Escena VIII

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ADELINA. Y CARLOS. ADELINA en el sofá, llorando; CARLOS la contempla; pasea con agitación; al fin, se para junto a ella.


CARLOS.-Adelina, no llores; cálmate, y hablemos en razón. (Pausa.) Mira que sólo llora de ese modo quien es culpable.

ADELINA.-O quien es desdichada.

CARLOS.-Pues defiéndete.

ADELINA.-Yo siempre pensé, Carlos mío, que eras tú quien había de defenderme. Yo sola, ¿qué puedo?

CARLOS.-La verdad y la honradez lo pueden todo.

ADELINA.-Eso creí yo siempre; pero ahora veo que no.

CARLOS.-No eludas mis preguntas; no busques subterfugios; no evites explicaciones. Mira que toda la sangre que hay en mis venas o ha subido a mi cerebro y lo enloquece, o ha caído en mi corazón y lo ahoga. Mira que cuanto puede amar un hombre he amado yo a la Adelina de mi alma. Recuerda que cuando unos y otros arrojaban recuerdos de infamia sobre tu familia, yo solo te defendí, sacándote entre mis brazos del lodazal de tu raza, sin reparo a que el vicio salpicara mi frente.

ADELINA.-Sí, ya lo sé: eres muy bueno.

CARLOS.-No; Bueno no; es que te amo; es que por ti aliento, por ti trabajo, por ti lucho para conquistar gloria y riqueza; es que sin ti la vida es insípida; la virtud, un sonido más o menos armonioso; la esperanza, un eterno espejismo.

ADELINA.-¡Así me amabas! ¡Ya lo sabía yo! Y ahora, entre todos, han hecho que no me quieras! Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué?

CARLOS.-¡No, todavía no! Pero ten en cuenta que con tanto cariño corno el mío, con tanta fe como tenía en ti, con todo esto que te he dicho, no se puede jugar impunemente. Que cuando un hombre ama como yo, y está pronto a sacrificarlo todo, hasta el afecto de su padre, y sufre de ¿a manera que yo sufro desde que entré por esa puerta maldita, no se contenta con palabras, ni con lágrimas, ni con desmayos, ni con suspiros, Adelina.

ADELINA.-(Aterrada) ¡Carlos!

CARLOS.-Porque estas cosas ni tranquilizan ni convencen, y lo mismo las hace la mujer honrada que la mujer astuta. Pueden ser verdaderos gritos de dolor, ya lo sé; pero también puede ser todo eso comedia bien estudiada y mejor fingida. ¡Y yo quiero que me digas la verdad desnuda, o para arrojar tu acardenalado cuerpo a los que andan allí fuera, diciéndoles: «Teníais razón», o para presentarme a ellos estrechándote entre mis brazos y gritándoles: «¡Imbéciles, cobardes, calumniadores...! Mentíais, mentíais!... ¡Esta, ésta es mi Adelina de siempre! ¡Mi Adelina del alma!»

ADELINA.-¡Carlos.... Carlos mío.... mira que me ahoga la angustia, que no puedo más!

CARLOS.-¡Que no puedes más!... ¡Ah!... ¡Qué cómodo es eso!.. ¡Pues no has de poder!

ADELINA.- ¡Todos, todos contra mí.... y tú también!... ¡Ay madre mía! ¡Ay Dios mío!

CARLOS.-¡Tu madre!... ¡Sí, tu madre es tuya!... Pero no digas: «¡Dios mío!», que si eres lo que dicen, tú no tienes Dios, ¡tú no tienes más que tu vergüenza y mi deshonra! Repara que estoy perdiendo el juicio, que necesito, y por última vez te lo digo, explicaciones claras, pruebas patentes, la verdad, la evidencia. No..., no te retuerzas los brazos... (Separándolos.) Eso no me convence... Lo que has de decirme es: esto fue así y así..., y de este modo... Y eso que dicen no es verdad..., por esta y esta razón..., y en aquello mienten..., y la prueba de que mienten es esta otra... ¿Comprendes?... ¿Comprendes lo que quiero?

ADELINA.-Sí..., sí lo comprendo... Yo haré lo que quieras... Yo diré lo que tú me mandes.

CARLOS.-¡No; eso, no; la verdad, nada más que la verdad!

ADELINA.-¡Sí, la verdad!

CARLOS.-¡Bueno, pues separa tus cabellos, que quiero verte la cara!... (Separándole los cabellos.) ¡Levanta los ojos..., que quiero verlos también!... (Levantándole la cabeza.) ¡Deja quieta los brazos..., y habla..., habla ahora, o no hablarás ya nunca!

ADELINA.-¿Pues cómo quieres que empiece?

CARLOS.-Diciéndome todo lo que pasó aquella noche.

ADELINA.-Yo subí con Paquita... Pasé por su cuarto... y entré en el mío.

CARLOS.-¿Y no había nadie?

ADELINA.-Nadie; bien seguro que no había nadie.

CARLOS.-¿Y después?

ADELINA.-Cerré la ventana.

CARLOS.-¡La cerraste! No olvides lo que has dicho. Nadie pudo entrar por ella. Por este lado ya no puedes fingir historias ridículas de asaltos, nocturnos. ¡Lo has dicho!

ADELINA.-Pero si es verdad, ¿por qué no he de decirlo?

CARLOS.-¡Adelina, Adelina..., o eres muy torpe o muy inocente..., y, en este caso, yo soy un miserable contigo!... Sigue... Después...

ADELINA.-Entré en mi alcoba, cerré la puerta por dentro, recé por ti y por mi madre... y me dormí pensando: «Mañana vendrá mi Carlos.» Y por la mañana me despertó la voz de tu padre..., al principio, cariñosa...; al fin, colérica.

CARLOS.-¿Y qué más?

ADELINA.-Más..., no sé. Me trajeron aquí... No me quisieron decir el motivo. Todos me miraban de un modo..., que me daba miedo. Sólo Paquita me decía palabras cariñosas. Y yo pensaba: «¿Qué me importa?... Él vendrá, y yo sólo necesito su cariño; no tengo otro cariño en la vida, ni otro apoyo...; pero su cariño lo tengo...» ¡Y ahora he visto que no, que también lo he perdido! ¡Ay Carlos de mí alma! ¡Di que no!... ¡Di que me quieres!... ¡Carlos!... ¡Carlos!...

CARLOS.-Pero ¿no comprendes que hay motivo para que yo enloquezca?

ADELINA.-Para que enloquezcas, sí, para que dejes de quererme, no.

CARLOS.-¿No tienes más que decirme, Adelina?

ADELINA.-¡Sí!

CARLOS.-¡Pues dilo!

ADELINA.-¡Que eres mi Carlos!... ¡Que te amo! (Queriendo abrazarle; él la rechaza.)

CARLOS.-¿No oyes que una voz, dentro de mí, me grita: «¿Y si te engaña?»

ADELINA.-¡Yo!

CARLOS.-¿No ves que lo que me cuentas es inverosímil? ¿No sabes que todos te acusan, hasta mi padre? ¿No tienes ante los ojos los «hechos» brutales, implacables, pero clarísimos, que te acusan también? ¿Ignoras que para el mundo entero eres objeto de escándalo, y yo objeto de burla, y que nuestros nombres andan ya en las-listas de -la deshonra y en los pregones de la infamia? ¡Adelina, por Dios vivo, que me confieses tu culpa!... Quizá te mataré, si tengo valor.... ¡pero no dejaré de amarte, te lo juro!... ¡Más, te amaré más!... ¡Pero confiesa!... (Acercándose a ella, y., frenético.)

ADELINA.-¡Carlos, no me mires de ese modo!...

CARLOS.-¡Te espanta la mirada de tu Carlos! ¡Mala señal!

ADELINA.-¡No te acerques tanto! ¡Me das miedo! (Huyendo.)

CARLOS.-¿Huyes de mí? ¡Mala señal!

ADELINA.-¡Carlos!... ¡Carlos!... ¡Perdón!...

CARLOS.-¡Ahí!¡Ya empiezas!... ¿Conque perdón?... Ya..., ya lo veo...,. ¡Para vosotras, seres débiles, manojos de nervios, ruin arcilla, no hay más que el dolor físico!... (Sin tocarla todavía, pero muy cerca.)

ADELINA.-¡Carlos! (Cae de rodillas.)

CARLOS.-¡Adelina! (Cogiéndola de un brazo.)