En las primeras horas de la tarde del día de San Juan, mientras las campanas repicaban al rosario, y las mozas se vestían y se adornaban par ir a rezarle y andar otra vez la procesión antes de dar comienzo la romería, y se dirigían a Valdecines por sierras, mieses y montañas las gentes de los pueblos circunvecinos, Águeda había llamado a Macabeo a su casa.

-Para que esta tarde celebres la fiesta del santo Patrono más alegremente que lo poco que alcanzaste de la velada de anoche, quiero que sepas que he determinado, con el beneplácito de mi hermana y de mi tío, regalarte cuantas tierras llevas de esta casa en arriendo, sin perjuicio de manifestarte la estimación en que todos te tenemos con otras dádivas, hasta hacer de ti uno de los mejor acomodados labradores del pueblo. En cuanto al servicio que anoche me prestaste, como no es de los que pueden pagarse con dinero, queremos que le vayas cobrando considerándote como persona allegada a nuestra familia... ¿Te satisface lo que te digo, Macabeo?

-¡No señora! -respondió éste entre conmovido y entusiasmado-, y máteme Dios si dejo de agradecer en todo lo que vale esa riqueza que usté me ofrece; pero es el caso que, viéndome ya tan pagado, el día en que usté me pida la vida entera porque la necesite, yo mismo he de creer, al dársela, que se la doy a cuenta de lo recibido, y eso no tendría gracia maldita.

-Pero como yo te aseguro -repuso Águeda, envolviendo sus palabras en una de aquellas celestiales sonrisas con que se imponía a cuantos la trataban- que no has de hallarte jamás en ese trance, queda el trato hecho... y vete ahora a divertirte a la romería.

¿Querrán ustedes creer que por más esfuerzos que hizo Macabeo no pudo complacer a Águeda en lo de divertirse aquella tarde? Mucho le desazonaba el asunto de los ramos puestos en sus tierras, y el no poder averiguar qué manos habían andado en el juego, traíale, además, no poco preocupado lo que se decía en cada casa y en todos los corrillos de Fernando, de sus inicuos propósitos y de sus criminales antecedentes, noticias todas que tan mal se avenían con la idea que él tenía formada del campechano joven, y con el destino que se había atrevido a darle en sus oficiosas figuraciones; contrariábale también la misma bulla del día, que le hacía tan poco a propósito para presentarse en casa de Tasia y pedírsela a su padre, según lo acordado entre la moza y él al emprender su viaje a Treshigares; todo esto junto y cada cosa de por sí, era bastante motivo para aguarle la fiesta robándole el buen humor; pero lo que más le acongojaba y entristecía era el recuerdo de lo sucedido en casa de don Sotero al llegar él de Treshigares. Cuando en ello pensaba, y no lo echaba un punto del pensamiento, no comprendía cómo no estaba ya en la picota el consejero; y en presidio el aconsejado. ¡Ah!, si no fuera por esparcir los sonidos del suceso, hasta entonces de todos ignorado en el pueblo, ¡qué solfa de palos no hubiera llovido ya sobre las costillas de los dos causantes!... ¡Y uno de ellos era el que robaba de vez en cuando las preferencias de Tasia!... ¡Bestia dañina y estúpida!... ¡Ahora lo vería; ahora que él era rico y preferido, y además le tenía cogido por las grañas de un delito abominable!

En éstas y otras meditaciones pasó la tarde culebreando por la romería, olisqueando las avellanas y chupando algunos caramelos; recibiendo las bromas de la gente, no de muy buen talante, y sin verse asaltado una sola vez de la tentación del baile..., ¡y cuidado, que le hubo hasta de tambor, que es cuanto puede pedirse de estimulante y provocativo!

Por más que registró con los ojos todos los rincones de la romería, no vio a Bastián en ninguno de ellos. Resueltamente era ya cosa muerta su enemigo, en lo tocante a pretender a Tasia.

Decidió a pedirla al otro día; pero supo, al ir a ponerlo en ejecución, que su padre había ido al monte. Bajó de él ya muy tarde, y según noticias, no de muy buen humor, por haber mosqueado los bueyes con los tábanos, entornado el carro, rótosele a la pértiga dos trichorías y el cabezón. Aplazó el asunto hasta el día siguiente.

En el cual, como el lector sabe, desde muy temprano comenzó a hablarse en Valdecines del hombre muerto hallado en la hoz. Súpose luego quién era, y Macabeo se consternó. Averiguó después que el pedáneo había traído una carta, encontrada en el bolsillo del difunto, para Águeda, y estuvo a pique de desmayarse. Corrió a la casa, con las pocas fuerzas que le quedaban, a preguntar si le necesitaban para alguna cosa, y dijéronle que no. Quedóse por lo que pudiera ocurrir, arrimado a la portalada; y allí supo que don Sotero se había puesto muy malo. No se lo tomara Dios en cuenta; pero se alegró con el suceso en casa de sus señores, internóse en el lugar a caza de noticias. Y oyó tocar a muerto. Pasaba don Lesmes muy cerca de él a la sazón, y preguntóle por quién tocaban.

-Por don Sotero Barredera -contestó el cirujano-. ¡El paralís le agarró de firme! Dos horas he estado bregando con él, y como si bregara con una peña. Hace diez minutos que fue a dar a Dios cuenta de sus obras.

-¡Buena estará esa cuenta, caráspitis! -dijo Macabeo llevando hasta la boca sus manos entrelazadas.

-¡Buena de veras! -replicó don Lesmes, guiñando un ojo-. ¡Te digo que éste es día de órdago y quince a la mayor! ¡Ni piernas tengo ya que me lleven, con la faena que traigo desde que amaneció, Macabeo! ¡Y Dios quiera que con lo visto acabemos hoy! ¡Esta condenada secura de tantos días acá, tenía que dar sus frutos!

Y como Macabeo no le escuchaba ya, marchóse el cirujano. Y Macabeo no le escuchaba porque se había puesto a cavilar que la muerte de don Sotero, por más de una razón, podía influir mucho en las miras de Bastián y en los pareceres de Tasia.

-De todos modos -se dijo Macabeo-, a seguro llevan preso; y ahora que está el zorro metido en la cueva, salvemos la gallina.

Y enderezó sus pasos resueltamente a casa de Tasia. Entró sin llamar hasta la cocina, alumbrada por la escasa luz que penetraba por la ventana que abría al portal. Sueño le pareció lo que veía; pero no tardó en convencerse de que era pura realidad; allí estaba Bastián en medio de la familia de Tasia leyendo unos papelones, cuyo contenido causaba el más regocijado asombro en los oyentes.

-¡A lo que vengo, Tasia! -dijo Macabeo, anunciado su llegada con estas palabras y un gesto de hiel y vinagre.

-Pues tú dirás a qué vienes -respondió Tasia, volviendo la cara muy desabrida y no poniéndosela su padre más risueña.

Bastián perdió un tantico el color al verse tan cerca de Macabeo; pero estaba bien protegido entonces, y esta reflexión le tranquilizó.

-Si lo ofrecido es deuda, algo me debes, ¡caráspitis! -añadió Macabeo-, y eso es lo que vengo a buscar.

Tasia, muy serena, preguntóle:

-¿Qué te he ofrecido yo, Macabeo?

-¿Qué me dijiste al despedirte de mí la última vez que hablamos juntos? -preguntó a la moza el preguntado-. Venir acá me mandastes.

-¿Díjete, por si acaso, lo que habían de responderte cuando llamaras a la puerta? Además, que de días a días, van muchas horas y bien sabes tú que en cada hora mudan los pensamientos.

-De veleta floja fueron siempre los tuyos ¡caráspitis!...

Alzóse en esto el padre con el papel que cogió de las manos de Bastián, y dijo así, mostrándosele a Macabeo:

-Ni entro ni salgo, ni tan siquiera sé por dónde van esos aires con que andáis ahí sopla que sopla; pero mira en este papel una pizca de lo que el señor ofrece a Tasia.

-El señor -respondió Macabeo señalando a Bastián- haría mejor en dejar ese papel en el arcón en que estaba, siquiera por bien parecer, hasta que la tierra tapara al que apandó tantos caudales..., sabe Dios cómo; y bueno fuera también, caráspitis, que antes de ofrecer esas grandezas supiera si eran suyas.

-¡Y mucho que lo son, Dios! -se atrevió a afirmar Bastián.

-Tocante a eso -añadió el padre de Tasia, tomando otros papelotes que le alargó Bastián-, aquí está el testamento que lo reza todo... y mucho más. Has de saber que Bastián resulta, por estos ites y consonantes, hijo del finado y su heredero único.

-¡Caráspitis! -respondió Macabeo-; sin esos papelotes ni otras pruebas que yo tengo bien flamantes, conociera yo que esta bestia es hijo del padre por lo mucho que le llora... Y con esto finiquito y me voy, y muy campante; que la venganza de la falsía que han querido hacerme, en esta casa la dejo con la cría que meten en ella... Y ahora, sábete -añadió, encarándose con Tasia- que no venía hoy a pedirte, como te has pensado, sino a decirte que para lo que soy y tengo, no es quién una descorazonada, cubiciosa y cicatera como tú.

Con este desahogo salió Macabeo a la calle; pero no tan satisfecho como aparentaba. Cuando menos, la burla le carcomía el puntillo. No obstante, en su buen juicio vio las cosas con completa claridad; diose por vengado con lo dicho al despedirse de la falsa, y dirigióse a buen andar al punto de donde había salido media hora antes.

-¡Esta y no más -decía para sí mientras andaba-, y bien venida sea, caráspitis, por la enseñanza que me trajo!... Y a fe que ya es hora, Macabeo; que años tienes de sobra para no pensar en juegos de galanes. ¡Pobre de mí, caráspitis, si el escarmiento me coge con la cruz a cuestas! Pero Dios me guía, y no me desampara, y Él es quien me dice que no nací para casado, porque, aunque pobre y hediondo, hago falta en otra parte! ¡Allí, Macabeo, allí está tu pan y tu calor y tu descanso! Devuelve esas tierras y esos galardones que te regalan y te brindan; cierra su choza, vende tus ganados; y pues te ofrecen, sin merecerlo, amparo y estimación como a cosa de familia, di que te den siquiera un cacho de rincón debajo de aquel techo y un mendrugo a las horas de comer, ¡y firme, con vida y alma, llorando con los que lloran y riendo con los que rían y trabajando para todos!; y cuando más no puedas porque te rindan los años, ¡muere como perro leal guardando la puerta de quien te da lo que no mereces, y bendiciendo a Dios que, sólo por cumplir con tu deber, te otorgó ángeles por familia y palacios por morada!

Tan abstraído iba en estas meditaciones, que estuvo a riesgo de tropezar con un caballo que, al mismo tiempo que él, llegaba a la portalada. Levantó la vista. El que venía sobre aquel caballo era el doctor Peñarrubia. Pero ¡en qué estado! Si voraces vampiros le hubieran chupado la sangre del rostro, no quedara éste tan descarnado y macilento. En sus ojos no había luz, sino tristeza, desconsuelo, desesperación y surcos de lágrimas; y en su vestido, desaliñado y mordido por las zarzas del monte, notábanse sangrientas señales de que sobre él había descansado la mutilada cabeza del infeliz suicida.

Nada le dijo Macabeo por respeto a su tribulación inmensa y nada dijo el doctor a Macabeo, en quien no se fijó siquiera al apearse del caballo que el otro le tenía. Dejósele abandonado en cuanto puso los pies en el suelo, y entró en la corralada.

Viole alejarse Macabeo, y dijo para sí tristemente, mientras se disponía a conducir el caballo a la cuadra del otro lado:

-Por poca vida que Dios me conceda, ¡cuánto me toca ver todavía en esta casa! ¡Y si ello fuera alegre!...