Llegó la víspera de San Juan, y con aquel día eran ya tres los pasados sin que don Sotero pusiera los pies en casa de los Rubárcenas. Águeda le suponía entretenido en la tarea a la cual dio el celoso administrador tanta importancia en la entrevista que el lector recordará. Un día más transcurrido así, y la atribulada joven se vería libre para siempre de la odiada presión que sobre ella ejercía aquel antipático personaje. Porque don Plácido no podía tardar más que ese tiempo en llegar a Valdecines, si vivía, y tenía que vivir, porque le parecía imposible que hasta de ese amparo la privara su desdicha.

De esta suerte discurría Águeda cuando, por breves instantes, lograba apartar su pensamiento de las hondas y enconadas heridas de su corazón. Éstas eran su perenne martirio, su cruz, su agonía sin el consuelo de la muerte. ¿Qué habría sido de Fernando después de su última y desgraciada tentativa de reconciliación?... Y ¡qué sería de ella, obligada, por una burla cruel de la desgracia, a ser, en tan bárbaro suplicio, víctima, juez y verdugo a un mismo tiempo!

Entretanto, los vecinos de la corralada de don Sotero, andaban asombrados al saber que éste había comprado medio celemín de cal viva en la tejera, y hasta cerca de tres cuarterones de clavos trabaderos en la fragua. Además, se habían oído en la casa fuertes martillazos y como ruido de muebles que se arrastran; era notorio que Celsa hizo, en una sola mañana, más de tres viajes a la fuente, con escala y botijo; y, por último, se había visto a Bastián asomado un instante a la ventana, con una escoba amarrada a la punta de un palo, y el palo, la escoba y Bastián, revocados de blanco como si él y el palo y la escoba se hubieran zambullido en el tinajón de la harina. ¿Qué ocurría en aquella casa de ordinario tan sucia, desmantelada y silenciosa? Para ponermos en camino de averiguarlo, volvamos a la de Águeda.

Cabalmente se hallaba ésta en un momento de reposo y de relativo bienestar, cuando se oyeron a la puerta del gabinete en que hacía labor, aquellos golpecitos acompasados y aquella voz melosa, que ya en otra ocasión oímos, preguntando:

-¿Se puede pasar?

El efecto que esta voz y aquellos golpes causaron en la joven, puede calcularse sabiendo que en aquel mismo instante volvía a contar hasta las horas que podría tardar en aparecer el tan esperado don Plácido a la puerta de su casa.

No respondió una palabra; pero don Sotero, fingiendo haber oído que se le mandaba entrar, entró.

Si Águeda se hubiera atrevido en aquel instante a mirarle con un poco de atención, podría haber observado en él grandes señales de inseguridad y hasta de zozobra. El resobeo de sus manos era muy nervioso, y sin el ritmo dulcísimo que le era peculiar; temblábale la barbilla algunas veces; su mirada, sin dejar de ser punzante, carecía de firmeza, y en el verde sucio de su tez predominaba el ocre con veladuras de cardenillo; señales todas de que la bilis y los nervios traían al hombre, a la sazón, a mal traer.

Después de los saludos y reverencias de costumbre, dijo así con voz enronquecida e insegura:

-¿Será permisión de Dios, señorita, que siempre que me acerque a usted, de algún tiempo acá, haya de ser para ocasionarla un disgusto, no obstante la rectitud y desinterés de la intención que me guía?

La joven, disimulando la tortura en que se hallaba, permaneció en silencio y atenta sólo a su labor. Don Sotero prosiguió así:

-En su día tuve la honra en poner en conocimiento de usted dos de las cláusulas más importantes del testamento de su señora madre (que en santa gloria sea).

El mismo silencio por respuesta. El hombre negro añadió:

-Por la primera de ellas, nombráseme tutor y curador de la niña Pilar...

Aquí alzó Águeda los ojos, y los fijó en lo que se veía de los de don Sotero, que continuó de este modo:

-Por la segunda cláusula se ordena que cuide, vigile y hasta enderece a buen fin, si se torcieren, las inclinaciones, vamos al decir, de ustedes, en un caso que no hay para qué mencionar en este instante.

Águeda sintió al oír estas palabras una impresión indefinible, pero insoportable: el secreto de su corazón, santificado por el martirio, iba a ser profanado por aquella lengua repugnante.

-Siga usted -dijo con heroica decisión, tras un instante de silencio.

Y siguió de esta suerte don Sotero:

-En vida de la santa mujer, a quien todos lloramos, se arrojó de esta casa a un hombre cuyas miras en ella eran tan notorias como su escandalosa rebeldía a la ley de Dios.

-¡Adelante!

-En el supuesto de que usted me ha comprendido, no me detengo a decir qué clase de miras eran aquéllas, ni a ponderar, como debiera, lo atinado y cuerdo, previsor y cristiano de la medida tomada con el precitado sujeto... cerrándole estas puertas.

-¡Acabe usted pronto! -dijo Águeda con imperioso ademán.

-Siendo atinada, cuerda, previsora y cristiana la medida -prosiguió don Sotero fortaleciéndose y serenándose a medida que la joven se exaltaba-, claro y evidente es que el rebelarse contra ella, ni es cristiano, ni previsor, ni cuerdo, ni atinado.

Esta brutal indirecta produjo en el alma tierna y pudorosa de la joven un verdadero estrago. Corriéronle lágrimas por las mejillas, y sólo el impulso de la indignación que sentía le dio fuerzas para responder:

-Ni con los títulos a que se ampara, adquiridos en mal hora, y sabe Dios cómo, reconozco en usted derecho alguno para faltar al respeto que me debe. Sin nuevos rodeos, y sin olvidar la distancia que nos separa, diga usted qué pretende de mí y adónde se encaminan esas atrevidas observaciones.

-Pues sin rodeos, señorita -replicó don Sotero, gozándose de tener tan a la mano la ocasión de vengarse de la altivez con que la joven le había tratado-, necesito decir a usted que he visto tres veces, en muy pocos días, salir de esta honrada casa al hombre a quien arrojó de ella su difunta madre de usted; que conozco los propósitos que aquí le traen, y que, cumpliendo con el sacratísimo deber que se me ha impuesto, vengo hoy a tomar la única medida que está a mis alcances para dejar a salvo la responsabilidad de mi cristina conciencia.

-¿Y qué medida es la que piensa usted tomar en mi casa? -le preguntó Águeda, acentuando mucho las última palabras.

-Con respecto a usted -dijo el hombre, volviendo a dulcificar su voz y sus restregones de manos-, aconsejarla...

-¡Aconsejarme a mí!..., ¡un hombre como usted!

-Cuando menos, recordarla el deber en que me hallo de hacerlo así.

-No hay tal deber, mientras usted no sea capaz de cumplir con él..., aun cuando existieran los motivos con que usted disculpa su inaudito atrevimiento.

-Siento tener que repetir, señorita, que los motivos existen..., son algo más que usted misma ignora y no alcanzó a prever su sabia madre, pero que yo evidenciaré con pruebas irrecusables, si las circunstancias lo exigieren. En cuanto a mi suficiencia para cumplir ese encargo de una santa moribunda, paréceme que la delicadeza del encargo mismo, la alta procedencia que trae, la honradez de mi intención, el desinterés de mi cariño y el santo temor de Dios en que me inspiro, prendas son que la abonan y enaltecen... Y en todo caso, lo escrito, escrito está. Cuanto usted me diga en son de protesta, entiéndese que contra ello va, no contra mí, porque mandado soy, por mal de mis pecados, por aquella a quien usted debe respeto y admiración.

Lo más triste para Águeda en tan bochornoso trance, era que no sabía qué responder a las últimas razones de don Sotero. Aquel hombre sería un pícaro y un atrevido; pero en honor de la verdad, el testamento de su madre y su aparente delincuencia, le autorizaban, en rigor de justicia, para hacer lo que estaba haciendo. Resistirse a sus advertencias equivalía a desconocer la autoridad y el mandato de su madre. ¿Podría inventar, el mismo Lucifer conflictos más insuperables que los que perseguían a la desdichada?

Con el rabillo del ojo leía don Sotero estas y otras reflexiones que Águeda se hacía; y como al propio tiempo observase que sollozaba, conmovíase también él y aun se limpiaba los ojos con el inseparable pañuelo de yerbas. Duró la escena poco tiempo; hasta que el sensible varón lanzó un suspiro muy recio y se guardó el moquero en el bolsillo de su anguarina. Después dijo así, con una dulzura de voz que cautivaba:

-A salvo ya de toda responsabilidad mi conciencia, por lo que a usted respecta, después de prevenirla que estoy al tanto de su, vamos al decir, olvido o desconocimiento de las sabias advertencias de su señora madre (que eterna bienaventuranza goce por los siglos de los siglos), lo cual es tanto como quitar al pecado la disculpa de la ignorancia, paso, señorita, a la segunda y más dolorosa, pero necesaria parte de mi comisión de hoy, la cual se relaciona con su señora hermana de usted, la niña Pilar.

-¿También hay algo para esa inocente?

-Recuerde usted que de esa huérfana soy tutor y curador; y claro es que la responsabilidad que me alcanza en lo referente a su educación, es muy estrecha.

-¿Y qué es lo que usted pretende de ese ángel de Dios?

-Alejarla de todo riesgo de que en su inocente imaginación caigan ciertas semillas, que más tarde habrían de fructificar para perdición de su alma.

-Pero... ¿cómo piensa usted lograrlo?

-Poniendo a la niña en lugar seguro.

-¿En dónde? -preguntó Águeda sin aliento ya.

-En mi casa -respondió con descarada firmeza don Sotero.

-¡En su casa de usted!... Pero ¿por qué, Dios mío? ¿No es mi hermana? ¿No he quedado yo a su cuidado? ¿No es esta la casa de mis padres?... Y usted ¿quién es para atreverse a tanto?

-¿A qué repetirlo otra vez, señorita? -dijo don Sotero con una mansedumbre y una compunción edificantes-. Ya he tenido el honor de decir a usted varias veces que, para expiación de mis pecados, tocóme ser por ahora, al lado de ustedes, el representante de aquella santa mujer, tan celosa del bien de las almas de sus hijas. Con la autoridad que me da este cargo, tan lleno de espinas y sinsabores y, sobre todo, con la ayuda de Dios, pienso llevar a buen término esta determinación, concebida y meditada con todo el reposo que la gravedad del trance requiere, aunque al hacerlo lastime ciertos sentimientos...

-Pero ¿dónde está ese riesgo para mi hermana? -interrumpió Águeda, creyendo perder el juicio en aquel trance, jamás imaginado por ninguna mujer honrada-. ¿Quién puede quererla más que yo? ¿Dónde más segura ha de hallarse que en la casa de su madre?

-En la casa de su madre, señorita -repuso el pío varón-, y al lado de su hermana, está expuesta al mal ejemplo que no verá en la mía. Contra quien da ese ejemplo nada puedo yo, porque está, por su edad, fuera de la jurisdicción de mi cargo, pero debo, en conciencia, evitar el contagio de esa peste, y eso voy a hacer, sin pérdida de un solo momento, recogiendo a la niña hasta la venida de su señor tío, a quien debo entregársela tal como a mí me la entregó su señora madre moribunda. Después, él hará lo que juzgue más acertado, en su doble carácter de pariente y tutor.

El sentido que envolvían estas palabras era un afrentoso ultraje para la desvalida doncella. Encendiósele el pálido rostro de vergüenza, y en medio de su angustia sin ejemplo, lejos de pensar en justificarse ante aquel indigno acusador, respondióle al punto, movida sólo del interés de su inocente hermana:

-¿Y cómo ha podido usted imaginarse que basta concebir una indignidad para verla puesta en obra sin tropiezo? ¿Así se atropella y se escarnece a una familia honrada? ¿No hay justicia en la Tierra que ampare a los débiles contra los inicuos?

-¡Líbreme Dios, señorita -respondió don Sotero humildísimamente-, de negar a usted el derecho de acudir a ese recurso humano! A su alcance se halla a todas horas... Pero el paso tiene sus riesgos graves. La Justicia que la oiga a usted, tendrá que oírme a mi también; por duro y amargo que me parezca, expondré las razones en que me fundo para pretender lo que pretendo; y como el fallo, al cabo y al fin, ha de serme favorable, sólo habrá conseguido usted, con su recurso, dar al diablo que reír y no poco que murmurar a las gentes. He aquí por qué he preferido dar este paso con la mayor reserva, guiado siempre, señorita, aunque usted no me lo agradezca, del entrañable y desinteresado amor que me inspira cuanto se relaciona con el bien y el honor de esta ilustre casa.

-¡Lástima -replicó Águeda- que no pueda yo recompensar ahora mismo, en todo lo que valen, ese celo y ese amor que le merecemos a usted las hijas de la santa mujer a quien tan a menudo recuerda! Pero es muy extraño -prosiguió con la misma amarga ironía- que usted, con esa previsión que tanto encarece, en lugar de hacer lo que pretende, no haya preferido venir a vigilarnos a mi misma casa, estableciéndose en ella con tan piadoso fin.

A lo que respondió don Sotero, rasgando la boca un palmo más por cada lado, y haciendo una reverente cortesía:

-No me gusta ser molesto, señorita; y estableciéndome aquí lo sería para ustedes, amén de carecer de la libertad y de los derechos que tengo en mi propio hogar.

Águeda no escuchaba ya al hombre negro. Aun sin la fe de la virtuosa joven, cuando a los males suceden los males, y a los dolores los dolores, y por todas partes y en todas las ocasiones las contrariedades cierran la salida a todos los caminos emprendidos, el espíritu desfallece y se acobarda, y hasta el intento de la propia defensa parece una insensatez. Águeda recorrió en un solo instante la larga lista de sus pesadumbres sin humano remedio, y se persuadió de que aquel hombre que tenía delante no era otra cosa que un instrumento más de que se valía la Providencia para probar el temple de su fe. Aceptóle como tal, y ya no pensó en rebelarse, ni siquiera en defenderse. Mas no por eso abandonó a su hermana en tan apurado trance.

-Supongo -dijo, cuando se halló fuerte y resignada en su misma abnegación- que no entrará en los cálculos de usted el que sus propósitos se cumplan con riesgo de la vida de mi inocente hermana.

-¡Señorita! -exclamó don Sotero en el más santo y pío de los asombros-. ¿Cómo pudo usted imaginarse que en mis creencias religiosas cupiese tamaña inhumanidad?

-Entonces -dijo Águeda, con la voz debilitada por sus terribles luchas interiores-, es indispensable que yo la acompañe... De este modo -añadió con amarga sonrisa, podrá usted vigilarnos a las dos a un mismo tiempo, y tener más en reposo la conciencia.

-Nada habrá, señorita -repuso don Sotero, frotándose mucho las manos-, a que yo me oponga, dentro de lo lícito y de lo justo, en los benéficos propósitos que me guían. Acompañe usted en buena hora a su hermana, que ambas caben dentro de la honrada pobreza de mi casa. Y si he de decir toda la verdad, me alegro en gran manera de que tome usted esa resolución, porque con ella tiene el hecho mejor disculpa a los ojos de los murmuradores. Esta noche es la verbena de San Juan; noche de ruido y de algazara. ¿Hay cosa más natural que ustedes, por lo doloroso y reciente del luto que llevan en el alma, deseen trocar esta vivienda, tan cercana al lugar de la fiesta, por la mía, tan apartada y silenciosa? Que no llega mañana en todo el día el señor don Plácido: pues lo que digo de la velada, digo de la fiesta subsiguiente.

-¡Es asombroso -exclamó Águeda, mirando a don Sotero con sus ojos tristes y penetrantes- hasta qué extremo de previsión le conduce a usted el amor que nos tiene!

Después se acercó a la puerta y llamó a Pilar. Mientras ésta llegaba, se volvió al hombre negro y le preguntó:

-¿Cuándo va a tener lugar nuestra marcha?

A lo que respondió el preguntado:

-Si he de cumplir dignamente con los delicados deberes de mi cargo, no puedo salir hoy de esta casa sin que ustedes me acompañen a la mía.

Águeda no replicó una palabra; pero elevó al cielo su hermosa mirada llena de dolorosa resignación.

Entró Pilar, y tan pronto como se fijó en don Sotero, se escondió detrás de su hermana. Ésta le miró entonces como si quisiera argüirle con el miedo de la niña; pero el santo varón no alzaba los ojos del suelo, ni daba muestras de fijarse en lo que le rodeaba. Luego dijo así a su hermanita:

-Hija mía, si nuestra buena madre volviera al mundo y te impusiera un deber, ¿dejarías de cumplirle por penoso que fuera?

-¡Ay, no! -repuso al punto la niña, mirando de reojo a don Sotero y arrimándose mucho a su hermana.

-Pues cuando nuestra madre iba a morir -prosiguió Águeda-, escribió en un papel muchos consejos y mandatos para nosotras. Entre estos mandatos hay uno que debemos cumplir tú y yo ahora mismo; porque, por estar en aquel papel, que se llama testamento, es como si nuestra madre hubiera vuelto al mundo para dictárnoslo de palabra.

-¿Y qué nos manda hacer? -preguntó la inocente, sin apartar sus ojos azorados del temeroso personaje.

-Que obedezcamos a nuestro tío don Plácido, que es el encargado de cuidar de nosotras; y, por lo visto, que vayamos tú y yo a esperar su llegada al pueblo a casa de don Sotero, que también quedó encargado de atendernos y vigilarnos.

-Pero, ¿por qué mandó eso nuestra madre? -dijo la niña en un impetuoso arranque, más hijo del miedo que de la resolución.

-Porque así nos convendrá -respondió Águeda besándola-. Ya sabes que los mandatos de las madres, como de Dios, han de ser obedecidos sin replicar.

-¡Es que yo tengo mucho miedo, Águeda!... ¡Y estaba tan bien aquí contigo...! ¿Y si tío Plácido tarda mucho?

-No puede tardar ya... Tal vez volvamos hoy mismo a casa.

-¿Y si no volvemos?...

-Si no volvemos, hija mía, Dios, que conoce el fondo de los corazones y ve tu obediencia, cuidará de nosotras y nos pondrá en lugar seguro, aunque se conjuren en daño nuestro todas las iras de Satanás.

Lloraba Pilar, y como a Águeda le faltaba muy poco para hacer lo mismo:

-Ea -dijo a la niña, animándola y besándola otra vez-, vamos a prepararnos y a dar las órdenes necesarias hasta que volvamos.

Y la llevó consigo, quedando solo en escena don Sotero, que no había desplegado los labios ni movido un músculo de su cuerpo durante el diálogo de las dos hermanas.

Cuando el piadoso varón se halló sin testigos, levantó poco a poco la cabeza, guiñó los ojuelos de tigre, se resobó las manos haciendo chasquear los dedos, y hasta sospecho que anduvo en conatos de pirueta.

Poco tiempo después aparecieron las dos huérfanas, cubiertas de pies a cabeza con negros crespones. La palidez marmórea de Águeda entre las ondas relucientes de sus rubios cabellos, se transparentaba en los profundos pliegues de su manto, y la luz de sus ojos incomparables brillaba allí como el fulgor purísimo de las constelaciones en el negro fondo de los abismos siderales. La niña apenas ocultaba una parte de sus madejas de rizos bajo las mallas tenues de una toca graciosamente recogida sobre los hombros. Daba la mano a su hermana, y ambas manos parecían un solo pedazo de nieve.

-Estamos prontas -dijo Águeda a don Sotero, con voz firme y clara; pero acercándose más a él, añadió, de modo que no lo entendiera su hermana: -En manos de Dios que conoce y juzga las intenciones, pongo la causa de esta inocente, y también la mía. ¡A ese Juez habrá de dar cuenta esa conciencia que tan a menudo usted invoca de este inicuo atropello de nuestro desamparo!

Hizo don Sotero una profundísima reverencia y, sin responder una sola palabra, se puso en seguimiento de las huérfanas.