De tal palo, tal astilla/Capítulo XXXI


Ningún bálsamo tan prodigioso para templar en la memoria de Águeda los recuerdos de la pasada noche como la noticia que tuvo al día siguiente, de que Fernando había encomendado al cura de Valdecines la tarea de su conversión.

Ya hemos visto que, al considerar los motivos que la alejaban de él, padecía dos tormentos a la vez: el tormento de perderle y el tormento de pensar que el incrédulo se perdía. Ambos dolores se calmaban con aquel remedio.

No hay sol más resplandeciente que el primero que luce después de una tempestad. Así son las ilusiones: las que se forja la imaginación en las treguas de los grandes martirios, son las más agradables. ¿Qué mucho que Águeda se recrease en dar cuerpo y alas y espacio en que volar a las suyas, adquiridas después de tantas y tan deshechas tempestades?

En medio de esta claridad risueña cayó de repente, como noche preñada de horrores, la noticia del suicidio de Fernando. No bastó su carta: fue preciso, para dar al cuadro todo el negro tinte que cabía en él, que el mensajero que la puso en manos de Águeda describiera con inclemente prolijidad los pormenores de la escena que había presenciado en el fondo de aquel inmenso sepulcro. ¿Qué sonda mediría la profundidad del dolor que sintió la desventurada en tan aciago instante? Pero ni una queja brotó de sus labios, ni halló cabida en su mente. Mártir heroica de la fe, recibió el golpe en medio del pecho y a pie firme, convencida por la amarga experiencia de su largo calvario de que para lidiar así la había arrojado Dios a las luchas de la vida; elevó al cielo cuanto de ángel había en su naturaleza formada para el martirio: y ya no pensó en que padecía, sino en padecer más para ofrecer sus tormentos en satisfacción por el delito de Fernando, si era posible, que a su enormidad alcanzase la divina misericordia.

«Si existe ese Dios a quien adoras y me sacrificas -decía un párrafo de la carta del suicida-, ¿por qué siembra de aprobios y de afrentas el único camino por donde puedo buscarle para conocerle y merecerle? O tu Dios no existe o es el mal».

¡Rebelde y blasfemo!... ¡Insensato!... ¡Y adoraba a Águeda, y no alcanzaba a ver en ella el vivo ejemplo del valor cristiano; cómo se lucha y se sufre y se vence en las grandes tribulaciones de la vida; cuál es el deber y cuál es la locura; cuál es la verdad y cuál es el falso brillo de los errores de la conciencia; hasta dónde llega la flaca razón humana, y desde dónde comienza a revelarse la providencia de Dios; cómo es fuerza lo que parece debilidad, y cómo consiste el valor, no en aniquilarse delante del peligro, sino en afrontarle a pecho descubierto!

Concebía a Fernando incrédulo, separado de ella y hasta luchando inútilmente por creer para merecerla; imaginósele alguna vez desesperanzado y desfallecido, y aun sucumbiendo entre dudas... Pero morir por su propia mano y abrazado a sus errores, con la desesperación en el alma y la blasfemia entre los labios, y ser ella el motivo, la chispa que produjo la explosión de tal demencia, pasaba mucho más allá de los límites de sus previsiones. Ni en el cielo podía haber perdón para crimen tan horrendo, ni en la tierra descanso ni sosiego para ella.

El bueno de don Plácido intentó en vano consolarla.

-Vamos, hija mía -díjola cariñoso-, ánimo... ¡Ánimo, y siempre ánimo que, al fin y al cabo, no quedas sola en el mundo!... Bien considerado este suceso, era de esperarse más tarde o más temprano... y, francamente, preferible es que haya ocurrido ahora... Digo que era de esperar, porque donde no hay temor de Dios, no caben obras más cuerdas; y bien sabes tú cómo anda la religión en esa casta. Cierto que su padre, aunque hereje, va arrastrando la vida sosegadamente; pero esto puede consistir en que el aislamiento en que vive le pone a cubierto de las desazones con que se prueba el temple de las almas. Además, según mis noticias, las herejías del padre son tortas y pan pintado comparadas con la incredulidad de que se jactaba el hijo... Y eso tenía que suceder por la fuerza misma de las cosas. De tal palo, tal astilla. De un tibio y descuidado en materia de fe nace un volteriano como el doctor Peñarrubia; de un volteriano, un ateo que pierde los estribos al menor contratiempo, y se vuelve loco, o se quita la vida, que tanto monta... Y en su lógica obran muy racionalmente: muerto el perro, se acabó la rabia... pues mato el perro. En cuanto a los tontos que en el mundo dejan tales sabios llorando su criminal locura, ¿qué vale eso? Quien no acierta a conocer a Dios en toda su vida, ¿cómo ha de fijarse en semejantes pequeñeces en el momento de cometer la heroicidad?... No faltan desventurados que la aplauden..., y hasta la imitan; y a ello hay que atenerse. ¡Admirable raza para regenerar el viejo mundo! ¡Admirable seso el de los hombres que se desviven por echar hacia ese abismo las corrientes de las ideas!

Nada respondía Águeda a estas observaciones de su tío; pero comenzó a llorar en silencio. Entonces dijo don Plácido acariciándola:

-Eso es lo que necesitas por ahora, hija mía: llorar, llorar mucho. Las lágrimas fueron puestas por Dios en los ojos para desahogar las penas del corazón. Llora y descansa.

Después, no pudiendo consolarla, trató de distraerla, y la habló así:

-Díjete que no te quedabas sola en el mundo, y dije la verdad. Has de saber que he convenido con tu hermana en venirme a vivir con vosotras.

Aquí rompió Águeda el silencio para expresar la alegría que la causaba la noticia.

-¿Pudiste creer jamás, que yo os abandonara? -exclamó don Plácido.

-No, señor; pero nunca me hubiera atrevido a pedir a usted tan grande sacrificio.

-¡Me gusta la salida!, ¡sacrificio nada menos! No hay tal sacrificio, hija mía, en mi propósito; antes hay mucho egoísmo... Me he convencido de que para cultivar la única afición que tengo, lo mismo da Valdecines que Treshigares. Con trasladar a tu casa mi gallinero, se acabó la dificultad. Además, no quiero ocultarte que, según van pasando los años, me van pareciendo más largas las horas en aquella soledad... Está visto que los niños y los viejos no pueden vivir sin calor de la familia.

-¡Qué inmenso beneficio hace usted a mi hermana!

-¡Ah, picarilla!... ¡Toda tu gratitud por ella, y nada por ti!..., es decir que me dejas, precisamente, sin lo que yo iba buscando... Bueno, bueno. Sacrifíquese usted por ingratas!

A esta broma respondió Águeda, acompañando sus palabras con una sonrisa que parecía un sudario:

-Pilar empieza a vivir ahora, tío..., es una niña.

-¡Y tú eres otra niña un poco mayor!... Y eso, ¿qué? ¿Quieres decirme que vas a morirte pronto, y que no te hacen falta amparos en el mundo!... ¡Vaya si te leo yo los pensamientos! Pues sábete que te llevas chasco si tal has pensado, ¡y chasco muy grande!... ¡No faltaba más! Cierto que estás quedándote como la estatua de la melancolía, y que no parece sino que te van arrancando las carnes y robándote el color cuantos te hablan y te miran; pero ¿qué ha de suceder si eres una carga de penas y de cuidados? Pasará la borrasca, ¿pues no ha de pasar?, y lucirán días mejores para ti y para todos nosotros... Siempre te quedará allá dentro un poquito de resquemor; pero ¡qué diablo!, la vida sin cruz no es vida de cristiano; y ¡viva la gallina, aunque sea con su pepita!

Entró Pilar en esto, diciendo muy alegre:

-¡Don Sotero está malísimo!

A lo que respondió don Plácido:

-Esa es una noticia que ha echado a volar el tunante, por no vérsela hoy cara a cara conmigo.

Insistió Pilar en lo que aseguraba, dando buen origen a la nueva, y concluyó don Plácido:

-Pues mira: siento que le mate Dios antes de haberle echado yo a presidio.

Y como Águeda siguiera llorando y Pilar lo notara y se abrazara a ella, fuese don Plácido, no sé si movido de la curiosidad en que le habían puesto las noticias traídas por la niña, o del convencimiento de que Águeda necesitaba llorar mucho y hablar poco.

De todas maneras, antes de una hora estuvo de vuelta.

-¡Y hay inocentes -dijo a sus sobrinas- que dudan de la justicia de Dios!... Hijas mías, don Sotero acaba de morir.

Águeda se estremeció.

-¡Qué gusto! -exclamó Pilar, palmoteando muy recio.

-¿Qué dices, niña? -respondió Águeda, reprendiéndola.

-Creo que tiene razón esta chiquilla -observó don Plácido-. Hombres como ése... En fin, Dios sabe muy bien lo que se ha hecho.

-¡Y habrá muerto sin confesión!

-Sospécholo cuando no ha venido el señor cura a restituirme lo que robó en vida esa garduña...

-¡Que Dios le perdone como yo le perdono!

-Pues si tú le perdonas, que no se condene por mí..., ni por ti tampoco. ¿Verdad, Pilar?

-Con tal de que no vuelva, perdónole también -dijo la niña.

-Así me gusta... Pues, sí señor; la cosa no tiene duda, porque acaba de decírmelo don Lesmes en la portalada.

-¿Don Lesmes ha vuelto ya? -preguntó Águeda.

-¡Otra te pego!... ¡Y yo que no me acordaba!... Pues sí; volvió don Lesmes... ¡Hija mía, qué cara de angustia se te ha puesto! Ya sé por qué; y necio fuera el ocultarte cosa alguna... Todo ha concluido allí del mejor modo posible... Estuvo su padre... ¡Figúrate cómo estaría!

-¡Desdichado!

-¡Eso sí!... Cuanto se diga es poco... Se encontró ya la fosa abierta...

-¡Ni tierra bendita para cubrirle, tío!

-¡Ni eso siquiera, hija mía!... ¡Ni eso merecen los que mueren renegando de Dios!

-¡Qué horror!

-Lo mismo dijo su padre, a pesar de lo poco en que tiene las cosas del otro mundo. Por compasión a su dolor y a sus lágrimas, se le ha permitido que lleve aquellos míseros despojos a su propio solar, donde hallarán sepultura menos indigna que en el fondo de una barranca, como las bestias. En los preparativos quedaron el doctor y algunas buenas gentes que por caridad le ayudan. Quizá esté ya el triste cortejo camino de Perojales. Del mal, el menos, hija mía. Y ahora que todo lo sabes, no temo lo que puedas averiguar por bocas imprudentes que se complacen en exagerar los horrores.

Por aquí andaba la conversación, cuando el doctor, a quien hemos visto llegar a la portalada, pidió permiso para hablar a solas con Águeda.

¡Otro golpe de muerte para la infeliz! Don Plácido y Pilar se retiraron.

-¡Vengo -dijo Peñarrubia con voz enronquecida y temblorosa- a cumplir la última voluntad de un moribundo!

Águeda, traspasada de angustia, bajó la cabeza. La presencia de aquel hombre agobiado por el mayor de los infortunios hacía más terrible el cuadro que no se apartaba un momento de su imaginación.

-¡Le mató la tenacidad de un fanatismo inclemente, señora! -añadió el doctor, después de aguardar en vano una respuesta de Águeda.

Tomó ésta el dicho a reconvención; parecióle injusta y cruel, y respondió con energía:

-¡Le mató su rebeldía a los decretos de Dios!

-Un deber mal entendido hizo imposible la única aspiración de su vida.

-La ignorancia de los suyos se la quitó.

-¡Los imposibles no se venden con las humanas fuerzas!

-¡Pero se sufren con la resignación cristiana! Pues si para esas contrariedades no hubiera otra defensa que la muerte, ¿viviera yo en este instante, doctor?

Acertó a mirarla éste con ávida curiosidad, excitada por lo que de amargo y solemne había en el acento de sus palabras, y se asombró al ver los estragos que las penas habían hecho en aquella belleza tan admirada por él al conocerla. Comprendió que iban fuera de toda justicia sus reconvenciones; disculpólas con el dolor que le enloquecía; lloró como un niño, y Águeda tuvo necesidad de olvidarse de sus propias angustias para consolarle.

-Pero ¡qué horrible serie de contrariedades se atravesaron en su camino! -prosiguió el doctor cuando se halló más sereno-. Amó, y sus desdichadas ideas fueron vasto y tormentoso mar que le alejó del objeto amado. El amor le dio fuerzas, y luchó contra el embate de las enfurecidas olas; creyóse rendido, y el ansia de llegar al anhelado puerto le hizo luchar de nuevo. ¡El último esfuerzo, Águeda; el que debía salvarle, le mató! Tradújose por la maledicencia en baja codicia de los bienes de la mujer amada, y en infame apariencia de conversión su postrera tentativa...

-¿Eso se ha dicho? -exclamó Águeda asombrada.

-Eso se ha dicho; esa versión ha circulado en este pueblo; eso le valió hasta los insultos de los ignorantes; eso le alejó para siempre del fin que perseguía; esa pena le enloqueció y armó su brazo y le quitó la vida; y esa horrenda historia me lega en sus postreros instantes para que usted no la ignore... y para tormento de la amarga existencia que aún arrastro; y como no puede ser muy larga jornada tan angustiosa, aprovecho estas horas en que la fiebre del dolor me sostiene para que el encargo no quede sin cumplirse.

-¡Qué ceguedad, Dios mío! -exclamó Águeda-. Si temió que yo pudiera algún día inficionarme con la ponzoña de esa infame calumnia, ¿por qué no me lo dijo?

-¿Y para qué?

-¡Para qué!... Para quitar todo fundamento a sus temores... ¡Para desprenderme de cuanto poseo! ¿Qué menos debiera yo dar por su felicidad y por la mía?

-El amor contrariado, Águeda, es como la mayor de las locuras: ciega a los hombres y los precipita en todo linaje de desatinos.

-No doctor: lo que agita y embravece las pasiones en el corazón humano es el desamparo del alma; lo que debilita al principio y enloquece después es el desconocimiento de Dios... Se lo dije, doctor, se lo dije, porque le veía a oscuras y desesperado... ¡Infeliz mil veces el hombre que para luchar con las tormentas de la vida no busca las fuerzas en los consejos de la religión!

-¡Ni gérmenes de ella había en Fernando, Águeda! -dijo el doctor en un desahogo amargo, pero espontáneo, de su conciencia-. ¡Ni eso siquiera!

-¡Y me culpaba usted de su muerte!

-Hacíame injusto la pena, y era el amor lo que le enloquecía.

-Navegaba en un mar de tempestades a ciegas e indefenso, y dio en ese escollo. En otro hubiera perecido lo mismo.

-¡Infeliz de mí si eso fuera cierto; porque la educación del desgraciado es obra mía!... Yo no le infundí otras ideas ni otro culto que el amor a las glorias mundanas; aplaudí sus triunfos en esas luchas sin caridad; con estas alas se elevó..., y si es cierto que cuanto más libre es la razón, más esclava de las pasiones se hace el alma, su verdugo fui... ¡Y era mi orgullo y mi regocijo! ¡Y cuando le soñaba entre los arreboles de su gloria coronando las canas de mi vejez, la desesperación le mata y la desdicha me ofrece su cadáver mutilado; y hasta la justicia humana le niega el triste consuelo de la sepultura en tierra bendecida para los hombres! ¡Donde le vi crecer lleno de vida y de esperanza, donde más le sonreía la ilusión de sus amores, se pudrirán sus míseros restos señalados con el horror de las gentes, sin compasión a las lágrimas con que yo regaré el mármol que los cubra!

-¡Qué desdicha tan espantosa! -exclamó Águeda anegada en llanto-. ¡Separada de él en la tierra... y eternamente separados después!

-¿También allá?

-Sí doctor... Murió rebelde, impenitente... ¡El único delito que no cabe en la misericordia divina!

-¡Quién sabe si hubo un instante en los postreros de su existencia!...

-¡Virgen María!... ¡Si eso fuera verdad!... ¡Cuánto se lo he pedido a Dios al verle tan cegado por el error!

-Reza, hija mía, reza; reza siempre por él..., ¡y reza también por su padre, que bien lo necesita!

-¡Por usted, doctor!... Pues ¿por ventura cree usted en la eficacia de la oración?

-¡Yo no sé, hija mía, qué es lo que creo ya, ni lo que dejo de creer! ¡Lo único que a mis ojos no tiene duda, es la inmensidad de mi desgracia y la de mi dolor sin consuelo!

Abatió la cabeza entonces; ocultó la cara entre las manos, y lloró mucho. Irguióse después; elevó los ojos, turbios por el llanto, adonde tan pocas veces los había elevado, y exclamó entre gemidos y lágrimas:

-Si este martirio que me acongoja es un castigo del cielo... Señor, ¡tremenda es tu justicia!...


Diciembre de 1879.