Oyéronse a la puerta del gabinete en que Águeda se hallaba unos golpecitos muy acompasados y una voz afectadamente tímida, que preguntaba:

-¿Hay permiso?

Águeda se estremeció, como quien despierta de un largo sueño con el graznido de la corneja, y respondió de muy mala gana:

-Adelante.

Y entró don Sotero, en su actitud habitual en aquella casa; encorvada la cerviz, el paso lento y las manos cruzadas sobre el vientre. Saludó a su modo; preguntó a la joven por la salud, por el apetito, por el sueño, por el dolor de cabeza y por veinte cosas más; oyó lo menos que podía respondérsele, y dijo restregándose muy suavemente las manos, después de avanzar dos pasos hacia Águeda, quedándose a pie firme delante de ella:

-Presupuesto, señora mía, que el bálsamo de la religión, juntamente con el buen sentido con que el Señor, en su divina munificencia, quiso dotarla a usted, habrán amortiguado lo más acerbo de sus dolores morales, en cumplimiento de un sacratísimo deber me tomo la libertad de pedir a usted unos minutos de audiencia para enterarla...

-Si quiere usted hablarme -interrumpió Águeda con desabrimiento- de asuntos en que ha entendido en esta casa, hágame el favor de aplazarlo por unos días.

-Lo haría con todo mi corazón, señorita -replicó don Sotero, cada vez más compungido y meloso-, si los asuntos a que me refiero no fueran otros que esos en que yo he entendido en esta casa; pero los hay mucho más delicados y apremiantes, de los cuales necesito enterarla a usted, aunque al hacerlo se renueven ciertas heridas que a todos nos alcanzan en la debida proporción.

-Razón de más -dijo Águeda con aire imperativo- para que se aplace la entrevista.

-Es que -insistió el otro hecho unas mieles- necesitamos ponernos de acuerdo usted y este humilde servidor sobre ciertos preliminares, sin lo cual tengo atadas las manos para dar comienzo, con el auxilio de Dios, a la delicada empresa que se me encomendó en hora y ocasión bien solemnes.

Más que pueril curiosidad sintió Águeda al oír estas palabras: sonáronle a cosa muy grave por el recuerdo que evocaban, por la persona que las decía, y hasta por el acento con que las pronunciaba. No trató de disimular su alarma, y preguntó en seguida:

-¿A qué empresa se refiere usted?

Carraspeó don Sotero y respondió así:

-Cuando el Señor, en sus inescrutables designios, dispuso que la nunca bastante llorada doña Marta, su santa madre de usted (que en gloria se halle), cayese enferma de algún cuidado, recordará usted que ella misma pidió los sacramentos.

-No es, en efecto, para olvidado por mí -respondió la joven, indignada de que tan sagradas memorias anduvieran en semejantes labios-. Pero ¿y qué?

Don Sotero, imperturbable, continuó:

-Recordará usted, asimismo, que después de orillados de ese modo edificante los asuntos de la vida perdurable, pensó en los de esta otra terrenal y perecedera... y mandó llamar a un escribano...

-Recuerdo también esa otra circunstancia -interrumpió Águeda, aguijoneando al otro con su inquietud-. No hay necesidad de desmenuzarla tanto para llegar pronto adonde yo deseo.

-Vino el escribano -siguió don Sotero haciendo una referencia- y testó la señora.

-También lo sé.

-¿Y sabe usted en qué términos?

-En los más acertados.

-¿Lo sabe usted o lo presume?

-En este caso es igual presumirlo que saberlo.

-¡Y no se equivoca usted! El culto, los pobres, sus hijas... para todos y para todo hay allí algo, y cada cosa en su punto y lugar. En fin, como que se trata de una superior inteligencia y de una santa de Dios.

Acabábase la paciencia de Águeda, y la indignación le arrancó estas palabras:

-¿Y por qué sabe usted esas cosas que yo ignoro todavía?

Don Sotero, como si le mecieran brisas de mayo, respondió sonriente y melifluo:

-Ahí enlaza precisamente el objeto de la audiencia que he tenido el honor de pedir a usted, señorita. Es, pues, el caso, que tuve la honra de ser llamado, en tan solemne ocasión, por su señora madre (que de Dios goce), y la más alta aún de ser consultado sobre determinadas cláusulas.

-Naturalmente -dijo Águeda, deseando explicarse la odiosa intrusión del modo menos irritante.

-Me congratulo de que así juzgue usted del caso.

-Paréceme que, siendo usted su administrador, no estaba de más a su lado en aquel instante.

-Eso pensé yo también cuando se me llamó; pero su señora madre, cuyas bondades nunca serán bastante alabadas, tuvo a bien distinguirme con la investidura de un cargo más elevado.

-¡A usted! -exclamó Águeda con asombro.

-A mí -recalcó don Sotero, humillando la cabeza-. En vano protesté; en vano expuse mi incapacidad y lo espinoso del cometido... No hubo modo de renunciarle.

-¿Y qué cargo es ese?

-El cargo, señorita, de albacea testamentario, con «item» más de curador de las dos huérfanas y tutor de la más joven; por supuesto, con revelación de fianza...

-¡No puede ser eso! -dijo Águeda con indignación, levantándose de su asiento y mirando con ojos de espanto a don Sotero.

Éste, sin inmutarse. llevó su diestra al bolsillo interior de su anguarina, y sacó un protocolo en papel sellado.

-Aquí está la copia del testamento -dijo mostrándola humildemente. Mandé sacarla... por lo que pudiera suceder.

Águeda rechazó los papeles y se dejó caer en el sillón, abrumada por el peso de muy contrarios sentimientos. Tan contrarios eran, tanto se repelían entre sí, por hermosos los unos, por repugnantes los otros, que no quiso detener la consideración sobre ellos. Desprendióse de los últimos, apartando la vista, como quien se sacude de los opresores anillos de una serpiente, y replicó al hombre negro:

-¡Pero no será usted el único tutor nombrado!

-Iba a hablar a usted acerca de ese punto -expuso don Sotero con voz temblona y entrecortada-, cuando fui interrumpido con una expresión cuya dureza..., ¡creálo usted, por la salvación de mi alma!, no corresponde al desinterés ni a la profundidad de mi cariño...

Hizo aquí unos pucheros; se pasó por los ojos un pañuelo de yerbas, y continuó:

-Nómbrase también a su señor tío de usted, don Plácido Quincevillas.

Respiró Águeda.

-¡También mi tío don Plácido! -exclamó-. Por supuesto, con las mismas atribuciones.

-Por supuesto, señorita... Sólo que, si bien hemos de ejercer los cargos de mancomún, podemos también, y debemos desempeñarlos in solidum, es decir, cualquiera de los dos en enfermedad, etc., del otro.

-Bien está; pero como hasta ahora no se ha dado el caso de enfermedad...

-Pero sí el de ausencia; y, además, ha de saber usted que es voluntad expresa y terminante de la testadora, de santa memoria, que desde el instante de su fallecimiento se encargue de la tutela y curatela, y en adelante ejerza preferentemente, aquel de nosotros que se halle más cerca de las huérfanas; porque es también su propósito manifiesto, y aquí consta, que jamás se vean ustedes sin una sombra protectora.

-¿Y usted viene a ofrecerme la suya en este momento?

-Yo vengo, señorita, a notificar a usted humildemente estas disposiciones, para proceder, con su permiso y acuerdo, a hacer el inventario de los caudales. Ha de ser largo y penoso, y el tiempo legal no es mucho. Vea usted la razón única de la entrevista que he tenido el honor de pedirla...

-Y ¿por qué no ha venido mi tío? -pregunto Águeda secamente.

-Eso me pregunto yo a cada instante -respondió don Sotero con la mayor naturalidad-; ¿por qué no viene el señor don Plácido?

-¡Es muy raro que ni siquiera conteste a la carta que le dirigí el día de la desgracia!

-Con esta misma fecha se la notifiqué yo, añadiéndole lo referente a los cargos que le estaban encomendados por la voluntad de la difunta... Le he repetido la carta... y el mismo silencio.

-¡Es raro eso también! -replicó Águeda mirando al hombre con gesto medio burlón y medio iracundo.

-No es tanto, señorita -dijo don Sotero con su habitual sencillez-, si se considera que su señor tío de usted vive, como quien dice, en el último rincón del mundo... Las cartas, por las exigencias del servicio del correo, tardan cinco días desde aquí a Treshigares, cuando menos. Pueden haber tardado más; pueden haberse extraviado... y hasta pueden estar intactas sobre la mesa del señor don Plácido... porque ya usted sabe hasta qué punto le distraen sus especiales ocupaciones y la originalidad de su carácter.

Águeda, que sin duda sospechaba alguna indignidad en aquel hombre, le medía con la vista de arriba abajo, y se empeñaba inútilmente en buscarle los ojos con lo que pudiéramos llamar punta de su mirada. El santo varón no apartaba la suya del suelo que le sostenía. Duró esta muda escena breve tiempo, y dijo Águeda con un desabrimiento inconcebible en su dulzura habitual:

-Y en suma, ¿qué es lo que usted quiere de mí en este instante?

-Ya he tenido el honor de decirlo, señorita; que hay que hacer el inventario de los bienes de la testamentaria, y que necesitamos ponernos de acuerdo, para que yo, con el auxilio de Dios y mi buen deseo, comience desde luego...

-No debe darse paso alguno sin la presencia de mi tío.

-Me permito repetir a usted que el tiempo legal es corto en comparación con la tarea. Además, su señor tío de usted se alegrará mucho si al llegar se encuentra hecha una buena parte de este mecánico y engorroso trabajo.

-En buena hora: puede usted comenzarle cuando quiera.

Don Sotero saludó con una cabezada; pero no movió sus anchos pies del sitio que ocupaban.

-¿Tiene usted más que decirme? -le preguntó la joven.

-Muy poca cosa, señorita -respondió el hombre negro, manoseando el rollo de papel sellado que no había vuelto a guardar-; muy poca cosa; y eso, por lo que respecta a la parte de responsabilidad que me alcanza en la cláusula testamentaria referente al celo con que debo vigilar las inclinaciones, digámoslo así, afectuosas de ustedes...

-¡También eso!

-Aquí está escrito... cláusula catorce, si no me equivoco... Efectivamente; cláusula catorce... Pero esto, señorita, no quiero ni debo hablar con personas de tan firmes y puros sentimientos religiosos. Mi conciencia queda tranquila, por ahora, con advertir a usted la existencia de la cláusula a la cual debo...

-¡Basta! -exclamó Águeda, casi trémula de indignación-. Deme usted esos papeles, y hemos concluido.

Entregóselos don Sotero con una humildísima reverencia y se retiró dulce, suave y mansamente.

En cuanto se quedó sola buscó Águeda, revolviendo las hojas de papel con mano trémula y ansiosa, la cláusula mencionada. Pronto dio con ella. Decía así:

«Recomiendo a mis hijas muy amadas que, si Dios no las llama por otro camino aún más santo y ejemplar, en el momento de la elección de esposo pongan su consideración en las ideas religiosas que han de adornar al hombre que prefieran; que no olviden jamás que fuera de la Santa Iglesia Católica, en la cual he vivido y he de morir, con la gracia divina, no hay salvación para el alma; y encargo a dichos mis albaceas que si, lo que Dios no permita, ni yo espero, las vieren inclinadas a transigir o vacilar en tan gravísimo asunto, las adviertan y amonesten, y se valgan de todos los medios lícitos para enderezarlas, a mejor fin. Las amo con todo mi corazón, y quiero el bien de sus almas».

-Todo esto -se dijo Águeda, arrojando los papeles sobre un velador- es muy santo y muy bueno, y está muy en su lugar... Sí, señor; pero por lo mismo que es tan santo y es tan bueno, ¿por qué puso mi madre en semejantes manos armas tan peligrosas? ¿Por qué dejó hasta los más delicados sentimientos de mi alma sujetos y amarrados al capricho de un hombre grosero y repugnante?... ¿Por qué, Dios mío, la que fue tan sabia y previsora en todos los asuntos de la vida, fue tan ciega y desacertada en sus juicios acerca de ese... bribón... ¡Bribón, sí, bribón! Porque don Sotero lo es, o no los hay en el mundo... ¡Y yo estoy bajo la odiosa tiranía de sus maldades! ¿Y cuando, Señor, cuando me veo oprimida entre los hierros de este grillete afrentoso? ¡Cuando las pocas fuerzas que me quedan las necesito para luchar contra el enemigo que llevo dentro del corazón! Desde que este hombre ha hablado conmigo, todas mis penas toman un tinte más negro; envuélveme el ánimo una nube densa y sofocante, y no hay desdicha que yo no tema. Es preciso que don Plácido sepa todo esto inmediatamente... ¡si es que no entra también en los designios de Dios que hasta ese apoyo me falte! ¡Hágase siempre su voluntad!

Después se puso a escribir una carta.