De los nombre de Cristo: Tomo 3, Amado (II)

Amado
De los nombres de Cristo
Tomo 3 de Fray Luis de León
Amado (II)
Jesús

Amado (II)

Pues ¿qué no será, o cuáles quilates le faltarán, o a qué fineza no allegará el amor que Dios en el hombre hace, y que enciende con el soplo de su Espíritu propio? ¿Podrá ser menos que amor nacido de Dios y, por la misma razón, digno de Él, y hecho a la manera del cielo, adonde los serafines se abrasan? O ¿será posible que la idea, como si dijésemos, del amor, y el amor con que Dios mismo se ama críe amor en mí que no sea en firmeza fortísimo, y en blandura dulcísimo, y en propósito determinado para todo y osado, y en ardor fuego, y en perseverancia perpetuo y en unidad estrechísimo? Sombra son sin duda, Sabino, y ensayos muy imperfectos de amor, los amores todos con que los hombres se aman, comparados con el fuego que arde en los amadores de Cristo, que por eso se llama por excelencia el Amado, porque hace Dios en nosotros, para que le amemos, un amor diferenciado de los otros amores, y muy aventajado entre todos.

Mas ¿qué no hará por afinar el amor de Cristo en nosotros quien es Padre de Cristo, quien le ama como a único Hijo quien tiene puesta en sólo Él toda su satisfacción y su amor? Que así dice San Pablo de Dios, que Jesucristo es su Hijo de amor, que es decir, según la propiedad de su lengua, que es el Hijo a quien ama Dios con extremo. Pues si nace de este divino Padre que amemos nosotros a Cristo, su Hijo, cierto es que nos encenderá a que le amemos, si no en el grado que Él le ama, a lo menos en la manera que le ama Él. Y cierto es que hará que el amor de los amadores de Cristo sea como el suyo, y de aquel linaje y metal único, verdadero, dulce, cual nunca en la tierra se conoce ni ve: porque siempre mide Dios los medios con el fin que pretende. Y en que los hombres amen a Cristo, su Hijo, que les hizo Hombre, no sólo para que les fuese Señor, sino para que tuviesen en Él la fuente de todo su bien y tesoro; así que en que los hombres le amen, no solamente pretende que se le dé su debido, sino pretende también que, por medio del amor, se hagan unos con Él y participen sus naturalezas humana y divina, para que de esta manera se les comuniquen sus bienes. Como Orígenes dice: «Derrámase la abundancia de la caridad en los corazones de los santos para que por ella participen de la naturaleza de Dios, y para que, por medio de este don del Espíritu Santo, se cumpla en ellos aquella palabra del Señor: Como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti, sean éstos así unos en nosotros: conviene a saber, comunicándoseles nuestra naturaleza por medio del amor abundantísimo que les comunica el Espíritu.»

Pregunto, pues: ¿qué amor convendrá que sea el que hace una obra tan grande? ¿Qué amistad la que llega a tanta unidad? ¿Qué fuego el que nos apura de nuestra tanta vileza, y nos acendra y nos sube de quilates hasta allegamos a Dios? Es, sin duda, finísimo, y, como Orígenes dice, abundantísimo, el amor que en los pechos enamorados de Cristo cría el Espíritu Santo. Porque lo cría para hacer en ellos la mayor y más milagrosa obra de todas, que es hacer dioses a los hombres, y transformar en oro fino nuestro lodo vil y bajísimo. Y como si en el arte de alquimia, por sólo el medio del fuego, convirtiese uno en oro verdadero un pedazo de tierra, diríamos ser aquel fuego extremadamente vivo y penetrable y eficaz y de incomparable virtud, así el amor con que de los pechos santos es amado este Amado, y que en Él los transforma, es sobre todo amor entrañable y vivísimo, y es, no ya amor, sino como una sed y una hambre insaciable con que el corazón que a Cristo ama se abraza con Él y se entraña y, como Él mismo lo dice, le come y le traspasa a las venas.

Que para declarar la grandeza de él y su ardor, el amar los santos a Cristo llama la Escritura comer a Cristo. «Los que me comieren, dice, aún tendrán hambre de mí.» Y: «Si no comiereis mi carne y bebiereis mi sangre, no tendréis vida en vosotros.» Que es también una de las causas por que dejó en el Sacramento de la Hostia su cuerpo, para que en la manera que con la boca y con los dientes, en aquellas especies y figuras de pan, comen los fieles su carne y la pasan al estómago y se mudan en ella ellos, como ayer se decía, así en la misma manera en sus corazones, con el fuego del amor, le coman y le penetren en sí, como de hecho lo hacen los que son sus verdaderos amigos, los cuales, como decíamos, abrasándose en Él, andan si lo debemos decir así, desalentados y hambrientos por Él.

Porque, como dice el Macario: «Si el amor que nace de la comunicación de la carne divide del padre y de la madre y de los hermanos, y toda su afición pone en el consorte, como es escrito: por tanto, dejará el hombre al padre y a la madre, y se juntará con su mujer y serán un cuerpo los dos, pues si el amor de la carne así desata al hombre de todos los otros amores, ¿cuánto más todos los que fueren dignos de participar con verdad aquel don amable y celestial del espíritu quedarán libres y desatados de todo el amor de la tierra, y les parecerán todas las cosas de ella superfluas e inútiles, por causa de vencer en ellos y ser rey en sus almas el deseo del cielo? Aquello apetecen, en aquello piensan de continuo, allí viven, allí andan con sus discursos, allí su alma tiene todo su trato, venciéndolo todo y levantando bandera en ellos el amor celestial y divino, y la afición del espíritu.»

Mas veremos evidentemente la grandeza no medida de este amor que decimos, si miráremos la muchedumbre y la dificultad de las cosas que son necesarias para conservarle y tenerle. Porque no es mucho amar a uno si, para alcanzar y conservar su amistad, es poco lo que basta. Aquel amor es verdaderamente grande y de subidos quilates, que vence grandes dificultades. Aquél ama de veras que rompe por todo, que ningún estorbo le puede hacer que no ame; que no tiene otro bien sino al que ama; que, con tenerle a él, perder todo lo demás no lo estima; que niega todos sus propios gustos por gustar del amor solamente; que se desnuda todo de sí para no ser más de amor, cuales son los verdaderos amadores de Cristo.

Porque para mantener su amistad es necesario, lo primero, que se cumplan sus mandamientos. «Quien me ama a Mí, dice, guardará lo que Yo le mando», que es, no una cosa sola, o pocas cosas en número, o fáciles para ser hechas, sino una muchedumbre de dificultades sin cuento porque es hacer lo que la razón dice, y lo que la justicia manda y la fortaleza pide, y la templanza y la prudencia y todas las demás virtudes estatuyen y ordenan. Y es seguir en todas las cosas el camino fiel y derecho, sin torcerse por el interés, ni condescender por el miedo, ni vencerse por el deleite, ni dejarse llevar de la honra, y es ir siempre contra nuestro mismo gusto, haciendo guerra al sentido. Y es cumplir su ley en todas las ocasiones, aunque sea posponiendo la vida. Y es negarse a sí mismo, y tomar sobre sus hombros su cruz y seguir a Cristo esto es, caminar por donde Él caminó y poner en sus pisadas las nuestras. Y, finalmente, es despreciar lo que se ve y desechar los bienes que con el sentido se tocan, y aborrecer lo que la experiencia demuestra ser apacible y ser dulce, y aspirar a sólo lo que no se ve ni se siente, y desear sólo aquello que se promete y se cree, fiándolo todo de su sola palabra.

Pues el amor que con tanto puede, sin duda tiene gran fuerza. Y sin duda es grandísimo el fuego a quien no amata tanta muchedumbre de agua. Y sin duda lo puede todo, y sale valerosamente con ello, este amor que tienen con Jesucristo los suyos. ¿Qué dice el Esposo a su Esposa?: «La muchedumbre del agua no puede apagar la caridad, ni anegarla los ríos.» Y San Pablo, ¿qué dice?: «La caridad es sufrida, bienhechora; la caridad carece de envidia, no lisonjea ni tacañea, no se envanece, ni hace de ninguna cosa caso de afrenta; no busca su interés, no se encoleriza; no imagina hacer mal ni se alegra del agravio, antes se alegra con la verdad; todo lo lleva, todo lo cree, todo lo sufre.» Que es decir que el amor que tienen sus amadores con Cristo no es un simple querer ni una sola y ordinaria afición, sino un querer que abraza en sí todo lo que es bien querer, y una virtud que atesora en sí juntas las riquezas de las virtudes, y un encendimiento que se extiende por todo el hombre y le enciende en sus llamas.

Porque decir que es sufrida, es decir que hace un ánimo ancho en el hombre, con que lleva con igualdad todo lo áspero que sucede en la vida, y con que vive entre los trabajos con descanso, y en las turbaciones quieto, y en los casos tristes alegre, y en las contradicciones en paz, y en medio de los temores sin miedo. Y que, como una centella, si cayese en la mar, ella luego se apagaría y no haría daño en el agua, así cualquier acontecimiento duro, en el alma a quien ensancha este amor, se deshace y no empece. Que el daño, si viniere, no conmueve esta roca, y la afrenta, si sucediere, no desquicia esta torre, y las heridas, si golpearen, no doblan a este diamante. Y añadir que es liberal y bienhechora, es afirmar que no es sufrida para ser vengativa, ni calla para guardarse a su tiempo, ni ensancha el corazón con deseo de mejor sazón de venganza, sino que, por imitar a quien ama, se engolosina en el hacer bien a los otros. Y que vuelve buenas obras a aquellos de quienes las recibe muy malas. Y porque este su bien hacer es virtud y no miedo, por eso dice luego el Apóstol que no lisonjea ni es tacaña, esto es, que sirve a la necesidad del prójimo, por más enemigo que le sea, pero que no consiente en su vicio ni le halaga por de fuera y le aborrece en el alma, ni le es tacaña e infiel. Y dice que no se envanece, que es decir que no hace estima de sí, ni se hincha vanamente, para descubrir en ello la raíz del sufrimiento y del ánimo largo que tiene este amor.

Que los soberbios y pundonorosos son siempre mal sufridos, porque todo les hiere. Mas es propiedad de todo lo que es de veras amor, ser humildísimo con aquello a quien ama. Y porque la caridad que se tiene con Cristo, por razón de su incomparable grandeza, ama por Él a todos los hombres, por el mismo caso desnuda de toda altivez al corazón que posee y le hace humilde con todos. Y con esto dice lo que luego se sigue, que no hace de ninguna cosa caso de afrenta. En que no solamente se dice que el amor de Jesucristo en el alma, las afrentas y las injurias que otros nos hacen, por la humildad que nos cría y por la poca estima nuestra que nos enseña, no las tiene por tales, sino dice también que no se desdeña ni tiene por afrentoso o indigno de sí ningún ministerio, por vil y bajo que sea, como sirva en él a su Amado en sus miembros.

Y la razón de todo es lo que añade tras esto: que no busca su interés, ni se enoja de nada. Toda su inclinación es al bien, y por eso el dañar a los otros aun no lo imagina; los agravios ajenos y que otros padecen son los que solamente le duelen, y la alegría y felicidad ajena es la suya. Todo lo que su querido Señor le manda hace, todo lo que le dice lo cree, todo lo que se detuviere le espera, todo lo que le envía lo lleva con regocijo, y no halla ninguno, si no es en sólo Él, a quien ama.

Que como un grande enamorado bien dice: «Así como en las fiebres el que está inflamado con calentura aborrece y abomina cualquier mantenimiento que le ofrecen, por más gustoso que sea, por razón del fuego del mal que le abrasa y se apodera de él y le mueve, por la misma manera, aquellos a quien enciende el deseo sagrado del Espíritu celestial, y a quien llaga en el alma el amor de la caridad de Dios, y en quienes se enviste, y de quien se apodera el fuego divino que Cristo vino a poner en la tierra, y quiso que con presteza prendiese, y lo que se abrasa, como dicho es, en deseos de Jesucristo, todo lo que se precia en este siglo, él lo tiene por desechado y aborrecible, por razón de fuego de amor que le ocupa y enciende. Del cual amor no los puede desquiciar ninguna cosa, ni del suelo, ni del cielo, ni del infierno. Como dice el Apóstol: ¿Quién será poderoso para apartarnos del amor de Jesucristo?, con lo que se sigue. Pero no se permite que ninguno halle al amor celestial del espíritu si no se enajena de todo lo que este siglo contiene, y se da a sí mismo a sola la inquisición del amor de Jesús, libertando su alma de toda solicitud terrenal, para que pueda ocuparse solamente en un fin, por medio del cumplimiento de todo cuanto Dios manda.»

Por manera que es tan grande este amor que desarraiga de nosotros cualquiera otra afición, y queda él señor universal de nuestra alma; y como es fuego ardentísimo, consume todo lo que se opone, y así destierra del corazón los otros amores de las criaturas, y hace él su oficio por ellos, y las ama a todas mucho más y mejor que las amaban sus propios amores. Que es otra particularidad y grandeza de este amor con que es amado Jesús, que no se encierra en sólo Él, sino en Él y por Él abraza a todos los hombres y los mete dentro de sus entrañas con una afición tan pura, que en ninguna cosa mira a sí mismo; tan tierna, que siente sus males más que los propios; tan solícita, que se desvela en su bien; tan firme, que no se mudará de ellos si no se muda de Cristo.

Y como sea cosa rarísima que un amigo, según la amistad de la tierra, quiera por su amigo padecer muerte, es tan grande el amor de los buenos con Cristo que, porque así le place a Él, padecerán ellos daños y muerte, no sólo por los que conocen, sino por los que nunca vieron, y no sólo por los que los aman, sino también por quien los aborrece y persigue. Y llega este Amado a ser tan amado, que por Él lo son todos. Y en la manera como, en las demás gracias y bienes, es Él la fuente del bien que se derrama en nosotros, así en esto lo es. Porque su amor, digo el que los suyos le tienen, nos provee a todos y nos rodea de amigos que, olvidados por nosotros, nos buscan; y, no conocidos, nos conocen; y, ofendidos, nos desean y nos procuran el bien, porque su deseo es satisfacer en todo a su Amado, que es el Padre de todos. Al cual aman con tan subido querer cual es justo que lo sea el que hace Dios con sus manos, y por cuyo medio nos pretende hacer dioses, y en quien consiste el cumplimiento de todas sus leyes, y la victoria de todas las dificultades, y la fuerza contra todo lo adverso, y la dulzura en lo amargo, y la paz y la concordia, y el ayuntamiento y abrazo general y verdadero con que el mundo se enlaza.

Mas ¿para qué son razones en lo que se ve por ejemplos? Oigamos lo que algunos de estos enamorados de Cristo dicen, que en sus palabras veremos su amor y, por las llamas que despiden sus lenguas, conoceremos el infinito fuego que les ardía en los pechos. San Pablo, ¿qué dice?: «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, por ventura, o la angustia, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la persecución, o la espada?» Y luego: «Cierto soy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni los poderíos, ni lo presente ni lo porvenir, ni lo alto ni lo profundo, ni, finalmente, criatura ninguna nos podrá apartar del amor de Dios en Nuestro Señor Jesucristo.» ¡Qué ardor! ¡Qué llama! ¡Qué fuego!

Pues el del glorioso Ignacio ¿cuál era? «Yo escribo, dice, a todos los fieles, y les certifico que muero por Dios con voluntad y alegría. Por lo cual os ruego que no me seáis estorbo vosotros. Ruéganos mucho que no me seáis malos amigos. Dejadme que sea manjar de las fieras, por cuyo medio conseguiré a Jesucristo. Trigo suyo soy, y tengo de ser molido con los dientes de los leones para quedar hecho pan limpio de Dios. No pongáis estorbo a las fieras; antes las convidad con regalo, para que sean mi sepultura y no dejen fuera de sí parte de mi cuerpo ninguna. Entonces seré discípulo verdadero de Cristo, cuando ni mi cuerpo fuere visto en el mundo. Rogad por mí al Señor que, por medio de estos instrumentos, me haga su sacrificio. No os pongo yo leyes como San Pedro o San Pablo, que aquellos eran apóstoles de Cristo, y yo soy una cosa pequeña; aquéllos eran libres como siervos de Cristo, yo hasta ahora solamente soy siervo. Mas si, como deseo, padezco, seré siervo libertado de Jesucristo y resucitaré en Él del todo libre. Ahora, aprisionado por Él, aprendo a no desear cosa alguna vana y mundana. Desde Siria hasta Roma voy echado a las bestias. Por mar y por tierra, de noche y de día, voy atado a diez leopardos que, bien tratados, se hacen peores. Mas sus excesos son mi doctrina, y no por eso soy justo. Deseo las fieras que me están aguardando, y ruego verme presto con ellas, a las cuales regalaré y convidaré que me traguen de presto, y que no hagan conmigo lo que con otros, que no osaron tocarlos. Y si ellas no quisieren de su voluntad, yo las forzaré que me coman. Perdonadme, hijos, que yo sé bien lo que me conviene. Ahora comienzo a aprender a no apetecer nada de lo que se ve o no se ve, a fin de alcanzar al Señor. Fuego y cruz y bestias fieras, heridas, divisiones, quebrantamientos de huesos, cortamientos de miembros, desatamiento de todo el cuerpo, y cuanto puede herir el demonio venga sobre mí, como solamente gane yo a Cristo. Nada me servirá toda la tierra, nada los reinos de este siglo. Muy mejor me es a mí morir por Cristo, que ser rey de todo el mundo. Al Señor deseo, al Hijo verdadero de Dios, a Cristo Jesús, al que murió y resucitó por nosotros. Perdonadme, hermanos míos, no me impidáis el caminar a la vida, que Jesús es la vida de los fieles. No queráis que muera yo, que muerte es la vida sin Cristo.»

Mas veamos ahora cómo arde San Gregorio el teólogo. «¡Oh luz del Padre! dice, ¡oh palabra de aquel entendimiento grandísimo, aventajado sobre toda palabra! ¡Oh luz infinita de luz infinita! Unigénito, figura del Padre, sello del que no tiene principio, resplandor que juntamente resplandece con Él, fin de los siglos, clarísimo, resplandeciente, dador de riquezas inmensas, asentado en trono alto, celestial, poderoso, de infinito valor, gobernador del mundo, y que das a todas las cosas fuerza que vivan. Todo lo que es y lo que será, Tú lo haces. Sumo artífice, a cuyo cargo está todo. Porque a Ti ¡oh Cristo! se debe que el sol en el cielo con sus resplandores quite a las estrellas su luz, así como en comparación de tu luz son tinieblas los más claros espíritus. Obra tuya es que la luna, luz de la noche, vive a veces y muere, y torna llena después, y concluye su vuelta. Por Ti, el círculo que llamamos Zodiaco, y aquella danza, como si dijésemos, tan ordenada del cielo, pone sazón y debidas leyes al año, mezclando sus partes entre sí, y templándolas, como sin sentir, con dulzura. Las estrellas, así las fijas como las que andan y tornan, son pregoneros de tu saber admirable. Luz tuya son todos aquellos entendimientos del cielo que celebran la Trinidad con sus cantos. También el hombre es tu gloria, que colocaste en la tierra como ángel tuyo pregonero y cantor. ¡Oh lumbre clarísima, que por mí disimulas tu gran resplandor! ¡Oh inmortal, y mortal por mi causa! Engendrado dos veces. Alteza libre de carne, y a la postre, para mi remedio, de carne vestida. A Ti vivo, a Ti hablo, soy víctima tuya; por Ti la lengua encadeno, y ahora por Ti la desato: pídote, Señor, que me des callar y hablar como debo.»

Mas oigamos algo de los regalos de nuestro enamorado Augustino. «¿Quién me dará, dice, Señor, que repose yo en Ti? ¿Quién me dará que vengas, Tú, Señor, a mi pecho y que le embriagues, y que olvide mis males y que abrace a Ti sólo, mi bien? ¿Quién eres, Señor, para mí (dame licencia que hable), o quién soy yo para Ti, que mandas que te ame y, si no lo hago, te enojas conmigo, y me amenazas con grandes miserias, como si fuese pequeña el mismo no amarte? ¡Ay triste de mí! Dime, por tus piedades, Señor y Dios mío quién eres para mí. Di a mi alma: Yo soy tu salud. Dilo como lo oiga. Ves delante de Ti mis oídos del alma; Tú los abre, Señor, y dile a mi espíritu: Yo soy tu salud, Correré en pos de esta voz y asiréte. No quieras, Señor, esconderme tu cara. Moriré para no morir si la viere. Estrecha casa es mi alma para que a ella vengas, más ensánchala Tú. Caediza es, mas Tú la repara. Cosas tiene que ofenderán a tus ojos: sélo y confiésolo. Mas ¿quién la hará limpia, o a quién vocearé sino a Ti? Límpiame, Señor, de mis encubiertas, y perdona a tu siervo sus demasías.»

No tiene este cuento fin, porque se acabará primero la vida que el referir todo lo que los amadores de Cristo le dicen para demostración de lo que le aman y quieren. Baste por todos los que la Esposa dice, que sustenta la persona de todos. Porque si el amor se manifiesta con palabras, o las suyas lo manifiestan, o no lo manifiestan ningunas. Comienza de esta manera: «Béseme de besos de su boca; que mejores son tus amores que el vino.» Y prosigue diciendo: «Llévame en pos de Ti, y correremos.» Y añade: «Dime, oh amado del alma, adónde sesteas y adónde apacientas al medio día.» Y repite después: «Ramillete de flores de mirra el mi Amado para mí, pondréle entre mis pechos.»

Y después, siendo alabada de Él, le responde: «¡Oh, cómo eres hermoso, Amado mío, y gentil y florida nuestra cama, y de cedro los techos de nuestros retretes.» Y compárala al manzano, y dice cuánto deseó estar asentada a su sombra y comer de su fruta. Y desmáyase luego de amor, y, desmayándose, dice que la socorran con flores porque desfallece, y pide que el Amado la abrace, y dice en la manera cómo quiere ser abrazada. Dice que le buscó en su lecho de noche y que, no le hallando, levantada, salió de su casa en su busca, y que rodeó la ciudad acuitada y ansiosa, y que le halló, y que no le dejó hasta tornarle a su casa. Dice que en otra noche salió también a buscarle, que le llamó por las calles a voces, que no oyó su respuesta, que la maltrataron las rondas, que les dijo a todos los que oyeron sus voces: «¡Conjúroos, oh hijas de Jerusalén, si sabréis de mi Amado, que le digáis que desfallezco de amor!» Y, después de otras muchas cosas, le dice: «Ven, Amado mío, y salgamos al campo, hagamos vida en la aldea, madrugaremos por la mañana a las viñas; veremos si da fruto la viña, si está en cierne la uva, si florecen los granados, si las mandrágoras esparcen olor. Allí te daré mis amores; que todos los frutos, así los de guarda como los de no guarda, los guardo yo para Ti.» Y finalmente, abrasándose en vivo amor toda, concluye y le dice: «¿Quién te me dará a Ti como hermano mío mamante los pechos de mi madre? Hallaríate fuera, besaríate, y no me despreciaría ninguno, no haría befa de mí; asiría de Ti, meteríate en casa de mi madre, avezaríasme, y daríate yo del adobado vino y del arrope de las granadas; tu izquierda debajo de mi cabeza, y tu derecha me ceñiría en derredor.»

Pero excusadas son las palabras adonde vocean las obras, que siempre fueron los testigos del amor verdaderos. Porque hombre jamás, no digo muchos hombres, sino un hombre solo, por más amigo suyo que fuese, ¿hizo las pruebas de amor que hacen y harán innumerables gentes por Cristo en cuanto los siglos duraren? Por amor de este Amado y por agradarle, ¿qué prueba no han hecho de sí infinitas personas? Han dejado sus naturales, hanse despojado de sus haciendas, hanse desterrado de todos los hombres, hanse desencarnado de todo lo que se parece y ve; de sí mismos mismos, de todo su querer y entender, hacen cada día renunciación perfectísima. Y, si es posible enajenarse un hombre de sí, y dividirse de sí misma nuestra alma, y en la manera que el espíritu de Dios lo puede hacer y nuestro saber no lo entiende, se enajenan y se dividen amándole. Por Él les ha sido la pobreza riqueza, y paraíso el desierto, y los tormentos deleite, y las persecuciones descanso; y para que viva en ellos su amor, escogen el morir ellos a todas las cosas, y llegan a desfigurarse de sí, hechos como un sujeto puro sin figura ni forma, para que el amor de Cristo sea en ellos la forma, la vida, el ser, el parecer, el obrar y, finalmente, para que no se parezca en ellos más de su amado. Que es sin duda el que sólo es amado por excelencia entre todo.

¡Oh grandeza de amor! ¡Oh el deseo único de todos los buenos! ¡Oh el fuego dulce por quien se abrasan las almas! Por Ti, Señor, las tiernas niñas abrazaron la muerte, por Ti la flaqueza femenil holló sobre el fuego. Tus dulcísimos amores fueron los que poblaron los yermos. Amándote a Ti, oh dulcísimo bien, se enciende, se apura, se esclarece, se levanta, se arroba, se anega el alma, el sentido, la carne.

Y paró Marcelo aquí, quedando como suspenso; y, poco después, bajando la vista al suelo y encogiéndose todo:

-Gran osadía -dice- mía es querer alcanzar con palabras lo que Dios hace en el alma que ama a su Hijo, y la manera cómo es amado y cuánto es amado. Basta para que se entienda este amor, saber que es don suyo amarle; y basta para conocer que en el amarle consiste nuestro bien todo, para conocer que el amor suyo, que vive en nosotros, no es una grandeza sola, sino un amontonamiento de bienes y de dulzuras y de grandezas innumerables, y que es un sol vestido de resplandores que, por mil maneras, hermosean el alma.

Y para ver que se nombra debidamente Cristo el Amado, basta saber que le ama Dios únicamente. Quiero decir, que no solamente le ama mucho más que a otra cosa ninguna, sino que a ninguna ama sino por su respeto; o, para decirlo como es, porque no ama sino a Cristo en las cosas que ama. Porque su semejanza de Cristo, en la cual, por medio de la gracia, que es imagen de Cristo, se transforma nuestra alma, y el mismo espíritu de Cristo que en ella vive, y así la hace una cosa con Cristo, es lo que satisface a Dios en nosotros. Por donde sólo Cristo es el Amado, por cuanto todos los amados de Dios son Jesucristo, por la imagen suya que tienen impresa en el alma, y porque Jesucristo es la hermosura con que Dios hermosea, conforme a su gusto, a todas las cosas, y la salud con que les da la vida, y por eso se llama Jesús, que es el nombre de que diremos ahora.

Y calló Marcelo, y habiendo tomado algún reposo, tornó a hablar de esta manera, puestos en Sabino los ojos: