En la alcoba en que vimos encerrarse a Bastián cuando su tío le despidió de la suya de muy mala manera, conversaban los mismos dos personajes, cosa de una hora después de lo referido en el capítulo anterior. Y digo que conversaban, porque don Sotero, contra su costumbre, no maltrataba a Bastián con apóstrofes y dicterios; antes le agasajaba con tal cual sonrisilla placentera, y le buscaba con mimos los pocos registros sonoros que cabían en aquella inteligencia rudimentaria y agreste. Conversaban, repito, muy por lo bajo, con la puerta cerrada, sentado el tío en la única silla que había en el cuarto, y el sobrino al borde de la fementida cama, que le llenaba casi todo.

-No me negarás -decía don Sotero- que Águeda es una perla de hermosura. ¡Qué cuerpo! Oro entre algodones... ¡Qué ojos! Estrella de enero... ¡Qué talle!... ¿Tú has visto bien aquel talle, Bastián?

Bastián oía, se rascaba la cabeza y enseñaba los dientes.

-Nada digamos -prosiguió don Sotero- del timbre de su voz... ¡Aquello es un salterio de perlas y corales; que no otra cosa parece su boca chiquirritina! ¡Qué decirte de su clarísimo entendimiento, de su mucho saber, de aquel fuego con que se purifica su corazón y se engrandece toda pasión que en él arraiga!... ¡Qué modo de sentir! ¡Qué modo de querer!... Pues, ¿y su caudal? ¡Válgame Dios! ¡Qué limpio y qué saneado! Se da el golpe, y brotan las onzas acuñadas, y los vestidos hechos, y la mesa puesta y cubierta de manjares.

Bastián continuaba relamiéndose, con las ponderaciones de su tío, que a la vez le llenaba de asombro con tan desacostumbrada afabilidad.

-Pues has de saber -añadió don Sotero inclinándose mucho hacia Bastián- que esa mina de oro y esa gloria de hermosura las tenía yo destinadas... para ti.

-¡Dios!... ¿Para mí? -exclamó Bastián, sacudiendo la modorra que le arrullaba los sentidos.

-¡Para ti, Bastián, para ti!

-¿Y qué habría de hacer yo con esa jalea tan tiernezuca? ¡Si con echarla la zarpa se me quedaba entre los dedos! ¡Dios!

-¿Qué habías de hacer?... Ser la primera persona de estos contornos y no tener quien te tosiera en toda la provincia. Con ese caudal y ese entronque, y un consejero como el que tú tendrías... ¡ni el rey que se te pusiera delante!

-Y ¿por qué no son ya mías tantas gangas, señor tío muy amado?

-Porque Dios no quiso concederte ni siquiera una cualidad de las que son necesarias para merecerlas. No tienes corte de persona decente, ni pizca de entendimiento, ni con la educación he logrado darte la menor apariencia de lo uno ni de lo otro.

-¿Y ahora que cae usted en la cuenta de que no tengo dientes, es cuando se acuerda de ponerme el pienso delante del hocico?

-Calla, tonto, que nunca es tarde para mejorar la hacienda. Mientras la fruta está en el árbol, no hay que perder la esperanza de alcanzarla... Por de pronto, evitar que otro se la coma. Después, se aguza el ingenio; y, por último... hasta se salta la pared.

-No entiendo, tío muy amado, qué quiere usted decirme con esas cortesías.

-Ni yo te las digo con la esperanza de que me entiendas. Dígolas por decir algo... ¡Pues no faltaba más sino que fueras a tomarlas por donde las tomaría cualquier mozo de entendimiento!...

-¡Otra te pego!... ¡Dios!... Pues si usted no habla conmigo ni para que yo le entienda, ¿qué hacemos aquí?

-Pasar el rato, Bastián; nada más que pasar el rato como dos parientes cercanos que se estiman mucho... Lo que quiero que entiendas es esto que voy a decirte ahora. Esa joven, tan hermosa y tan rica, que pudo haber sido tu mujer, y que aún pudiera serlo si las circunstancias nos ayudaran un poco, está depositada por mí en esta casa: para librarla de la seducción con que la persigue aquel pájaro de cuya conversión nos hablaba el ama del cura.

-¡Ah, vaáaamos!... Ya caigo ¡Dios! -exclamó Bastián, en un estampido de su voz, revolcándose al mismo tiempo en la cama.

-¡Calla, bárbaro! -dijo su tío tapándole la boca-; ¿no reparas que pueden oírte?

-Verdá es -asintió Bastián, volviendo a su postura anterior.

-Pues como te decía -prosiguió don Sotero-, hallándose esa joven en mi casa, está como en lugar sagrado, por lo que hace a su limpio honor...

-Pues por donde yo la toque no ha de podrirse -dijo Bastián con gesto desdeñoso-. ¡Apuradamente no doy dos alfileres por esas pinturucas de sobrecama!

-¡Como que no sé yo hacia qué verde se te van los ojazos ahora! -replicó don Sotero con tremebundo retintín-. ¿Será bestia el hombre a quien se le pone mirra de Oriente en raso de la India junto a la nariz, y pide bodrio trasnochado en trapo de fregar? ¡Guárdate, Bastián, de volver, ni con la memoria, a ese mal paso! ¡Mira que puede haber más palos todavía!

-Pero, ¿quién va, ni quién viene, ni quién anda en malos pasos? ¡Dios! -replicó Bastián, rascándose, por el recuerdo, las ronchas de sus costillas.

-Digo -continuó don Sotero, después de mirar a su sobrino con gesto feroz- que como Águeda tiene tantos atractivos, bien pudiera asaltarte a ti cualquier mal pensamiento...

-¡Dios!... ¡Pues es poco respetosa la dama, para que yo me atreviera!...

-Hombre, ¡qué demonio!... La juventud, en ocasiones, atropella por todo; y como esos arrechuchos vienen cuando menos se los espera, nadie puede decir «de este agua no beberé».

-Verdá es eso.

-Y bien pudiera darse aquí ese caso...

-¡Después de tanto encargarme usté el respeto, y la... ¡Dios!

-Efectivamente, parecería un poco extraño el atentado... Pero esto no quiere decir que yo desconozca el influjo de las circunstancias y de la flaca condición de la humana naturaleza, ni que deje de tomar ambas cosas en disculpa de ciertos actos que, a su primer aspecto, parecen indisculpables...; ¿te enteras tú, Bastián?

-Sospecho que sí.

-¡Hay tanto de eso entre la corrupción del mundo!... ¡Ya se ve!, el demonio no duerme; y como se complace en la perdición de las almas, ¡las asedia y las persigue, en ocasiones, de un modo!... ¡Sabe disponer las cosas con tal habilidad!...

-¡Le digo a usté que eso mete miedo, tío muy amado!... Y hasta creo yo que si siempre se tomara en cuenta, no se darían tanto palos como se dan, a veces sin qué ni para qué, ¡Dios!

-A veces se dan esos palos a que aludes, Bastián, porque para los motivos de ellos no alcanzan las disculpas a que yo me refiero. No es lo mismo salir a buscar la tentación, que verse asaltado de ella... Y he de ponerte un ejemplo a este propósito, para que aprendas a distinguir de colores, y al propio tiempo te penetres mejor del punto de moral de que íbamos hablando. Ya hemos convenido en que Águeda, y a la vista está, como mujer, es un primor de belleza. Águeda se ha metido por las puertas de tu casa, y ocupa el dormitorio en que tantas veces has penetrado tú, aun a las altas horas de la noche, hallándome yo en él. El contraste no puede ser más sobresaliente. De esta escultura a aquella escultura... ¿eh?... ¡Me parece que hay alguna diferencia!...

-Ya, ya, ¡Dios! -respondió Bastián, rascándose la cabeza.

-Pues bien -prosiguió don Sotero con la más candorosa sencillez-. Añade a estas consideraciones que debes hacerte, porque eres hombre y en lo más lozano de la vida, la circunstancia tentadora de que sabes, porque yo te lo he dicho, que esa joven tan hermosa que está en tu misma casa pudo haber sido tu mujer, y que aún pudiera llegar a serlo... ¿Quién desconoce los estragos que causan los pensamientos de este linaje metidos de sopetón en una mollera joven? Pues figúrate que, con ellos en la tuya, te vas esta noche a la hoguera... Nada más puesto en razón, ¡y seguramente que no me opondré yo a ello! Vas a la hoguera, y haces allí lo que es muy natural que haga un mozo de tu edad: florear a esta muchacha, bailar con la otra...

-¡Dios!..., ¡y cómo lo borda usté, hombre! -dijo aquí Bastián, resobándose las manos y dando zancadas al aire.

-¿No ves, tonto -respondió don Sotero con ruborosa humildad-, que también yo, por mal de mis pecados, he sido joven? Pues digo que hallándote de ese modo en la verbena, das en cavilar que ninguna de las muchachas que ves a tu alrededor vale para descalzar el lindo pie de la que está a la sazón casi en tu misma alcoba...

-¡Dios, qué hombre! -exclamó aquí el muchachazo, dándose dos revolcones sobre la cama.

Observóle su tío con diestra y sagaz mirada, y continuó de esta suerte:

-Cavilando así, asáltante como tentaciones de volverte a casa, sabiendo, como sabes, que Celsa anda en la verbena solazándose un rato, por orden mía, y que tu pobre tío se halla en la iglesia pidiendo a Dios por los que le ofenden con sus liviandades y descomposturas. Pero es el caso que la joven Águeda te infunde mucho respeto, porque tú eres muy cobardón para esa clase de empresas; y entonces se te ocurre beber unos traguillos más de lo blanco. Ya te animaste, pero no lo suficiente; vuelves al baile, y brinco va, brinco viene, el vinillo fermenta, confórtate su calor amoroso... y te crees más valiente que Roldán. Emprendes la marcha resuelto a todo, y en el camino te asalta otra vez la cobardía. Como ésta no es tan fuerte como de ordinario, comienzas a considerar que si desaprovechas aquella ocasión, no volverás a verte en otra, porque don Plácido... ¿Te he dicho yo que don Plácido debe llegar mañana a Valdecines?

-Nada me ha dicho usté de eso, tío muy amado -respondió Bastián, no gozoso, sino fascinado ya con el relato de don Sotero.

Y prosiguió éste:

-¡Pues créete que siento haberte hecho saber ahora tan ociosamente que espero a ese señor de un momento a otro!... Pero en fin, ya lo dije; y contando con que no abusarás de la noticia, continúo exponiéndote el susodicho ejemplo de moral práctica. Con la consideración de que si desaprovechas la noche no vuelves a verte en ocasión de lograr lo que deseas, emprendes de nuevo la marcha, y llegas a tu casa. El silencio y la soledad que tú habías supuesto. El corazón te late, las sienes te zumban, los ojos te fingen todo cuanto el demonio quiere que veas y palpes; las piernas vacilan un instante; pero la fiebre te alienta, y subes con mucho cuidado, sin hacer ruido. Abres la puerta de la alcoba, que casualmente no tiene llave desde ayer... Ella duerme. No la ves; pero la sientes; y lo que no ves, lo imaginas...

-¡Dios! -gritó en esto Bastián, echando llamas por los ojos-. ¡Le digo a usté que lo estoy viendo! Pero... ¿y la chiquilla?

-A la chiquilla... se la echa de allí... o se la encierra en esta alcoba... o no se hace caso de ella. ¡Ay! ¡El vértigo de la carne pecadora no sufre obstáculos!

-¿Y si la otra despierta? ¡Vaya si despertará! ¡Vaya si alborotará!... ¡Dios!

-¡He ahí, Bastián, una de las gravísimas consecuencias de un atentado semejante! Gritaría, sí... y muy recio, y se echaría de la cama abajo, y se asomaría a la ventana y llamaría a los vecinos, y tal vez éstos acudieran en su auxilio en una estrecha alcoba, a las altas horas de la noche...

-¡Qué vergüenza! ¡Dios! -exclamó Bastián, sacudiéndose todo.

-¡Para ella, la desdichada! -añadió su tío en tono plañidero y compasivo-. ¡Para ella, que desde aquel momento ponía su honor en quiebra entre la gente murmuradora! ¿Quién, en la duda, la tomaría ya por esposa, Bastián? ¿Quién, si no tú, y por mucha aversión que la causaras, podría remendar aquella carcomida buena fama? ¡Y gracias si a tal remedio se avenía..., que lo dudo!... Conque mira, Bastián, si el asunto vale bien la pena de que te le puntualice y exponga, como acabo de hacerlo, ¡mira si preveo y me pongo en todos los casos, y te marco bien a las claras el camino de tus deberes y conveniencias!

-¡Vaya si caza usté largo! ¡Dios! -dijo Bastián, tan admirado de la sagacidad de su tío como de sus propias dudas acerca de la moral del ejemplo-. Pero un punto se le ha olvidado a usté, que no es flojo, en lo tocante a las resultas del caso.

-¿Cuál?

-Lo que diría el señor Plácido mañana si Dios quiere.

-No se me olvidó ese punto, Bastián. Le pasé en silencio por carecer de importancia. Con ese mentecato ya me entendería yo, por mucho que gritara.

-Vaya, que es usté el mismísimo Pateta, ¡Dios!

-Desengáñate, Bastián: lo grave del suceso que te he referido como si estuviera ocurriendo, sería sólo para mi conciencia, porque fui tan temerario que puse la liebre junto al sabueso, sabiendo lo que son tentaciones del demonio. En cuanto a ti, ni siquiera puede caberte el temor de mis iras; porque, ya te lo he dicho, no me lleva la rigidez de mis cristianos sentimientos hasta el punto de confundir las maldades de los hombres con lo que es obra de los pocos años. Y con esto hemos hablado bastante por ahora, después de advertirte que, en gracia de la fiesta de esta noche y de la solemnidad del día de mañana, te levanto la reclusión en que has estado, por tu bien, durante algunos días... Conque a divertirte mucho sin ofender a nadie, ni acordarse de aquello que te valió lo que todavía te rascas en las costillas... y lo dicho, dicho.

-Así lo haré, tío muy amado -exclamó Bastián, poniéndose de un brinco en el suelo-, ¡y así le quisiera a usté siempre, tan campechano y parcialote!

-Así me tendrás, si con tu conducta te haces digno de ello... ¡Ah!... Se me olvidaba -añadió el afectuoso tío, llevando la diestra mano al bolsillo del chaleco-: toma unos cuartos por lo que pueda ocurrirte.

Y aunque no llegaron a dos reales, Bastián los recibió como una lotería. ¡Tan poco acostumbrado estaba a las larguezas de su tío!

Recomendóle éste el silencio y la prudencia en casa y salió de puntillas de la alcoba, advirtiendo a su sobrino que hiciera otro tanto.

-¡El demonio me lleve! -pensó Bastián delante de la otra alcoba, cuya cerrada puerta taladraba con ojos preñados de torpezas- si a mí me había pasado por la cabeza cosa semejante, hasta que este hombre me la metió entre los sesos! ¡Y vaya si es manejable y hacedera! ¡Pues dígote que, si a mano viene, allá veremos!... ¡Dios!

Y en dos zancadas atravesó la sala, y en pocas más llegó al portal; y como ya hacía rato que se estaban oyendo las campanas de la iglesia y algunos estallidos de cohetes, en cuanto se vio al aire libre comenzó a relinchar y a dar corcovos, como potro cerril que columbra el verde de la rozagante pradera.