De los nombre de Cristo: Tomo 3, Amado
Trátase del nombre el Amado, que se te da a Cristo en la Sagrada Escritura, y explícanse las finezas de amor con que los suyos le aman
Y porque, Sabino, veáis que no me pesa de obedeceros, y porque no digáis, como soléis, que siempre os cuesta lo que me oís muchos ruegos, primero que diga del nombre que señalasteis, quiero decir de un otro nombre de Cristo, que las últimas palabras de Juliano, en que dijo ser Él lo que Dios en todas las cosas ama, me le trajeron a la memoria, y es el Amado, que así le llama la Sagrada Escritura en diferentes lugares.
-Maravilla es veros tan liberal, Marcelo -dijo Sabino entonces-, mas proseguid en todo caso, que no es de perder una añadidura tan buena.
-Digo, pues -prosiguió luego Marcelo-, que es llamado Cristo el Amado en la Santa Escritura, como parece por lo que diré. En el libro de los Cantares, la aficionada Esposa le llama con este nombre casi todas las veces; Isaías, en el capítulo quinto, hablando de Él mismo y con Él mismo, le dice: «Cantaré al Amado el cantar de mi tío a su viña.» Y acerca del mismo profeta, en el capítulo veintiséis, donde leemos: «Como la que concibió, al tiempo del parto vocea herida de sus dolores, así nos acaece delante tu cara.» La antigua traslación de los griegos lee de esta manera: «Así nos aconteció con el Amado.» Que, como Orígenes declara, es decir que el Amado, que es Cristo concebido en el alma, la hace sacar a luz y parir, lo que causa grave dolor en la carne, y lo que cuesta, cuando se pone por obra, agonía y gemidos, como es la negación de sí mismo. Y David, al Salmo cuarenta y cuatro, en que celebra los loores y los desposorios de Cristo, le intitula Cantar del Amado. Y San Pablo le llama el hijo del amor, por esta misma razón. Y el mismo Padre celestial, acerca de San Mateo, le nombra su Amado y su Hijo. De manera que es nombre de Cristo éste, y nombre muy digno de Él, y que descubre una su propiedad muy rara y muy poco advertida.
Porque no queremos decir ahora que Cristo es amable o que es merecedor del amor, ni queremos engrandecer su muchedumbre de bienes con que puede aficionar a las almas, que eso es un abismo sin suelo y no es lo propio que en este nombre se dice. Así que no queremos decir que se le debe a Cristo amor infinito, sino decir que es Cristo el Amado, esto es, el que antes ha sido y ahora es y será para siempre la cosa más amada de todas. Y, dejando aparte el derecho, queremos decir del hecho y de lo que pasa en realidad de verdad, que es lo que propiamente importa este nombre, no menos digno de consideración que los demás nombres de Cristo. Porque así como es sobre todo lo que comprende el juicio la grandeza de razones por las cuales Cristo es amable, así es cosa que admira la muchedumbre de los que siempre le amaron, y las veras y las finezas nunca oídas de amor con que los suyos le aman. Muchos merecen ser amados y no lo son, o lo son mucho menos de lo que merecen, mas a Cristo, aunque no se le puede dar el amor que se debe, diosele siempre el que es posible a los hombres. Y si de ellos levantamos los ojos y ponemos en el cielo la vista, es amado de Dios todo cuanto merece, y así es llamado debidamente el Amado, porque ni una criatura sola, ni todas juntas las criaturas, son de Dios tan amadas, y porque Él solo es el que tiene verdaderos amadores de sí. Y aunque la prueba de este negocio es el hecho, digamos primero del dicho, y, antes que vengamos a los ejemplos, descubramos las palabras que nos hacen ciertos de esta verdad, y las profecías que de ella hay en los libros divinos.
Porque lo primero, David, en el Salmo en que trata del reino de este su Hijo y Señor, profetiza como en tres partes esta singularidad de afición con que Cristo había de ser de los suyos querido. Que primero dice: «Adorarle han los reyes todos, todas las gentes le servirán.» Y después añade: «Y vivirá, y daránle del oro de Sabá, y rogarán siempre por Él; bendecirle han todas las gentes.» Y a la postre concluye: «Y será su nombre eterno, perseverará allende del sol su nombre; bendecirse han todos en Él, y daránle bienandanzas.» Que como esta afición que tienen a Cristo los suyos es rarísima por extremo, y David la contemplaba alumbrado con la luz de profeta, admirándose de su grandeza y queriendo decirla, usó de muchas palabras porque no se decía con una. Que dice que la fuerza del amor para con Cristo, que reinaría en los ánimos fieles, les derrocaría por el suelo el corazón adorándole, y los encendería con cuidado vivo para servirle, y les haría que le diesen todo su corazón hecho oro, que es decir hecho amor, y que fuese su deseo continuo rogar que su reino creciese, y que se extendiese más y allende su gloria, y que les daría un corazón tan ayuntado y tan hecho uno con Él, que no rogarían al Padre ninguna cosa que no fuese por medio de Él, y que del hervor del ánimo les saldría el ardor a la boca que les bulliría siempre en loores, a quien ni el tiempo pondría silencio, ni fin el acabarse los siglos, ni pausa el sol cuando él se parare, sino que durarían cuanto el amor que los hace, que sería perpetuamente y sin fin. El cual mismo amor les sería causa a los mismos para que ni tuviesen por bendito lo que Cristo no fuese, ni deseasen bien, ni a otro ni a sí, que no naciese de Cristo, ni pensasen haber alguno que no estuviese en Él, y así juzgasen y confesasen ser suyas todas las buenas suertes y las felices venturas.
También vio estos extremos de amor, con que amarían a Cristo los suyos, el patriarca Jacob, estando vecino a la muerte, cuando profetizando a José, su hijo, sus buenos sucesos, entre otras cosas le dice: «Hasta el deseo de los collados eternos.» Que por cuanto le había bendecido, y juntamente profetizado que en él y en su descendencia florecerían sus bendiciones con grandísimo efecto, y por cuanto conocía que al fin había de perecer toda aquella felicidad en sus hijos, por la infidelidad de ellos, al tiempo que naciese Cristo en el mundo, añadió, y no sin lástima, y dijo: «Hasta el deseo de los eternos collados.» Como diciendo que su bendición en ellos tendría suceso hasta que Cristo naciese.
Que así como cuando bendijo a su hijo Judas le dijo que mandaría entre su gente y tendría el cetro del reino hasta que viniese el Silo, así ahora pone límite y término a la prosperidad de José en la venida del que llama deseo. Y como allí llama a Cristo Silo por encubierta y rodeo, que es decir el enviado o el hijo de ella, o el dador de la abundancia y de la paz, que todas son propiedades de Cristo, así aquí le nombra el deseo de los collados eternos, porque los collados eternos aquí son todos aquellos a quienes la virtud ensalzó, cuyo único deseo fue Cristo. Y es lástima, como decía, que hirió en este punto el corazón de Jacob con sentimiento grandísimo, que viniese a tener fin la prosperidad de sus hijos cuando salía a la luz la felicidad deseada y amada de todos, y que aborreciesen ellos para su daño lo que fue el suspiro y el deseo de sus mayores y padres, y que se forjasen ellos por sus manos su mal en el bien que robaba para sí todos los corazones y amores.
Y lo que decimos deseo aquí, en el original es una palabra que dice una afición que no reposa y que abre de continuo el pecho con ardor y deseo. Por manera que es cosa propia de Cristo, y ordenada para sólo Él, y profetizada de Él antes que naciese en la carne, el ser querido y amado y deseado con excelencia como ninguno jamás ha sido ni querido ni deseado ni amado. Conforme a lo cual fue también lo de Ageo, que hablando de aqueste general objeto de amor y de este señaladamente querido, y diciendo de las ventajas que había de hacer el templo segundo, que se edificaba cuando él escribía, al primer templo que edificó Salomón y fue quemado por los caldeos, dice, por la más señalada de todas, que «vendría a él el deseado de todas las gentes, y que le henchiría de gloria.» Porque así como el bien de todos colgaba de su venida, así le dio por suerte Dios que los deseos e inclinaciones y aficiones de todos se inclinasen a Él. Y esta suerte y condición suya, que el Profeta miraba, la declaró llamándole el deseado de todos.
Mas ¿por ventura no llegó el hecho a lo que la profecía decía, y Él, de quien se dice que sería el deseado y amado, cuando salió a luz no lo fue? Es cosa que admira lo que acerca de esto acontece, si se considera en la manera que es. Porque lo primero puédese considerar la grandeza de una afición en el espacio que dura, que esa es mayor la que comienza primero, y siempre persevera continua, y se acaba o nunca o muy tarde. Pues si queremos confesar la verdad, primero que naciese en la carne Cristo, y luego que los hombres o luego que los ángeles comenzaron a ser, comenzó a prender en sus corazones de ellos su deseo y su amor. Porque, como altísimamente escribe San Pablo, cuando Dios primeramente introdujo a su Hijo en el mundo, se dijo: «Y adórenle todos sus ángeles.» En que quiere significar y decir que, luego y en el principio que el Padre sacó las cosas a luz y dio ser y vida a los ángeles, metió en la posesión de ello a Cristo, su Hijo, como a heredero suyo y para quien se crió, notificándoles algo de lo que tenía en su ánimo acerca de la Humanidad de Jesús, señora que había de ser de todo y reparadora de todo, a la cual se la propuso como delante los ojos, para que fuese su esperanza y su deseo y su amor.
Así que, cuanto son antiguas las cosas, tan antiguo es ser Jesucristo amado de ellas, y, como si dijésemos, en sus amores de Él se comenzaron los amores primeros, y en la afición de su vista se dio principio al deseo, y su caridad se entró en los pechos angélicos, abriendo la puerta ella antes que ningún otro que de fuera viniese. Y en la manera que San Juan le nombra «Cordero sacrificado desde el origen del mundo», así también le debemos llamar bien amado y deseado desde luego que nacieron las cosas; porque así como fue desde el principio del mundo sacrificado en todos los sacrificios que los hombres a Dios ofrecieron desde que comenzaron a ser, porque todos ellos eran imagen del único y grande sacrificio de este nuestro Cordero, así en todos ellos fue este mismo Señor deseado y amado. Porque todas aquellas imágenes, y no solamente aquellas de los sacrificios, sino otras innumerables que se compusieron de las obras y de los sucesos y de las personas de los padres pasados, voces eran que testificaban este nuestro general deseo de Cristo, y eran como un pedírsele a Dios, poniéndole devota y aficionadamente tantas veces su imagen delante. Y como los que aman una cosa mucho, en testimonio de cuánto la aman, gustan de hacer su retrato y de traerlo siempre en las manos, así el hacer los hombres tantas veces y tan desde el principio imágenes y retratos de Cristo, ciertas señales eran del amor y el deseo de Él que les ardía en el pecho. Y así las presentaban a Dios para aplacarle con ellas, que las hacían también para manifestar en ellas su fe para con Cristo y su deseo secreto.
Y este deseo y amor de Cristo, que digo que comenzó tan temprano en hombres y en ángeles, no feneció brevemente; antes se continuó con el tiempo y persevera hasta ahora, y llegará hasta el fin y durará cuando la edad se acabare, y florecerá fenecidos los siglos, tan grande y tan extendido cuanto la eternidad es grande y se extiende, porque siempre hubo y siempre hay y siempre ha de haber almas enamoradas de Cristo. Jamás faltarán vivas demostraciones de este bienaventurado deseo; siempre sed de Él, siempre vivo el apetito de verle, siempre suspiros dulces, testigos fieles del abrasamiento del alma. Y como las demás cosas, para ser amadas, quieran primero ser vistas y conocidas, a Cristo le comenzaron a amar los ángeles y los hombres sin verle y con solas sus nuevas. Las imágenes y las figuras suyas, o, diremos mejor aún, las sombras oscuras que Dios les puso delante y el rumor sólo suyo y su fama, les encendió los espíritus con increíbles ardores. Y por eso dice divinamente la Esposa: «En el olor de tus olores corremos, las doncellicas te aman.» Porque sólo el olor de este gran bien, que tocó en los sentidos recién nacidos y como donceles del mundo, les robó por tal manera las almas, que las llevó en su seguimiento encendidas. Y conforme a esto es también lo que dice el Profeta: «Esperamos en Ti; tu nombre y tu recuerdo, deseo del alma; mi alma te deseó en la noche.» Porque en la noche, que es, según Teodoreto declara, todo el tiempo desde el principio del mundo hasta que amaneció Cristo en él como luz, cuando a malas penas se divisaba, llevaba a sí los deseos; y su nombre, apenas oído, y unos como rastros suyos impresos en la memoria, encendían las almas.
Mas ¿cuántas almas?, pregunto. ¿Una o dos, o a lo menos no muchas? Admirable cosa es los ejércitos sinnúmero de los verdaderos amadores que Cristo tiene y tendrá para siempre. Un amigo fiel es negocio raro y muy dificultoso de hallar. Que, como el Sabio dice: «El amigo fiel es fuerte defensa; el que le hallare, habrá hallado un tesoro.» Mas Cristo halló y halla infinitos amigos, que le aman con tanta fe, que son llamados los fieles entre todas las gentes, como con nombre propio y que a ellos solos conviene. Porque en todas las edades del Siglo y en todos los años de él, y podemos decir que en todas sus horas, han nacido y vivido almas que entrañablemente le amen. Y es más hacedero y posible que le falte la luz al sol, que faltar en el mundo hombres que le amen y adoren. Porque este amor es el sustento del mundo, y el que le tiene como de la mano para que no desfallezca. Porque no es el mundo más de cuanto se hallare en él que quien por Cristo se abrase.
Que en la manera como todo lo que vemos se hizo para fin y servicio y gloria de Cristo, según que dijimos ayer, así en el punto que faltase en el suelo quien le reconociese y amase y sirviese, se acabarían los siglos, como ya inútiles para aquello a que son. Pues si el sol, después que comenzó su carrera, en cada una vuelta suya produce en la tierra amadores de Cristo, ¿quién podrá contar la muchedumbre de los que amaron y aman a Cristo?
Y aunque Aristóteles pregunta si conviene tener uno muchos amigos, y concluye que no conviene -pero sus razones tienen fuerza en la amistad de la tierra, adonde, como en sujeto no propio, prende siempre y fructifica con imperfección el amor-, mas esa es la excelencia de Cristo, y una de las razones por donde le conviene ser amado con propiedad: que da lugar a que le amen muchos como si le amara uno solo, sin que los muchos se estorben y sin que Él se embarace en responderse con tantos. Porque si los amigos, como dice Aristóteles, no han de ser muchos, porque para el deleite bastan pocos, porque el deleite no es el mantenimiento de la vida, sino como la salsa de ella, que tiene su límite, en Cristo esta razón no vale, porque sus deleites, por grandes que sean, no se pueden condenar por exceso.
Y si teniendo respeto al interés, que es otra razón, no nos convienen porque hemos de acudir a sus necesidades, a que no puede bastar la vida ni la hacienda de uno si los amigos son muchos, tampoco tiene esto lugar, porque su poder de Cristo, haciendo bien, no se cansa, ni su riqueza repartida se disminuye, ni su alma se ocupa aunque acuda a todos y a todas sus cosas. Ni menos impide aquí lo que entre los hombres estorba: que (y es la tercera razón) no se puede tener amistad con muchos si ellos también entre sí no son amigos. Y es dificultoso negocio que muchos entre sí mismos y con un otro tercero, guarden verdadera amistad. Porque Cristo, en los que le aman, Él mismo hace el amor y se pasa a sus pechos de ellos y vive en sus almas, y por la misma razón hace que tengan todos una misma alma y espíritu. Y es fácil y natural que los semejantes y los unos se amen. Y si nosotros no podemos cumplir con muchos amigos, porque acontecería en un mismo tiempo, como el mismo filósofo dice, ser necesario sentir dolor con los unos y placer con los otros, Cristo, que tiene en su mano nuestro dolor y placer, y que nos le reparte cuando y como conviene, cumple a un mismo tiempo dulcísimamente con todos. Y puede Él, porque nació para ser por excelencia el Amado, lo que no podemos los hombres, que es amar a muchos con estrechez y extremo. Que el amor no lo es, si es tibio o mediano, porque la amistad verdadera es muy estrecha, y así nosotros no valemos sino para con pocos. Mas Él puede con muchos, porque tiene fuerza para lanzarse en el alma de cada uno de los que le aman, y para vivir en ella y abrazarse con ella cuan estrechamente quisiere.
De todo lo cual se concluye que Cristo, como a quien conviene el ser amado entre todos, y como aquél que es el sujeto propio del amor verdadero, no solamente puede tener muchos que le amen y con estrecha amistad, mas debe tenerlos, y así de hecho los tiene porque son sus amadores sin cuento. ¿No dice en los Cantares la Esposa: «Sesenta son sus reinas y ochenta sus aficionadas, y de las doncellicas que le aman no hay cuento»? Pues la Iglesia ¿qué le dice cuando le canta que se recrea entre las azucenas, rodeado de danzas y de coros de vírgenes?
Mas San Juan, en su revelación, como testigo de vista, lo pone fuera de toda duda, diciendo que vio «una muchedumbre de gente que no podía ser contada, que delante del trono de Dios asistían ante la faz del Cordero, vestidos de vestiduras blancas y con ramos de palma en las manos.» Y si los aficionados que tiene entre los hombres son tantos, ¿qué será si ayuntamos con ellos a todos los santos ángeles, que son también suyos en amor y en fidelidad y en servicio? Los cuales, sin ninguna comparación, exceden en muchedumbre a las cosas visibles, conforme a lo que Daniel escribía: que asisten a Dios, y le sirven millares de millares, y de cuentos y de millares. Cosa, sin duda, no solamente rara y no vista, sino ni pensada ni imaginada jamás, que sea uno amado de tantos, y que una naturaleza humana de Cristo ábrase en amor a todos los ángeles, y que se extienda tanto la virtud de este bien, que encienda afición de sí casi en todas las cosas.
Y porque dije casi en todas, podemos, Juliano, decir que las que ni juzgan ni sienten, las que carecen de razón y las que no tienen ni razón ni sentido, apetecen también a Cristo y se le inclinan amorosamente, tocadas de este su fuego, en la manera que su natural lo consiente. Porque lo que la Naturaleza hace (que inclina a cada cosa al amor de su propio provecho sin que ella misma lo sienta), eso obró Dios, que es por quien la naturaleza se guía, inclinando al deseo de Cristo aun a lo que no siente ni entiende. Porque todas las cosas guiadas de un movimiento secreto, amando su mismo bien, le aman también a Él y suspiran con su deseo y gimen por su venida, en la manera que el Apóstol escribe: «La esperanza de toda la criatura se endereza a cuándo se descubrirán los hijos de Dios: que ahora está sujeta a corrupción fuera de lo que apetece, por quien a ello le obliga y la mantiene con esta esperanza. Porque cuando los hijos de Dios vinieren a la libertad de su gloria, también esta criatura será libertada de su servidumbre y corrupción. Que cosa sabida es que todas las criaturas gimen y están como de parto hasta aquel día.» Lo cual no es otra cosa sino un apetito y un deseo de Jesucristo, que es el autor de esta libertad que San Pablo dice y por quien todo vocea. Por manera que se inclinan a Él los deseos generales de todo, y el mundo con todas sus partes le mira y abraza.
Conforme a lo cual, y para significación de ello, decía en los Cantares la Esposa que «Salomón hizo para sí una litera de cedro, cuyas columnas eran de plata, y los lados de la silla de oro, y el asiento de púrpura, y, en medio, el amor de las hijas de Jerusalén.» Porque esta litera, en cuyo medio Cristo reside y se asienta, es lo mismo que este templo del universo, que, como digo, Él mismo hizo para sí en la manera como para tal Rey convenía, rico y hermoso, y lleno de variedad admirable, y compuesto, y, como si dijésemos, artizado con artificio grandísimo. En el cual se dice que anda Él como en litera, porque todo lo que hay en él le trae consigo, y le demuestra y le sirve de asiento. En todo está, en todo vive, en todo gobierna, en todo resplandece y reluce. Y dice que está en medio, y llámale por nombre el amor encendido de las hijas de Jerusalén, para decir que es el amor de todas las cosas, así las que usan de entendimiento y razón, como las que carecen de ella y las que no tienen sentido. Que a las primeras llama hijas de Jerusalén, y en orden de ellas le nombra amor encendido, para decir que se abrasan amándole todos los hijos de paz, o sean hombres o ángeles. Y las segundas demuestra por la litera, y por las partes ricas que la componen -la caja, las columnas, el recodadero y el respaldar, y la peana y asiento- respecto de todo lo cual dice que este amor está en medio, para mostrar que todo ello le mira, y que, como al centro de todo, su peso de cada uno le lleva a Él los deseos de todas las partes derecha y fielmente, como van al punto las rayas desde la vuelta del círculo.
Y no se contentó con decir que Cristo tiene el medio y el corazón de esta universalidad de las cosas, para decir que le encierran todas en sí, ni se contentó con llamarle amor de ellas, para demostrar que todas le aman, sino añadió más, y llamóle amor encendido con una palabra de tanta significación como es la original que allí pone, que significa, no encendimiento como quiera, sino encendimiento grande e intenso y como lanzado en los huesos, y encendimiento cual es el de la brasa, en que no se ve sino fuego. Y así diremos bien aquí: el amor abrasado o el amor que convierte en brasa los corazones de sus amigos, para encarecer así mejor la fineza de los que le aman.
Porque no es tan grande el número de los amadores que tiene este Amado, con ser tan fuera de todo número como dicho tenemos, cuanto es ardiente y firme y vivo, y por maravilloso modo entrañable el amor que le tienen. Porque, a la verdad, lo que más aquí admira es la viveza y firmeza y blandura, y fortaleza y grandeza de amor con que es amado Cristo de sus amigos. Que personas ha habido, unas de ellas naturalmente bienquistas, otras que, o por su industria o por sus méritos, han allegado a sí las aficiones de muchos, otras que, enseñando sectas y alcanzando grandes imperios, han ganado acerca de las naciones y pueblos reputación y adoración y servicio. Mas, no digo uno de muchos, pero ni uno de otro particular íntimo amigo suyo, fue jamás amado con tanto encendimiento y firmeza y verdad, como Cristo lo es de todos sus verdaderos amigos, que son, como dicho hemos, sin número.
Que si, como escribe el Sabio, «el amigo leal es medicina de vida, y hállanle los que temen a Dios; que el que teme a Dios hallará amistad verdadera, porque su amigo será otro como él», ¿qué podremos decir de la leal y verdadera amistad de los amigos que Cristo tiene y de quien es amado, si han de responder a lo que Él ama a Dios, y si le han de ser semejantes a otros tales como Él? Claro es que, conforme a esta regla del Sabio, quien es tan verdadero y tan bueno ha de tener muy buenos y muy verdaderos amigos; y que quien ama a Dios y le sirve según que es hombre, con mayor intención y fineza que todas las criaturas juntas, es amado de sus amigos más firme y verdaderamente que lo fue jamás criatura ninguna. Y claro es que el que nos ama y nos recuesta, y nos solicita y nos busca, y nos beneficia y nos allega a sí y nos abraza con tan increíble y no oída afición, al fin no se engaña en lo que hace ni es respondido de sus amigos con amor ordinario.
Y conócese aquesto aún por otra razón: porque Él mismo se forja los amigos y les pone en el corazón el amor en la manera que Él quiere. Y cuanto de hecho quiere ser amado de los suyos, tanto los suyos le aman, pues cierto es que quien ama tanto como Cristo nos ama, quiere y apetece ser amado de nosotros por extremada manera. Porque el amor solamente busca y solamente desea el amor. Y cierto es que, pues nos hace que le seamos amigos, nos hace tales amigos cuales nos quiere y desea, y que, pues enciende este fuego, le enciende conforme a su voluntad, vivo y grandísimo.
Que si los hombres y los ángeles amaran a Cristo de su cosecha, y a la manera de su poder natural, y según su sola condición y sus fuerzas, que es decir al estilo tosco suyo y conforme a su aldea, bien se pudiera tener su amor para con Él por tibio y por flaco. Mas si miramos quién los atiza de dentro, y quién los despierta y favorece para que le puedan amar, y quién principalmente cría el amor en sus almas, luego vemos no solamente que es amor de extraordinario metal, sino también que es incomparablemente ardentísimo, porque el Espíritu Santo mismo, que es de su propiedad el amor, nos enciende de sí para con Cristo, lanzándose por nuestras entrañas, según lo que dice San Pablo: «La caridad de Dios nos ha sido derramada por los corazones por el Espíritu Santo, que nos han dado.»