristales; el moblaje de la sala lo componían unas cuantas sillas toscas con varios taburetes y un par de mesas. La cena, no obstante haber varios forasteros, consistió en dos montones enormes: uno de vaca asada y otro de cocida, con algunos trozos de calabaza; ésta fué la única hortaliza, y ni siquiera hubo un pedazo de pan. Un gran cántaro de agua nos sirvió para beber a todos los reunidos. Sin embargo, este hombre era dueño de varios kilómetros cuadrados de tierra en los que apenas había hectárea que no produjera trigo, y a costa de poco trabajo todas las hortalizas comunes. La noche se pasó en fumar y en cantar al son de la guitarra alguna canción improvisada. Las señoritas se acomodaron todas en un ángulo de la pieza y no cenaron con los hombres.

Tantos libros se han escrito sobre estos países, que es casi superfluo describir de nuevo el lazo o las bolas. El primero consiste en una correa trenzada muy larga y fina, hecha de cuero crudo. Un extremo se sujeta a la amplia cincha que mantiene unido al complicado recado o jaez usado en las Pampas; el otro termina en un pequeño anillo de hierro o bronce, con el que puede hacerse un lazo corredizo. Cuando el gaucho va a usar el lazo, conserva una parte de la cuerda enrollada en la mano de la brida, mientras con la otra empuña el lazo, que se hace muy grande y tiene de ordinario un diámetro de cerca de dos metros y medio. Hácele dar vueltas alrededor de la cabeza y mantiene el nudo abierto mediante un movimiento especial de la muñeca; luego le arroja y hace caer en el sitio especial que elige. Cuando el lazo no ha de usarse va sujeto a la parte trasera del recado. Las bolas son de dos clases: las más sencillas, que se usan principalmente para cazar avestruces, se componen de dos piedras redondas forradas de cuero y unidas por una delgada correa tejida, de dos metros y medio de largo. La otra clase se diferencia sólo en que tiene tres bolas, unidas por las correas a un centro común. El gaucho afianza en la mano la bola más pequeña de las tres, y hace girar las otras dos repetidas veces alrededor de su cabeza; luego, haciendo puntería, la arroja a modo de resorte que se suelta, dando vueltas por el aire. Tan pronto como tropiezan con cualquier objeto, la cuerda se enrolla en él, cruzándose las bolas y quedando firmemente amarradas. El tamaño y forma de las bolas varía según el fin a que se destinan; cuando son de piedra, aunque no mayores que una manzana, se las dispara con tal fuerza, que a veces llegan a romper la pata de un caballo. He visto bolas de madera como un nabo, hechas de propósito para cazar aquellos animales sin causarles daño. A veces las bolas son de hierro y pueden ser lanzadas a las mayores distancias. La mayor dificultad con que se tropieza al usar el lazo o las bolas es cabalgar con suficiente desembarazo para volver a voltearlas alrededor de la cabeza yendo a todo galope y volviéndose de pronto en condiciones de hacer puntería; a pie cualquiera puede aprender en breve el arte de manejarlas. Un día, mientras pasaba el rato galopando y dando vueltas a las bolas en la forma consabida, por casualidad la que estaba libre chocó con un arbusto, y quedando así destruido su movimiento de revolución, cayó inmediatamente al suelo, y como por arte de magia se rodeó a una pata de mi caballo; la otra bola se me escapó de la mano, con lo que la cabalgadura no pudo moverse. Por fortuna, era un animal viejo y experto, que no se asustó; a no ser así, probablemente hubiera coceado hasta venir a tierra. Los gauchos prorrumpieron en estruendosas carcajadas, y a voces dijeron que, si bien habían visto cazar con bolas toda clase de animales, nunca habían visto a un hombre cazarse a sí mismo.

Durante los dos días siguientes llegué al punto más remoto que ansiaba examinar. El país presentaba el mismo aspecto, hasta que al fin el prado de menuda hierba se hizo más fatigoso que un polvoriento camino de herradura. Por todas partes vi un gran número de perdices (Nothura major). Estas aves no andan en bandadas ni se ocultan, como las de Inglaterra. Parecen tontísimas. Un hombre a caballo dando vueltas y vueltas en círculo, o, por mejor decir, en espiral, procurando acercarse cada vez más, puede herir en la cabeza tantas como quiera. El modo más común de cazarlas consiste en prenderlas en una lazada corrediza o pequeño lazo hecho con el cañón de una pluma de avestruz, sujeto al extremo de una larga pértiga. Cualquier muchacho algo diestro cazará así frecuentemente de 30 a 40 en un día. En las regiones árticas de Norteamérica [3] los indios cazan la liebre variable [4] describiendo espirales en su alrededor o en torno del sitio en que se encuentra; la hora de mediodía, cuando el Sol está alto y la sombra del cazador no es muy larga, se considera el tiempo más a propósito para esta caza.

A nuestra vuelta a Maldonado seguimos un camino diferente. Cerca de Pan de Azúcar, mojón bien conocido por todos los que han navegado remontando la corriente del Plata, me detuve un día en casa de un anciano español, sumamente hospitalario. Por la mañana temprano ascendimos a la Sierra de las Animas. Con el Sol naciente, el paisaje era muy pintoresco. Hacia el Oeste la vista se extendía por una inmensa llanura hasta el Monte, en Montevideo, y hacia el Este, sobre la región mamelonada de Maldonado. En la cima de la montaña había varios pequeños montones de piedras, que evidentemente habían estado allí por muchos años. Mi compañero me aseguró que era obra de los indios de época antigua. Los montones eran semejantes a los que se hallan de ordinario en las montañas de Gales, si bien de menores dimensiones. El afán de conmemorar algún acontecimiento con señales puestas en los puntos más altos de una comarca parece haber sido una pasión universal de la Humanidad. En el día de hoy no hay en esta parte de la provincia un solo indio civilizado o salvaje, e ignoro que los antiguos habitantes hayan dejado en pos de sí recuerdos más permanentes que estos montones insignificantes en la cumbre de la Sierra de las Animas.


La general y casi absoluta ausencia de árboles en la Banda Oriental es notable. Algunas de las rocosas colinas están parcialmente cubiertas de matorral, y en las riberas de las mayores corrientes, en especial al norte de Las Minas, no son raros los sauces. Cerca del arroyo Tapes oí hablar de un bosque de palmeras, y no lejos de Pan de Azúcar, a los 35° de latitud, vi uno de estos árboles, de considerable tamaño. Los que acabo de citar y los plantados por los españoles forman las únicas excepciones en la general escasez de bosque. Entre las especies introducidas pueden enumerarse los álamos, olivos, melocotoneros y otros frutales; los melocotoneros se han aclimatado tan bien, que suministran el principal surtido de leña a la ciudad de Buenos Aires. Los terrenos, en extremo llanos, como las Pampas, rara vez son favorables al desenvolvimiento del arbolado. Tal vez la causa de ello esté en la fuerza de los vientos o en la naturaleza del drenaje. Sin embargo, en la índole del terreno en torno a Maldonado no se descubre ninguna de las causas apuntadas; las montañas de rocas presentan sitios protegidos, que poseen varias clases de tierras; los arroyuelos son comunes en el fondo de todos los valles, y la naturaleza arcillosa de la tierra parece a propósito para retener la humedad. Hase inferido con mucha probabilidad que la presencia de vegetación boscosa depende generalmente de la cantidad anual de humedad [5]; sin embargo, en esta provincia caen frecuentes y copiosas lluvias en el invierno, y el verano, aunque seco, no lo es en grado excesivo [6]. Casi toda Australia se nos presenta cubierta de gigantesco arbolado, y, sin embargo, su clima es mucho más árido que el de estas regiones. Por tanto, hemos de buscar otra y desconocida causa.

Limitando nuestras consideraciones a Sudamérica nos veríamos tentados a creer que el arbolado sólo prospera en climas muy húmedos; pero el límite del país cubierto de bosque viene en notable manera a coincidir con los vientos húmedos. En la parte meridional del continente, donde los tempestuosos vientos del Oeste, cargados con la humedad del Pacífico, son los que prevalecen, todas las islas de la quebrada costa occidental, desde la latitud de 38° hasta el punto extremo de la Tierra del Fuego, están densamente cubiertas por bosques impenetrables. En el lado oriental de la cordillera, dentro de los mismos límites de latitud, donde un cielo azul y un clima excelente prueban que el aire ha sido privado de su humedad al pasar por las montañas, las áridas llanuras de Patagonia sólo tienen una vegetación raquítica. En las partes más septentrionales del continente, entre los límites del constante alisio sureste, la parte oriental se decora con bosques magnificentes; en tanto la costa occidental, desde los 4 a los 32° de latitud Sur, donde el alisio pierde su regularidad y caen periódicamente copiosos aguaceros, las costas del Pacífico, tan desnudas de vegetación en el Perú, presentan cerca de cabo Blanco la exuberante vegetación, tan celebrada, de Guayaquil y Panamá. De manera que en las partes meridionales y septentrionales del continente los terrenos de bosque y los desiertos ocupan posiciones inversas con respecto a la cordillera, y estas posiciones están aparentemente determinadas por la dirección de los vientos dominantes. En medio del continente hay una ancha banda intermedia, que incluye Chile central y las provincias de la Plata, donde los vientos portadores de lluvias no tienen que pasar por altas montañas y donde el terreno ni está desnudo de vegetación ni cubierto de bosque. Pero la misma regla de que los árboles prosperan sólo en un clima húmedo, que posee esta cualidad merced a los vientos portadores de lluvia, si nos limitamos a Sudamérica, tiene una excepción bien marcada en el cabo de las islas Falkland. Estas islas, situadas a la misma latitud que la Tierra del Fuego y distantes de ella sólo 200 a 300 millas, con un clima muy semejante, con una formación geológica casi idéntica, con situaciones favorables y la misma clase de suelo turboso, a pesar de todo ello ostentan pocas plantas que merezcan siquiera el título de arbustos, mientras que en la Tierra del Fuego es imposible hallar una hectárea de tierra que no esté cubierta de densísimo bosque. En este caso, tanto la dirección de los fuertes temporales como la de las corrientes del mar son favorables al transporte de semillas cerca de la Tierra del Fuego, según lo demuestran las canoas y troncos de árboles arrastrados desde aquel país y frecuentemente arrojados a las costas de las Falkland occidentales. De aquí tal vez procede que haya muchas plantas comunes a los dos países; pero con respecto a los árboles de la Tierra del Fuego han fracasado hasta las tentativas hechas para trasplantarlos a las mencionadas islas.

Durante nuestra permanencia en Maldonado enriquecí mi colección con algunos cuadrúpedos, 80 especies de aves y muchos reptiles, incluyendo nueve especies de culebras. De los mamíferos indígenas el único de algún tamaño que resta ahora, y es bastante común, es el Cervus campestris. Este ciervo es extremadamente abundante, a menudo en pequeños rebaños, en todo el territorio de las riberas del Plata y en la Patagonia Septentrional. Si una persona, arrastrándose bien por el suelo, se acerca poco a poco a un rebaño, el ciervo, frecuentemente, por curiosidad, se aproxima a reconocerla. De este modo he matado desde el mismo sitio tres individuos de un mismo rebaño. Aunque tan confiados y curiosos, al ver venir un jinete estos animales se muestran muy asustadizos y esquivos. En este país nadie camina a pie, y el ciervo sólo ve en el hombre a su enemigo cuando está montado y armado con las bolas. En Bahía Blanca, establecimiento reciente de la Patagonia Septentrional, me sorprendió observar el poco caso que hacía el ciervo del ruido de los disparos: un día tiré 10 veces a uno de ellos en un espacio de 80 metros, y más le asustó el choque de la bala contra la tierra que el estampido de la escopeta. Habiéndoseme agotado la pólvora, me vi precisado a levantarme (sea dicho para afrenta de mi destreza venatoria, aunque puedo matar pájaros al vuelo) y di voces hasta que el animal huyó corriendo.

La particularidad más curiosa relativa a este animal es el olor fuerte, ofensivo e insoportable que despide el macho. No hay palabras para expresarlo: varias veces, mientras degollaba el ejemplar que ahora está montado en el Museo Zoológico, estuve a punto de desmayarme de náuseas. Até la piel a un pañuelo de seda y así la llevé a casa: el pañuelo se lavó bien y seguí usándolo, repitiéndose, como es natural, los lavados; sin embargo, por espacio de un año y siete meses, siempre que lo desdoblaba percibía distintamente el olor. Es un asombroso caso de la permanencia de alguna substancia, que se conserva a pesar de ser tan sutil y volátil. Con frecuencia, al pasar a la distancia de 800 metros a sotavento de un rebaño, observé que el aire estaba impregnado con el efluvio. Creo que el olor del macho es más intenso en la época en que tiene enteramente formadas las cuernas o limpias de cuero cabelludo. Entonces no puede comerse su carne; pero los gauchos aseguran que sepultándola por algún tiempo en tierra fresca se quita el olor. He leído no sé dónde que los isleños del norte de Escocia hacen lo mismo con los cadáveres de las aves piscívoras.

El orden de los roedores es aquí muy numeroso en especies; sólo de ratones recogí nada menos que 80 especies diferentes [7]. El mayor roedor del mundo es el Hydrochaerus capybara (puerco de agua), el cual abunda en estas regiones. Uno que maté de un tiro en Montevideo pesó 98 libras; su longitud desde el extremo del hocico hasta la especie de muñón de la cola era de siete decímetros, y la circunferencia algo mayor. Estos grandes roedores frecuentan a veces las islas de la desembocadura del Plata, donde el agua es enteramente salada; pero abundan más en las márgenes de los lagos y ríos de agua dulce. Cerca de Maldonado suele verse de ordinario tres a cuatro juntos. Por el día, o permanecen echados entre las plantas acuáticas o pastan a la descubierta en el llano cubierto de césped [8]. Cuando se los ve a distancia parecen cerdos por su color y manera de andar; pero si están sentados sobre sus ancas y mirando atentamente a cualquier objeto con un solo ojo, presentan el aspecto de sus congéneres los conejos de Indias y cerdos de Guinea. La cabeza, vista de frente o de lado, tiene una figura cónica a causa del gran espesor de sus mandíbulas. Estos animales eran muy confiados en Maldonado; andando con cautela me acerqué a tres metros de un grupo de cuatro individuos viejos. Quizá la causa de esta domesticidad se halle en el hecho de haber ahuyentado a los jaguares desde hace algunos años, y también en que los gauchos desprecian su caza. Al aproximarme cada vez más, solían producir un ruido especial, que es un bufido sordo, procedente de expeler repentinamente cierta cantidad de aire; no hallo nada a que compararlo como no sea al primer ladrido bronco de un mastín. Después de haber observado a los cuatro capybaras casi a la distancia del largo de mi brazo, mientras ellos a su vez me contemplaban a mí por varios minutos, se lanzaron a todo correr al agua con el mayor ímpetu, emitiendo a la vez su peculiar gruñido. Bucearon recorriendo un corto trecho, y volvieron a salir a la superficie, pero sin sacar del agua mas que la parte superior de la cabeza. Dicen que la hembra, cuando tiene crías, las lleva sobre el lomo al nadar. Es fácil matar gran número de estos animales; pero sus pieles son de poco valor y su carne realmente indiferente. En las islas del río Paraná abundan extraordinariamente, siendo las presas ordinarias del jaguar.

El tucutuco (Ctenomys Brasiliensis) es un curioso animalito que puede ser descrito brevemente con decir que es un roedor con hábitos de topo. Hállasele en gran número en algunas partes del país; pero difícilmente se le coge, y nunca, a lo que creo, sale de sus galerías subterráneas. Levanta en la boca de sus madrigueras montoncitos de tierra como los del topo, pero más pequeños. Hay extensiones considerables de terreno tan completamente minadas por estos animales, que los caballos, al andar sobre ellos, se hunden hasta los menudillos. Los tucutucos, hasta cierto punto, parecen ser gregarios; el hombre que me facilitó algunos ejemplares había cogido seis juntos, y me dijo que esto era lo corriente. Son de costumbres nocturnas, y se alimentan principalmente de raíces de plantas, que son el objeto de sus amplias y superficiales galerías. Se los conoce generalmente por un ruido peculiarísimo que hacen cuando están bajo tierra. La persona que lo oye por primera vez se sorprende y alarma, no pudiendo explicarse de dónde viene ni qué clase de animal lo produce. El ruido consiste en un gruñido nasal corto y suave, que se repite en cuatro tiempos en rápida sucesión; el nombre de tucutuco [9] es una imitación onomatopéyica del sonido. En los sitios donde abunda este animal puede vérsele a todas las horas del día, y en ocasiones bajo de los propios pies. Cuando se los tiene en un cuarto, los tucutucos se mueven de un modo lento y torpe, a causa, según parece, del zanquear de sus patas traseras; y como la articulación del muslo carece de cierto ligamento, son absolutamente incapaces de saltar verticalmente a la menor altura. Se muestran sobremanera estúpidos en no hacer la menor diligencia para escapar, y cuando se los irrita o asusta profieren su tucutuco. De los que conservé vivos, algunos se hicieron enteramente mansos desde el primer día, de modo que no intentaron ni morder ni correr; pero otros eran algo más salvajes.

El hombre que los cogió me dijo que se encontraban muchos ciegos. Así estaba un ejemplar que conservé en alcohol; Mr. Reid lo cree efecto de la inflamación de la membrana nictitante. Cuando el animal estaba vivo puse el dedo a la distancia de centímetro y medio de su cabeza, y no dió la menor señal de enterarse; sin embargo, andaba por el cuarto casi tan bien como los otros. Si se atiende a las costumbres estrictamente subterráneas del tucutuco, la ceguera, aunque tan común, no debe considerarse como un mal grave; pero parece extraño que haya animales con un órgano tan frecuentemente expuesto a ser dañado. Si Lamarck hubiera conocido este hecho se habría alegrado, citándolo en sus hipótesis [10] (tal vez más fundadas de lo en él acostumbrado) sobre la ceguera gradualmente adquirida por el Aspalax, roedor que vive bajo tierra, y del Proteus, reptil que habita en obscuras cavernas llenas de agua; en estos dos anímales el ojo se halla en estado casi rudimentario y cubierto por una membrana tendinosa y piel. En el topo común el ojo es extraordinariamente pequeño, pero perfecto, si bien muchos anatómicos dudan que esté relacionado con el verdadero nervio óptico; su visión debe ser, sin duda, imperfecta, pero probablemente útil al animal cuando deja su madriguera. En el tucutuco, que, según creo, no sale nunca a la superficie de la tierra, el ojo es algo mayor, pero a menudo se ha vuelto ciego e inútil, aunque, al parecer, sin gran perjuicio del animal. A no dudarlo, Lamarck habría dicho que el tucutuco está pasando actualmente al estado del Aspalax y Proteus.

Las aves, de muchas clases, son numerosísimas en las ondulantes y herbosas llanuras que rodean a Maldonado. Hay varias especies de una familia cuya estructura y costumbres son análogas a las de nuestros estorninos; una de éstas, el Molothrus niger, es notable por sus hábitos. Con frecuencia puede verse a varios de ellos posados en el lomo de una vaca o de un caballo; y cuando se paran en algún seto, peinándose el plumaje al sol, de cuando en cuando intentan cantar, o más bien silbar. Pero es un sonido peculiar, semejante al de las burbujas de aire cuando pasan rápidamente por un pequeño orificio debajo del agua, dando por resultado una nota aguda. Según Azara, este pájaro, como el cuclillo, deposita sus huevos en los nidos de otras aves. La gente del país me dijo más de una vez que, sin duda alguna, hay allí un pájaro que tiene esa costumbre, y mi ayudante colector, persona muy formal y cuidadosa, halló un nido de gorrión de este país (Zonotrichia matutina) con un huevo mayor que los demás y de diferente color y forma. En Norteamérica hay otra especie de Molothrus (M. pecoris), cuyas costumbres son parecidas a las del cuclillo, y que por todos conceptos tiene las más estrechas afinidades con las especies del Plata, aun en particularidades tan menudas como las de posarse en el lomo de las vacas; únicamente se diferencia en ser un poco más pequeño y en que su plumaje y huevos presentan una ligera diferencia de matiz. Esta estrecha semejanza de forma y costumbres en especies representativas pertenecientes a regiones opuestas de un gran continente sorprende por lo significativa, y no por ocurrir comúnmente deja de ser interesante.

Míster Swainson ha observado fundadamente [11] que, con la excepción del Molothrus pecoris, al que debe añadirse el M. niger, los cuclillos son las únicas aves que pueden llamarse parasitarias, en el sentido de «adherirse, por decirlo así, a otro animal vivo, cuyo calor hace salir del huevo a las crías de aquéllos, cuyo cebo las alimenta, y cuya muerte acarrearía la de las mencionadas crías en el primer período de su vida». Es digno de notarse que algunas especies, aunque no todas, así del cuclillo como del Molothrus, coincidan en esta extraña costumbre de su propagación parasitaria, siendo al mismo tiempo opuestas en todas las demás; el Molothrus, como nuestro estornino, es eminentemente sociable y vive en las campiñas descubiertas, sin artificios ni disfraces; el cuclillo, como todo el mundo sabe, es un ave singularmente esquiva, que prefiere las espesuras retiradas y se alimenta de frutas y larvas. En la estructura se diferencian también mucho ambos géneros. Hanse aventurado muchas teorías, hasta de índole frenológica, para explicar la razón de poner el cuclillo los huevos en los nidos de otras aves. Pero solamente M. Prévost, a mi juicio, ha arrojado luz sobre este enigma con sus observaciones [12]; según ellas, la hembra del cuclillo, que al decir de casi todos los observadores pone al menos de cuatro a seis huevos, tiene que aparearse con el macho cada vez después de poner sólo uno o dos huevos. O bien habría de incubarlos todos juntos, dejando yacer los de la primera puesta por tanto tiempo que probablemente se pondrían hueros, o bien tendría que incubar separadamente cada huevo o cada dos inmediatamente de puestos. Pero como el cuclillo permanece en esta región menos tiempo que cualquier otra ave emigratoria, le sería imposible efectuar las incubaciones sucesivas. Podemos, pues, ver en el hecho de aparearse el cuclillo varias veces en cortos intervalos y poner sus huevos en idénticas condiciones la causa de que deposite sus huevos en los nidos de otras aves, dejándolos al cuidado de sus padrastros. Me inclino mucho a creer que esta explicación es exacta porque yo mismo me he visto conducido por mis propias observaciones (como veremos más adelante) a una conclusión análoga con respecto al avestruz suramericano, o ñandú, cuyas hembras son parasitarias unas de otras, si así puedo expresarme, pues cada hembra pone varios huevos en los nidos de las otras, y los machos se encargan de la incubación, como los padrastros del cuclillo hacen con éste.

Mencionaré sólo otras dos aves que son muy comunes y se hacen notar entre las demás por sus hábitos.

El Saurophagus sulphuratus es tipo de la gran tribu americana de muscarias tiranas. En su estructura se acerca mucho a las pega-rebordas, pero en sus costumbres puede ser comparada con varias aves. Le he observado frecuentemente ojeando el terreno, revoloteando sobre un sitio, como un halcón, y pasando después a otro. Cuando se le ve así, suspendido en el aire, fácilmente podría confundírsele a corta distancia con un ave de rapiña; pero su embestida es muy inferior en fuerza y velocidad a la del halcón. En otras ocasiones el saurófago merodea por las cercanías de corrientes y depósitos de agua, y allí, como un martín pescador, permaneciendo estacionario, pesca los pececillos que se acercan a las márgenes. No es raro ver a estas aves enjauladas o en los corrales, con las alas cortadas. Se amansan luego, y hacen pasar buenos ratos con sus extraños hábitos, parecidos a los de las picazas, según me contaron. Su vuelo es ondulatorio, porque el peso de la cabeza y del pico parece demasiado grande para el cuerpo. Por la noche el Saurophagus se posa en un arbusto, muchas veces junto a los caminos, y repite continuamente y sin cambios un canto agudo y un tanto agradable, que remeda palabras articuladas. Los españoles dicen se parece a las palabras «Bien te veo», y le han bautizado con este nombre.

Una especie de sisonte o burlón (Mimus orpheus), llamado calandria por la gente del país, es notable por poseer un canto muy superior al de las demás aves de la región; realmente es el único pájaro de Sudamérica que he visto posarse para cantar. Sus trinos pueden compararse a los de la curruca, pero son más enérgicos, resultando algunas notas ásperas y otras muy altas, que se mezclan con un grato gorjeo. No se le oye mas que en primavera. En otras épocas su grito es estridente e inarmónico. Cerca de Maldonado estas aves eran mansas y atrevidas; constantemente acudían en gran número a las casas de campo, a picar la carne colgada de los postes o las paredes; y si alguna otra ave pequeña se llegaba a participar del festín, la calandria no tardaba en ahuyentarla. En las grandes llanuras desiertas de Patagonia, otra especie muy afín, la O. Patagonica, de d'Orbigny, que frecuenta los valles cercados de arbustos espinosos, es un ave salvaje y tiene un timbre de voz algo diferente. Parecíame una circunstancia curiosa en orden a los delicados matices de diferencia de hábitos, que, juzgando sólo por este último respecto, cuando vi otra vez esta segunda especie, la juzgué distinta de la de Maldonado. Después de procurarme un ejemplar, y comparando las dos con especial cuidado, las hallé tan semejantes que mudé de opinión. Mas ahora Mr. Gould dice que seguramente son distintas, y esta conclusión está de acuerdo con las pequeñas diferencias de hábitos, de que, sin embargo, él no tenía noticia.

El número, domesticidad y desagradables hábitos de las rapaces carroñeras, esto es, que se alimentan de carne muerta, propias de Sudamérica les da una preeminencia singular ante el que sólo está familiarizado con las aves del norte de Europa. En esta lista pueden incluirse cuatro especies del Caracara o Polyborus, el Aura o Zopilote, el Gallinazo y el Cóndor. Los Caracaras, por su organización y estructura, están colocados entre las águilas, y pronto veremos cuán mal les sienta tan elevado rango. En sus hábitos reemplazan a los cuervos carroñeros, picazas y cornejas, tribu de aves esparcidas por el resto del mundo, pero totalmente ausentes en Sudamérica. Comenzando por el Polyborus Brasiliensis, he de decir que es un ave común, extendida en un amplia área geográfica; es más numerosa en las sabanas herbosas de La Plata (donde se la conoce con el nombre de Carrancha), y no deja de vérsela en las estériles llanuras de Patagonia. En el desierto que hay entre los ríos Negro y Colorado, numerosos Polyborus vigilan constantemente la línea del camino para devorar los cadáveres de los exhaustos animales que de vez en cuando perecen de fatiga y sed. Abunda siempre en estas regiones secas y desoladas, así como en las áridas costas del Pacífico; pero también se la halla habitando los bosques húmedos e impenetrables de la Patagonia Occidental y de la Tierra del Fuego. Las Carranchas, juntamente con el Chimango, suelen estar también de espera en las estancias y mataderos, donde andan en gran número. Cuando perece una bestia en la llanura, el Gallinazo comienza el festín, y luego las dos especies Polyborus dejan enteramente mondos los huesos. Estas aves, aunque generalmente se ceban juntas en sus presas, distan mucho de ser amigas. En tanto la Carrancha está posada tranquilamente en la rama de un árbol o en el suelo, el Chimango sigue a menudo por largo tiempo volando hacia atrás y hacia adelante, arriba y abajo, o en semicírculo, procurando, cada vez que llega a la parte más baja de la curva, picar a su congénere, aunque de tamaño mayor. La Carrancha no hace gran caso, y se limita a mover la cabeza. Aunque las Carranchas suelen reunirse en gran número, no son gregarias, pues en los lugares desiertos se las ve solitarias y más comúnmente por parejas.

Dícese que las Carranchas son muy astutas y que roban gran cantidad de huevos. También se lanzan, así como el Chimango, sobre las mataduras del ganado mular y caballar. La pobre bestia atacada, con las orejas gachas y el lomo arqueado, por una parte, y por otra, el pajarraco carnívoro cerniéndose en el aire a un metro del repugnante bocado, forman un cuadro que el capitán Head ha descrito con el ingenio y tino en él habituales. Estas falsas águilas rara vez comen pájaros o animales vivos, y su aspecto de buitre y hábitos necrófagos son bien conocidos de todo el que se haya quedado dormido en las desoladas llanuras de Patagonia, pues al despertar no deja nunca de ver en los montículos de los alrededores a las aves de que hablo, observando pacientemente con ojos malignos: es una nota característica del paisaje de estas regiones, que seguramente será reconocida por cuantos han andado por ellas. Si un grupo de hombres sale a cazar con perros y caballos, indefectiblemente le seguirán durante el día varios de estos acompañantes. Después de harto, le sobresale el pelado buche; en tales circunstancias, y aun generalmente, es un ave torpe, mansa y cobarde. Su vuelo es pesado y lento, como el de la corneja inglesa. Rara vez se remonta; pero en dos ocasiones he visto a una moverse a gran altura con gran facilidad. Corre (expresando con esta palabra lo contrario de saltar), pero no tan rápidamente como sus congéneres. A veces hace gran ruido con sus graznidos, pero no es lo ordinario; su grito es fuerte, áspero y característico, pudiendo compararse al sonido de la g gutural española seguida de doble r. Al graznar levanta la cabeza cada vez más, hasta que al fin, con el pico enteramente abierto, la parte superior del cráneo toca casi la porción inferior del dorso. Se ha puesto en duda este hecho, pero es rigurosamente cierto: yo he visto varías veces a las Carranchas con la cabeza hacia atrás, en una posición completamente invertida. A estas observaciones puedo añadir, fundándome en la gran autoridad de Azara, que la Carrancha se alimenta de gusanos, conchas, babosas, saltamontes y ranas; que mata corderillos para comerse el cordón umbilical, y que persigue al Gallinazo, obligándole a devolver la carnaza que haya ingerido. Por último, Azara asegura que varias Carranchas, cinco o seis juntas, se unen para cazar grandes aves, como, por ejemplo, garzas. Todos estos hechos muestran que es un ave de hábitos muy varios y bastante astuta.

El Polyborus Chimango es considerablemente menor que las especies últimas. Es verdaderamente omnívoro, y come hasta pan. Se me aseguró que causa daño en los patatales de Chiloe, sacando de la tierra los trozos de papa recién plantada. De todas las aves carroñeras el chimango es generalmente el último que abandona el esqueleto de un animal muerto, y con frecuencia puede vérsele dentro de la armazón formada por las costillas, como un pájaro en su jaula. Otra especie es el Polyborus Nove Zelandiae, que abunda extraordinariamente en las islas Falkland. Por sus hábitos se parece en muchos respectos a las Carranchas. Vive de la carne de animales muertos y de productos marinos, y en los arrecifes Ramírez toda su alimentación puede proceder del mar. Son muy mansos y atrevidos, y merodean por los alrededores de la casa en busca de despojos. Cuando una cuadrilla de cazadores mata una pieza mayor, en breve se reúnen varios de esos políboros y aguardan pacientemente, estacionados en el suelo en torno del animal muerto. Después que han comido, sus pelados buches sobresalen considerablemente, dándoles un aspecto repugnante. Atacan con prontitud a las aves heridas, y a un cuervo marino que en ese estado buscó refugio en la costa, apenas fue divisado por varios políboros, cuando se precipitaron sobre él y le mataron a picotazos. El Beagle sólo permaneció en las islas Falkland durante el verano; pero los oficiales del Adventure, que pasaron allí el invierno, mencionan muchos casos extraordinarios de la osadía y rapacidad de esas aves.

En una ocasión se lanzaron sobre un perro que estaba echado medio dormido, junto a un grupo de cazadores, y éstos se vieron en grave aprieto para evitar que les fueran arrebatados a su vista los gansos silvestres que habían herido. Cuéntase que varios juntos (imitando en esto a las Carranchas) se estacionan en la boca de una conejera, y entre todos se apoderan del animal cuando sale. Constantemente estuvieron volando en torno del barco mientras permaneció en el puerto, y fué necesario desplegar gran vigilancia para que no arrancaran el cuero de las jarcias o se llevaran la carne y caza que había en popa. Estas aves son muy malignas y curiosas; recogen casi todos los objetos que hallan en el suelo, y entre otras cosas se llevaron una vez a la distancia de kilómetro y medio un sombrero de hule negro, y lo propio hicieron con unas bolas pesadas de las que se usan para cazar el ganado. A Mr. Usborne le ocasionaron un perjuicio más grave, pues durante sus exploraciones y estudios le robaron una pequeña brújula Kater en un estuche de tafilete rojo, que nunca más pudo recobrar. Estas aves son además pendencieras y muy violentas, destrozando la hierba con sus picos en los accesos de furor. No son propiamente gregarias, no se remontan a gran altura, y su vuelo es pesado y torpe; cuando están en tierra corren muy aprisa, pareciéndose a los faisanes. Hacen mucho ruido, profiriendo varios gritos ásperos, uno de los cuales recuerda a la corneja inglesa: de ahí que los cazadores de focas las designen siempre con el nombre de cornejas. Es curiosa la circunstancia de que al cantar muevan la cabeza hacia adelante y hacia atrás, al modo de la Carrancha. Construyen sus nidos en los peñones rocosos de la costa, pero sólo en los islotes adyacentes y no en las dos islas principales; es una precaución singular en un ave tan sociable y atrevida. Los cazadores de focas dicen que la carne de estos políboros, después de cocida, es enteramente blanca y apetitosa; pero buenas tragaderas ha de tener el que se atreva a comerla.

Réstanos tratar del Zopilote (Vultur aura) y del Gallinazo. Hállase el primero dondequiera que el terreno es un tanto húmedo, desde el cabo de Hornos hasta Norteamérica. A diferencia del Polyborus Brasiliensis y Chimango, se le encuentra hasta en las islas Falkland. Es ave solitaria, o a lo más anda en parejas; puede reconocérsele al punto a gran distancia por su vuelo elevado, majestuoso y elegantísimo. Sábese con toda seguridad que se alimenta de carroña. En la costa occidental de Patagonia, entre la espesura de las islitas y las escabrosidades del terreno, vive exclusivamente de lo que arroja el mar y de los cadáveres de focas. Allí donde estos animales se reúnan en las rocas, puede verse también a dichos vultúridos. El Gallinazo (Cathartes atratus) tiene un área diferente de las especies anteriores, pues nunca se le ve al sur de los 41° de latitud. Azara asegura que existe una tradición sobre estas aves, que en la época de la conquista no habitaban cerca de Montevideo, pero siguieron después a los pobladores procedentes de los territorios más septentrionales. Al presente son numerosos en el valle del Colorado, situado a unos cuatrocientos ochenta kilómetros al sur de Montevideo. Parece probable que esa emigración adicional ocurriera desde el tiempo mismo de Azara. El Gallinazo, por lo general, prefiere un clima húmedo, o más bien las inmediaciones del agua dulce; por eso es muy numeroso en el Brasil y en La Plata, mientras que apenas se le halla en las desiertas y áridas llanuras de la Patagonia Septentrional, a no ser cerca de alguna corriente. Frecuenta toda la extensión de las Pampas hasta el pie de la cordillera, pero nunca he visto ni oído de ninguno en Chile; en el Perú se los conserva para que hagan de basureros. Estos vultúridos pueden llamarse con toda seguridad gregarios, pues parecen deleitarse en estar juntos y no se reúnen solamente por el atractivo de una presa común. En días hermosos pueden verse bandadas de ellos a gran altura, y cada uno gira dando vueltas y más vueltas sin cerrar las alas, en evoluciones llenas de gracia. Esto puede estar relacionado con el mero placer del ejercicio o acaso en conexión con sus alianzas matrimoniales.

Con esto dejo mencionadas todas las aves que comen carroña, exceptuando el Cóndor, cuya descripción estará más en su lugar al tratar de la visita hecha a regiones que se acomoden a sus hábitos mejor que los llanos de La Plata.


En una ancha zona de montículos de arena interpuesta entre la Laguna del Potrero y las márgenes del Plata, a pocas millas de Maldonado, hallé un grupo de tubos silíceos vitrificados que se forman al penetrar la chispa eléctrica en la arena suelta. Estos tubos se parecen en todos sus pormenores a los encontrados en Drigg, en Cumberland, y que han sido descritos en las Geological Transactions [13]. Los montículos de arena de Maldonado, no protegidos por vegetación, están constantemente mudando de sitio. De aquí que los tubos sobresalgan de la superficie, y los numerosos fragmentos que había cerca demostraban que en un principio habían estado sepultados a mayor profundidad. Cuatro series de ellos habían entrado en la arena perpendicularmente, pero removiendo la tierra con las manos seguí la continuación de uno hasta la profundidad de seis decímetros, y algunos fragmentos que evidentemente habían pertenecido al mismo tubo, cuando estuvieron añadidos a la otra porción del mismo dieron una longitud total de más de dos metros y medio. El diámetro era casi igual en todo el tubo, y por tanto debemos suponer que originariamente llegaban a mucha mayor profundidad. Estas dimensiones, sin embargo, son pequeñas si se las compara con los tubos de Drigg, uno de los cuales fué desenterrado hasta una profundidad no inferior de nueve metros.

La superficie interna se hallaba completamente vitrificada y era lustrosa y suave. Examinado al microscopio un pequeño fragmento presentó el aspecto de las perlas fundidas al soplete, a causa de las numerosas burbujitas de aire, o tal vez vapor, que encerraba. La arena es en gran parte, o enteramente, silícea; pero algunos granitos son de color negro y el brillo de su superficie posee un lustre metálico. El espesor de la pared del tubo varió de medio milímetro a uno y en algunas partes llegó a dos y medio. Exteriormente los granos de arena son redondeados y tienen una leve cubierta vidriosa; no pude, sin embargo, apreciar signo alguno de cristalización. De un modo semejante a como se describe en las Geological Transactions, los tubos están en general comprimidos y tienen hondos surcos longitudinales, de tal suerte que se parecen mucho a tallos vegetales rugosos o a las cortezas del olmo y del alcornoque. Su circunferencia es de unos cinco centímetros, pero en ciertos trozos cilíndricos y sin surcos llegó a más de un decímetro. Las rayas o surcos han sido evidentemente causados por la compresión de la arena suelta circundante mientras el tubo estaba aún reblandecido por un calor intenso. A juzgar por los fragmentos no comprimidos, la medida del taladro de la chispa eléctrica (si es que tal término puede emplearse) debe haber sido de unos 32 milímetros. En París, M. Hachette y M. Beudant [14] lograron obtener tubos semejantes por muchos conceptos a estas fulguritas haciendo pasar fuertes descargas galvánicas por cristal finamente pulverizado. Y cuando se añadió sal para aumentar su fusibilidad, los tubos aumentaban en todas las dimensiones. Repitiendo la experiencia con feldespato y cuarzo pulverizados no les dió resultado. Uno de los tubos, formados con polvos de cristal, llegó a medir cerca de dos centímetros de largo por 0,0254 milímetros. Al saber que se había empleado la batería más potente de París y que a pesar de haberse aplicado a una substancia tan fusible como el cristal sólo había podido formar tubos tan diminutos, no pude menos de admirar el formidable poder del rayo, que al descargar sobre la arena en distintos lugares ha fundido cilindros de más de nueve metros de largo, con un orificio interno en las partes no comprimidas de treinta y tantos milímetros. ¡Y esto en un material tan extraordinariamente refractario como el cuarzo!

Los tubos, como ya he dicho, penetran en la arena en dirección casi vertical. Uno, sin embargo, menos regular que los otros, se desvió de la línea recta inclinándose hasta 33°. Del mismo tubo partían ramas pequeñas separadas unos tres decímetros, de las cuales la una apuntaba arriba y la otra abajo. Este último caso es notable, puesto que el flúido eléctrico debe de haber retrocedido formando un ángulo agudo de 26° con la línea de su principal dirección. Además de los cuatro tubos verticales que encontré retirando la arena envolvente había varios otros grupos de fragmentos que indudablemente procedían de sitios cercanos. Todos ellos estaban en un espacio llano de arena movediza, de 60 metros, situado entre algunos montículos del material mencionado y a 1.800 metros de una cadena de cerros de 120 a 150 metros de altura. La circunstancia más singular, a mi parecer, tanto en este caso como en el de Drigg y en otro descrito por míster Ribbentrop, en Alemania, está en el número de tubos hallados dentro de tan escaso terreno. En Drigg se observaron tres en un área de 15 metros y el mismo número se halló en Alemania. En el caso que he descrito había seguramente más de cuatro en una superficie rectangular de 60 metros por 20. Como no parece probable que los tubos se formaran por descargas distintas y sucesivas, hemos de creer que el rayo, poco antes de infiltrarse en la tierra, se divide él mismo en ramas separadas.

Las cercanías del río de la Plata parecen estar expuestas de un modo especial a los efectos de la electricidad atmosférica. En el año 1793 [15] descargó en Buenos Aires una de las tempestades más destructoras que se recuerdan en la ciudad: cayeron 37 exhalaciones y perecieron 19 personas fulminadas. Por los hechos que hallo referidos en varios libros de viajes me inclino a sospechar que las tempestades son muy frecuentes cerca de las desembocaduras de los grandes ríos. ¿No podría suceder que la mezcla de considerables masas de agua dulce y salada contribuya a perturbar el equilibrio eléctrico? Sólo en las visitas de ocasión que he hecho a esta parte de Sudamérica tuve noticia de haber caído chispas eléctricas en un barco, dos iglesias y una casa. La casa y una de las iglesias las vi poco después; la primera pertenecía a Mr. Hood, cónsul general inglés en Montevideo. Algunos de los efectos causados por el rayo eran curiosos: el papel estaba ennegrecido a ambos lados de la línea recorrida por los alambres del timbre en una distancia de más de dos decímetros. El metal se había fundido, y aunque el cuarto tenía cuatro metros y medio de altura, los glóbulos, al caer sobre las sillas y otros muebles, los habían perforado, dejando una serie de agujeritos. El marco de un espejo quedó carbonizado y el dorado debió de volatilizarse, porque un frasco de esencia que había en la chimenea estaba cubierto de brillantes partículas metálicas, tan firmemente adheridas como si hubiera sido esmaltado.


  1. Cetáceos del género Phocæna, afines al delfín.—Nota de la edic. española.
  2. Actualmente es la capital del departamento de su nombre en el Uruguay, con 4.500 habitantes; es uno de los puertos más seguros en el estuario de la Plata.—N. del T.
  3. Journey, de Hearne, pág. 383.
  4. Se da este nombre a la especie de liebre Lepus campestris, y otras especies norteamericanas, por mudar en el invierno su pelaje en blanco.—Nota de la edic. española.
  5. Maclaren: artíc. «Améríca», Encyclop. Britann.
  6. Azara dice: «Creo que la cantidad anual de lluvias es en todos estos países más considerable que en España.» Vol. I, página 36.
  7. En Sudamérica reuní 27 especies de ratones, y 30 más se conocen por las obras de Azara y otros autores. Los recogidos por mí han sido clasificados y descritos por Mr. Waterhouse en las reuniones de la Zoological Society. Permítaseme aprovechar esta ocasión para dar cordiales gracias a Mr. Waterhouse y a los demás señores pertenecientes a esa Sociedad por la amable y generosa ayuda que me han prestado en todas ocasiones.
  8. En el estómago y duodeno de un capybara que abrí hallé una gran cantidad de cierto líquido claro y amarillento, en el que apenas podía distinguirse fibra alguna. Míster Owen me comunica que una parte del esófago es tan estrecha, que no puede pasar por ella sino el cañón de una pluma de ave. Realmente los anchos dientes y fuertes mandíbulas de este animal son a propósito para reducir a pulpa las plantas acuáticas de que se alimenta.
  9. En el río Negro, al norte de Patagonia, hay un animal de los mismos hábitos y probablemente de una especie muy afín. Yo no lo he visto. Su ruido se diferencia del de Maldonado en que se repite sólo dos veces en lugar de tres o cuatro, siendo más distinto y sonoro. Al oírlo a distancia, se parece tanto al de cortar un arbolito con un hacha, que a veces he dudado lo que sería.
  10. Philosoph. Zoolog., tomo I, pág. 242.
  11. Magazine of Zoology and Botany, vol. I, pág. 217
  12. Leídas ante la Academia de Ciencias de París: L'Institut, 1834, pág. 418.
  13. Geolog. Transact., vol. II, pág. 528. En las Philosoph. Transact., 1790, pág. 294, el Dr. Priestley ha descrito algunos tubos silíceos imperfectos y a medias convertidos en cuarzo, que fueron encontrados hundidos en el suelo bajo un árbol donde un hombre había sido fulminado por el rayo.
  14. Annales de Chimie et Physique, tomo XXXVII, pág. 319.
  15. Viaje, de Azara, vol. I, pág. 36.