De los nombre de Cristo: Tomo 2, Esposo (II)
Esposo (II)
Y si esto es por ser Dios el que es, ¿qué será por razón del querer que nos tiene, y por el estrecho nudo de amor con que con los suyos se enlaza? Que si el bien presente y poseído deleita, cuanto más presente y más ayuntado estuviere, sin ninguna duda deleitará más. Pues ¿quién podrá decir la estrecheza no comparable de este ayuntamiento de Dios? No quiero decir lo que ahora he ya dicho, repitiendo las muchas y diversas maneras como se ayunta Dios con nuestros cuerpos y almas; mas digo que cuando estamos más metidos en la posesión de los bienes del cuerpo y somos hechos más de ellos señores, toda aquella unión y estrechez es una cosa floja y como desatada en comparación de este lazo. Porque el sentido y lo que se junta con el sentido, solamente se tocan en los accidentes de fuera: que ni veo sino lo colorado, ni oigo sino el retintín del sonido, ni gusto sino lo dulce o amargo, ni percibo tocando sino es la aspereza o blandura. Mas Dios, abrazado con nuestra alma, penetra por ella toda y se lanza a sí mismo por todos sus apartados secretos, hasta ayuntarse con su más íntimo ser, adonde, hecho como alma de ella y enlazado con ella, la abraza estrechísimamente. Por cuya causa, en muchos lugares la Escritura dice que mora Dios en el medio del corazón. Y David en el Salmo le compara al aceite que, puesto en la cabeza del Sacerdote, viene al cuello y se extiende a la barba y desciende corriendo por las vestiduras todas hasta los pies. Y en el libro de la Sabiduría, por esta misma razón, es comparado Dios a la niebla, que por todo penetra.
Y no solamente se ayunta mucho Dios con el alma, sino ayúntase todo, y no todo sucediéndose unas partes a otras, sino todo junto y como de un golpe, y sin esperarse lo uno a lo otro. Lo que es al revés en el cuerpo, a quien sus bienes (los que él llama bienes) se le allegan despacio y repartidamente, y sucediéndose unas partes a otras, ahora una y después de ésta otra; y cuando goza de la segunda, ha perdido ya la primera. Y como se reparten y se dividen aquéllos, ni más ni menos se corrompen y acaban, y cuales ellos son, tal es el deleite que hacen: deleite como exprimido por fuerza, y como regateado, y como dado blanca a blanca con escasez, y deleite, al fin, que vuela ligerísimo y que desvanece como humo y se acaba. Mas el deleite que hace Dios, viene junto y persevera junto y estable, y es como un todo no divisible, presente siempre todo a sí mismo; y por eso dice la Escritura en el Salmo que deleita Dios con río y con ímpetu a los vecinos de su ciudad; no gota a gota, sino con todo el ímpetu del río así junto.
De todo lo cual se concluye, no solamente que hay deleite en este desposorio y ayuntamiento del alma y de Dios, sino que es un deleite que, por dondequiera que se mire, vence a cualquier otro deleite. Porque ni se mezcla con necesidad, ni se agua con tristeza, ni se da por partes, ni se corrompe en un punto, ni nace de bienes pequeños ni de abrazos tibios o flojos, ni es deleite tosco o que se siente a la ligera, como es tosco y superficial el sentido, sino divino bien y gozo íntimo, y deleite abundante y alegría no contaminada, que baña el alma toda y la embriaga y anega por tal manera, que, cómo ello es, no se puede declarar por ninguna.
Y así la Escritura divina, cuando nos quiere ofrecer alguna como imagen de este deleite, porque no hay una que se le asemeje del todo, usa de muchas semejanzas e imágenes. Que unas veces, como antes de ahora decíamos, le llama maná escondido. Maná, porque es deleite dulcísimo, y dulcísimo no de una sola manera ni sabroso con un solo sabor, sino como del maná se escribe en la Sabiduría: «hecho al gusto del deseo y lleno de innumerables sabores.» Maná escondido, porque está secreto en el alma y porque, si no es quien lo gusta, ninguno otro entiende bien lo que es. Otras veces le llama aposento de vino, como en el libro de los Cantares, y otras, el vino mismo, y otras, licor mejor mucho que el vino. Aposento de vino, como quien dice amontonamiento y tesoro de todo lo que es alegría. Más que el vino porque ninguna alegría ni todas juntas se igualan con ésta.
Otras veces nos le figura, como en el mismo libro, por nombre de pechos; porque no son los pechos tan dulces ni tan sabrosos al niño como los deleites de Dios son deleitables a aquel que los gusta. Y porque no son deleites que dañan la vida o que debilitan las fuerzas del cuerpo, sino deleites que alimentan el espíritu y le hacen que crezca, y deleites por cuyo medio comunica Dios al alma la virtud de su sangre hecha leche, esto es, por manera sabrosa y dulce. Otras veces son dichos mesa y banquete (como por Salomón y David) para significar su abastanza y la grandeza y variedad de sus gustos, y la confianza y el descanso y el regocijo, y la seguridad y esperanzas ricas que ponen en el alma del hombre. Otras los nombra sueño porque se repara en ellos el espíritu de cuanto padece y lacera en la continua contradicción que la carne y el demonio le hace. Otras los compara a guija o a piedrecilla pequeña y blanca y escrita de un nombre que sólo el que le tiene le lee, porque, así como, según la costumbre antigua, en las causas criminales, cuando echaba el juez una piedra blanca en el cántaro era dar vida, y como los días buenos y de sucesos alegres los antiguos los contaban con pedrezuelas de esta manera, asimismo el deleite que da Dios a los suyos es como una prenda sensible de su amistad y como una sentencia que nos absuelve de su ira, que por nuestra culpa nos condenaba al dolor y a la muerte, y es voz de vida en nuestra alma, y día de regocijo para nuestro espíritu, y de suceso bienaventurado y feliz. Y finalmente, otras veces significa estos deleites con nombres de embriaguez y de desmayo y de enajenamiento de sí, porque ocupan toda el alma, que con el gusto de ellos se mete tan adelante en los abrazos y sentimientos de Dios, que desfallece al cuerpo y casi no comunica con él su sentido, y dice y hace cosas el hombre que parecen fuera de toda naturaleza y razón.
Y a la verdad, Juliano, de las señales que podemos tener de la grandeza de estos deleites los que deseamos conocerlos y no merecemos tener su experiencia, una de las más señaladas y ciertas es el ver los efectos y las obras maravillosas, y fuera de todo orden común, que hacen en aquellos que experimentan su gusto. Porque, si no fuera dulcísimo incomparablemente el deleite que halla el bueno con Dios, ¿cómo hubiera sido posible o a los mártires padecer los tormentos que padecieron, o a los ermitaños durar en los yermos por tan luengos años en la vida que todos sabemos?
Por manera que la grandeza no medida de este dulzor, y la violencia dulce con que enajena y roba para sí toda el alma, fue quien sacó a la soledad a los hombres, y los apartó de casi todo aquello que es necesario al vivir, y fue quien los mantuvo con yerbas y sin comer muchos días, desnudos al frío y descubiertos al calor y sujetos a todas las injurias del cielo. Y fue quien hizo fácil y hacedero y usado lo que parecía en ninguna manera posible. Y no pudo tanto ni la naturaleza con sus necesidades, ni la tiranía y crueldad con sus no oídas cruezas, para retraerlos del bien, que no pudiese mucho más para detenerlos en él este deleite; y todo aquel dolor que pudo hacer el artificio y el cielo, la naturaleza y el arte, el ánimo encruelecido y la ley natural poderosa, fue mucho menor que este gozo. Con el cual esforzada el alma, y cebada y levantada sobre sí misma, y hecha superior sobre todas las cosas, llevando su cuerpo tras sí, le dio que no pareciese ser su cuerpo.
Y si quisiésemos ahora contar por menudo los ejemplos particulares y extraños que de esto tenemos, primero que la historia se acabaría la vida; y así, baste por todos uno, y éste sea el que es la imagen común de todos, que el Espíritu Santo nos dibujó en el libro de los Cantares para que, por las palabras y acontecimientos que conocemos, veamos como en idea todo lo que hace Dios con sus escogidos.
Porque ¿qué es lo que no hace la esposa allí, para encarecer aqueste su deleite que siente, o lo que el Esposo no dice para este mismo propósito? No hay palabra blanda, ni dulzura regalada, ni requiebro amoroso, ni encarecimiento dulce de cuantos en el amor jamás se dijeron o se pueden decir, que o no lo diga allí o no lo oiga la esposa.
Y si por palabras o por demostraciones exteriores se puede declarar el deleite del alma, todas las que significan un deleite grandísimo, todas ellas se dicen y hacen allí; y, comenzando de menores principios, van siempre subiendo, y, esforzándose siempre más el soplo del gozo, al fin, las velas llenas, navega el alma justa por un mar de dulzor, y viene, al fin, a abrasarse en llamas de dulcísimo fuego, por parte de las secretas centellas que recibió al principio en sí misma.
Y acontécele, cuanto a este propósito, al alma con Dios como al madero no bien seco cuando se le avecina el fuego le aviene. El cual, así como se va calentando del fuego y recibiendo en sí su calor, así se va haciendo sujeto apto y dispuesto para recibir más calor, y lo recibe de hecho. Con el cual calentando, comienza primero a despedir humo de sí y a dar de cuando en cuando algún estallido, y corren algunas veces gotas de agua por él, y procediendo en esta contienda, y tomando por momentos el fuego en él mayor fuerza, el humo que salía se enciende de improviso en llama, que luego se acaba, y dende a poco se torna a encender otra vez y a apagarse también; y así hace la tercera y la cuarta, hasta que al fin el fuego, ya lanzado en lo íntimo del madero y hecho señor de todo él, sale todo junto y por todas partes afuera, levantando sus llamas, las cuales, prestas y poderosas y a la redonda bulliendo, hacen parecer un fuego el madero.
Y por la misma manera, cuando Dios se avecina al alma y se junta con ella y le comienza a comunicar su dulzura, ella, así como la va gustando, así la va deseando más, y con el deseo se hace a sí misma más hábil para gustarla, y luego la gusta más, y así, creciendo en ella este deleite por puntos, al principio la estremece toda, y luego la comienza a ablandar, y suenan de rato en rato unos tiernos suspiros, y corren por las mejillas a veces y sin sentir algunas dulcísimas lágrimas; y, procediendo adelante, enciéndese de improviso como una llama compuesta de luz y de amor, y luego desaparece volando, y toma a repetirse el suspiro, y torna a lucir y a cesar otro no sé qué resplandor, y acreciéntase el lloro dulce, y anda así por un espacio haciendo mudanzas el alma, traspasándose unas veces y otras veces tornándose a sí, hasta que, sujeta ya del todo al dulzor, se traspasa del todo, y, levantada enteramente sobre sí misma, y no cabiendo en sí misma, expira amor y terneza y derretimiento por todas sus partes, y no entiende ni dice otra cosa sino es: «Luz, amor, vida, descanso sumo, belleza infinita, bien inmenso y dulcísimo, dame que me deshaga yo y que me convierta en Ti toda, Señor.» Mas callemos, Juliano, lo que por mucho que hablemos no se puede hablar.
Y calló, diciendo esto, Marcelo un poco; y tornó luego a decir:
-Dicho he del nudo y del deleite de este desposorio lo que he podido; quédame por decir lo que supiere de las demás circunstancias y requisitos suyos. Y no quiero referir yo ahora las causas que movieron a Cristo, ni los accidentes de donde tomó ocasión para ser nuestro Esposo, porque ya en otros lugares hemos dicho hoy acerca de esto lo que conviene; ni diré de los terceros que intervinieron en estos conciertos, porque el mayor y el que a todos nos es manifiesto, fue la grandeza de su piedad y bondad. Mas diré de la manera como se ha habido con esta su esposa por todo el espacio que, desde que se prometieron, corre hasta el día del matrimonio legítimo; y diré de los regalos y dulces tratamientos que por este tiempo le hace, y de las prendas y joyas ricas, y por ventura de las leyes de amor y del tálamo, y de las fiestas y cantares ordenados para aquel día. Porque, así como acontece a algunos hombres que se desposan con mujeres muy niñas, y que para casarse con ellas aguardan a que lleguen a legítima edad, así nos conviene entender que Cristo se desposó con la Iglesia luego en naciendo ella, o, por mejor decir, que la crió e hizo nacer para esposa suya, y que se ha de casar con ella a su tiempo.
Y hemos de entender que, como aquellos cuyas esposas son niñas las regalan y las hacen caricias primero, como a niñas, y así por consiguiente, como va creciendo la edad, van ellos también creciendo en la manera de amor que les tienen y en las demostraciones de él que les hacen, así Cristo a su esposa la Iglesia le ha ido criando y acariciando conforme a sus edades de ella, y diferentemente según sus diferencias de tiempos: primero como a niña y después como a algo mayor, y ahora la trata como a doncelleja ya bien entendida y crecida y casi ya casadera.
Porque toda la edad de la Iglesia, desde su primer nacimiento hasta el día de la celebridad de sus bodas, que es todo el tiempo que hay desde el principio del mundo hasta su fin, se divide en tres estados de la Iglesia y tres tiempos. El primero que llamamos de naturaleza, y el segundo de ley, y el tercero y postrero de gracia. El primero fue como la niñez de esta esposa. En el segundo vino a algún mayor ser. En este tercero que ahora corre se va acercando mucho a la edad de casar. Pues como ha ido creciendo la edad y el saber, así se ha habido con ella diferentemente su Esposo, midiendo con la edad los favores y ajustándolos siempre con ella por maravillosa manera, aunque siempre por manera llena de amor y de regalo, como se ve claramente en el libro, de quien poco antes decía, de los Cantares; el cual no es sino un dibujo vivo de todo este trato amoroso y dulce que ha habido hasta ahora, y de aquí adelante ha de haber, entre estos dos, Esposo y esposa, hasta que llegue el dichoso día del matrimonio, que será el día cuando se cerraren los siglos.
Digo que es una imagen compuesta por la mano de Dios, en que se nos muestran por señales y semejanzas visibles y muy familiares al hombre las dulzuras que entre estos dos esposos pasan, y las diferencias de ellas conforme a los tres estados y edades diferentes que he dicho. Porque en la primera parte del libro, que es hasta casi la mitad del segundo capítulo, dice Dios lo que hace significación de las condiciones de esta su esposa en aquel su estado primero de naturaleza, y la manera de los amores que le hizo entonces su Esposo. Y desde aquel lugar, que es donde se dice en el segundo capítulo: «Veis, mi amado me habla y dice: Levántate y apresúrate y ven», hasta el capítulo quinto, adonde torna a decir: «Yo duermo y mi corazón vela», se pone lo que pertenece a la edad de la ley. Mas desde allí hasta el fin, todo cuanto entre estos dos se platica es imagen de las dulzuras de amor que hace Cristo a su esposa en este postrero estado de gracia.
Porque, comenzando por lo primero y tocando tan solamente las cosas, y como señalándolas desde lejos (porque decirlas enteramente sería negocio muy largo, y no de este breve tiempo que resta); así que, diciendo de lo que pertenece a aquel estado primero, como era entonces niña la esposa, y le era nueva y reciente la promesa de Dios de hacerse carne como ella y de casarse con ella, como tierna y como deseosa de un bien tan nunca esperado, del cual entonces comenzaba a gustar, entra, con la licencia que le da su niñez y con la impaciencia que en aquella edad suele causar el deseo, pidiendo apresuradamente sus besos: «Béseme, dice, de besos de su boca; que mejores son los tus pechos que el vino.»
En que debajo de este nombre de besos, le pide ya su palabra y el aceleramiento de la promesa de desposarla en su carne, que apenas le acaba de hacer. Porque desde el tiempo que puso Dios con el hombre de vestirse de su carne de él, y de así vestido ser nuestro esposo, desde ese punto el corazón del hombre comenzó a haberse regalada y familiarmente con Dios; y comenzaron desde entonces a bullir en él unos sentimientos de Dios nuevos y blandos, y, por manera nunca antes vista, dulcísimos. Y hace significación de esta misma niñez lo que luego dice y prosigue: «Las niñas doncellitas te aman.» Porque las doncellitas y la esposa son una misma. Y el aficionarse al olor, y el comparar y amar al Esposo como un ramillete florido, y el no poderse aún tener bien en los pies, y el pedir al Esposo que le dé la mano, diciendo: «Llévame en pos de Ti, correremos»; y el prometerle el Esposo tortolicas y sartalejos, todo ello demuestra lo niño y lo imperfecto de aquel amor y conocimiento primero.
Y porque tenía entonces la Iglesia presentes y como delante de los ojos dos cosas, la una su culpa y pérdida, y la otra la promesa dichosa de su remedio, como mirándose a sí, por eso dice allí así: «Negra soy, más hermosa, hijas de Jerusalén, como los tabernáculos de Cedar y como las tiendas de Salomón.» Negra por el desastre de mi culpa primera, por quien he quedado sujeta a las injurias de mis penalidades, más hermosa por la grandeza de dignidad y de rica esperanza a que por ocasión de este mal he subido. Y si el aire y el agua me maltratan de fuera, la palabra que me es dada y la prenda que de ella en el alma tengo, me enriquece y alegra. Y si los hijos de mi madre se encendieron contra mí, porque viniendo de un mismo padre el ángel y yo, el ángel malo, encendido de envidia, convirtió su ingenio en mi daño; y si me pusieron por guarda de viñas sacándome de mi felicidad al polvo y al sudor y al desastre continuo de esta larga miseria; y si la mi viña, esto es, la mi buena dicha primera, no la supe guardar... como sepa yo ahora adónde, oh Esposo, sesteas, y como tenga noticia y favor para ir a los lugares bienaventurados adonde está de tu rebaño su pasto, yo quedaré mejorada.
Y así, por esta causa misma, el Esposo entonces no se le descubre del todo, ni le ofrece luego su presencia y su guía, sino dícele que si le ama como dice, y si le quiere hallar, que siga la huella de sus cabritos. Porque la luz y el conocimiento que en aquella edad dio guía a la Iglesia fue muy pequeño y muy flaco conocimiento en comparación del de ahora. Y porque ella era pequeña entonces, esto es, de pocas personas en número, y esas esparcidas por muchos lugares y rodeadas por todas partes de infidelidad, por eso la llama allí, y por regalo la compara a la rosa, que las espinas la cercan. Y también es rosa entre espinas porque, casi ya al fin de esta niñez suya, y cuando comenzaba a florecer y brotaba ya afuera su hermosa figura, haciendo ya cuerpo de república y de pueblo fiel con muchedumbre grandísima (que fue estando en Egipto, y poco antes que saliese de allí), fue verdaderamente rosa entre espinas, así por razón de los egipcios infieles que la cercaban, como por causa de los errores y daños que se le pegaban de su trato y conversación, como también por respeto de la servidumbre con que la oprimían. Y no es lejos de esto, que en sola aquella parte del libro la compara el Esposo a cosas de las que en Egipto nacían, como cuando le dice: «A la mi yegua en los carros de Faraón te asemejé, amiga mía.» Porque estaba sujeta ella a Faraón entonces, y como uncida al carro trabajoso de su servidumbre.
Mas llegando a este punto, que es el fin de su edad la primera y el principio de la segunda, la manera como Dios la trató, es lo que luego y en el principio de la segunda parte del libro se dice: «Levántate y apresúrate, amiga mía, y ven; que ya se pasó el invierno y la lluvia ya se fue» con lo que después de esto se sigue. Lo cual todo por hermosas figuras declara la salida de esta santa esposa de Egipto. Porque llamándola el Esposo a que salga, significa el Espíritu Santo, no sólo que el Esposo la saca de allí, mas también la manera como la hace salir. Levántate, dice, porque con la carga del duro tratamiento estaba abatida y caída. Y apresúrate, porque salió con grandísima prisa de Egipto, como se cuenta en el Éxodo. Y ven, porque salió siguiendo a su Esposo. Y dice luego todo aquello que la convida a salir. Porque ya, dice, el invierno y los tiempos ásperos de tu servidumbre han pasado, y ya comienza a aparecer la primavera de tu mejor suerte. Y ya, dice, no quiero que te me demuestres como rosa entre espinas, sino como paloma en los agujeros de la barranca, para significar el lugar desierto y libre de compañías malas a do la sacó.
Y así ella, como ya más crecida y osada, responde alegremente a este llamamiento divino, y deja su casa y sale en busca de aquel a quien ama. Y para declarárnoslo, dice: «En mi lecho, y en la noche de mi servidumbre y trabajo, busqué y levanté el corazón a mi Esposo; busquéle, mas no le hallé. Levantéme y rodeé la ciudad y pregunté a las guardas de ella por Él.» Y dice esto así para declarar todas las dificultades y trabajos nuevos que se le recrecieron con los de Egipto y con sus príncipes de ellos, desde que comenzó a tratar de salir de su tierra hasta que de hecho salió. Mas luego, en saliendo, halló como presente, en figura de nube y en figura de fuego, a su Esposo, y así añade y le dice: «En pasando las guardas hallé al que ama mi alma; asíle y no le dejaré hasta que le encierre en casa de mi madre y en la recámara de la que me engendró.» Porque hasta que entró con Él en la tierra prometida, adonde caminaba por el desierto, siempre le llevó como delante de sí. Y porque se entienda que se habla aquí de aquel tiempo y camino, poco más abajo le dice: «¿Quién es ésta que sube por el desierto, como varilla de humo de mirra y de incienso y de todos los buenos olores?» Y lo que después se dice del lecho de Salomón y de las guardas de él, con quien es comparada la Esposa, es la guarda grande y las velas que puso el Esposo para la salud y defensa suya por todo aquel camino y desierto. Y lo de la litera que Salomón hizo, y la pintura de sus riquezas y obra, es imagen de la obra del arca y del santuario que en aquel mismo lugar y camino ordenó para regalo de esta su esposa.
Y cuando luego, por todo el capítulo cuarto, dice de ella su Esposo encarecidos loores, cantando una por una todas sus figuras y partes, en la manera del loor y en la calidad de las comparaciones que usa, bien se deja entender que el que allí habla, aquello de que habla lo concebía como una grande muchedumbre de ejército asentado en su real, y levantadas sus tiendas y divididas en sus estancias por orden, en la manera como seguía su viaje entonces el pueblo desposado con Dios.
Porque, como en el libro de los Números vemos, el asiento del real de aquel pueblo, cuando peregrinó en el desierto, estaba repartido en cuatro cuarteles de esta manera: en la delantera tenían sus tiendas y asientos los de la tribu de Judá, con los de Isacar y Zabulón a sus lados. A la mano derecha tenían su cuartel los de Rubén con los de Simeón y de Gad juntamente. A la izquierda moraban con los de Dan los de Aser y Neftalí. Lo postrero ocupaban Efraim con las tribus de Benjamín y de Manasés. Y en medio de este cuadro estaba fijado el tabernáculo del testimonio, y, alrededor de él, por todas partes, tenían sus tiendas los levitas y sacerdotes. Y conforme a este orden de asiento seguían su camino cuando levantaban el real. Porque lo primero de todo iba la columna de nube, que les era su guía. En pos de ella seguían, sus banderas tendidas, Judá con sus compañeros. A éstos sucedían luego los que pertenecían al cuartel de Rubén. Luego iban el tabernáculo con todas sus partes, las cuales llevaban repartidas entre sí los levitas. Efraim y los suyos iban después. Y los de Dan iban en la retaguardia de todos.
Pues teniendo como delante los ojos el Esposo este orden, y como deleitándose en contemplar esta imagen, en el lugar que digo lo va loando como si loara en una persona sola y hermosa sus miembros. Porque dice que sus ojos, que eran la nube y el fuego que les servían de guía, eran como de paloma. Y sus cabellos, que es lo que se descubre primero y el cuartel de los que iban delante, como hatos de cabras. Y sus dientes, que son Gad y Rubén, como manadas de ovejas. Y sus labios y habla, que eran los levitas y sacerdotes por quien Dios les hablaba, como hilo de carmesí. Y por la misma manera llama mejillas a los de Efraim, y a los de Dan cuello. Y a los unos y a los otros los alaba con hermosos apodos.
Y a la postre dice maravillas de sus dos pechos, esto es, de Moisés y Aarón, que eran como el sustento de ellos y como los caminos por donde venía a aquel pueblo lo que los mantenía en vida y en bien. Y porque el paradero de este viaje era el llegar a la tierra que les estaba guardada, y el alcanzar la posesión pacífica de ella, por eso, en habiendo alabado la orden hermosa que guardaban en su real y camino, llégalos a la fin del camino y mételos como de la mano en sus casas y tierras. Y por esto le dice: «Ven del Líbano, amiga mía, esposa mía; ven del Líbano, ven, y serás coronada de la cumbre de Amana y de la altura de Sanir y de Hermón, de las cuevas de los leones, de los montes de las onzas», que es como una descripción de la región de Judea.
En la cual región, después que de ella se apoderó Dios y su pueblo, creció y fructificó por muchos siglos, con grandes acrecentamientos de santidad y virtudes, la Iglesia. Por donde el Esposo, luego que puso a la esposa en la posesión de esta tierra, contemplando los muchos frutos de Religión que en ella produjo, para darlo a entender le dice que es huerto y le dice que es fuente; y de lo uno y de lo otro dice en esta manera: «Huerto cercado, hermana mía, esposa, huerto cercado, fuente sellada. Tus plantas, vergeles son de granados y de lindos frutales; el cipro y el nardo, y la canela y el cinamomo, con todos los árboles del Líbano; la mirra y el sándalo, con los demás árboles del incienso.»
Y finalmente, diciendo y respondiéndose a veces, concluyen todo lo que a la segunda edad pertenece. Y concluido, luego se comienza el cuento de lo que en esta tercera de gracia pasa entre Cristo y su esposa. Y comienza diciendo: «Voz de mi amado que llama: Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía; que mi cabeza llena está de rocío, y las mis guedejas con las gotas de la noche.» Que por cuanto Cristo, en el principio de esta edad que decimos, nació cubierto de nuestra carne y vino así a descubrirse visiblemente a su esposa, vestido de su librea de ella, y sujeto, como ella lo es, a los trabajos y a las malas noches que en la oscuridad de esta vida se pasan, por eso dice que viene maltratado de la noche y calado del agua y del rocío.
Lo cual hasta aquel punto nunca de sí dijo el Esposo, ni menos dijo otra cosa que se pareciese a ello o que tuviese significación de lo mismo. Pues ruégale que le abra la puerta porque sabía la dificultad con que aquel pueblo donde nació, y donde en aquel tiempo se sustentaba este nombre de esposa, le había de recibir en su casa. Y esta dificultad y mal acogimiento es lo que luego incontinente se sigue: «Desnudéme la mi camisa, ¿cómo tornaré a vestírmela? Lavé los mis pies, ¿cómo los ensuciaré?» Y así, mal recibido, se pasa adelante a buscar otra gente.
Y porque algunos de los de aquel pueblo, aunque los menos de ellos, le recibieron, por eso dice que al fin salió la esposa en su busca. Y porque los que le recibieron padecieron por la confesión y predicación de su fe muchos y muy luengos trabajos, por eso dice que lo rodeó todo buscándole y que no le halló, y que la hallaron a ella las guardas que hacían la ronda, y que la despojaron y que la hirieron con golpes. Y las voces que da llamando a su Esposo escondido y las gentes que movidas de sus voces acuden a ella, y le preguntan qué busca y por quién vocea con ansia tan grande, no es otra cosa sino la predicación de Cristo, que, ardiendo en su amor, hicieron por toda la gentilidad los Apóstoles; y los que se allegan a la esposa, y los que le ofrecen su ayuda y compañía para buscar al que ama, son los mismos gentiles, todos aquellos que, abriendo los oídos del alma a la voz del Santo Evangelio y dando asiento a las palabras de salud en su corazón, se juntaron con fe viva a la esposa, y se encendieron con ella en un mismo amor y deseo de ir en seguimiento de Cristo.
Y como llegaba ya la Iglesia a su debido vigor, y estaba, como si dijésemos, en la flor de su edad, y había, conforme a la edad, crecido en conocimiento, y el Esposo mismo se había manifestado hecho hombre, da señas de Él allí la esposa y hace pintura de sus facciones todas, lo que nunca antes hizo en ninguna parte del libro; porque el conocimiento pasado, en comparación de la luz presente, y lo que supo de su Esposo la Iglesia en la naturaleza y la ley, puesto con lo que ahora sabe y conoce, fue como una niebla cerrada y como una sombra oscurísima.
Pues como es ahora su amor de la esposa y su conocimiento mayor que antes, así ella en esta tercera parte está más aventajada que nunca en todo género de espiritual hermosura; y no está, como estaba antes, encogida en un pueblo sólo, sino extendida por todas las naciones del mundo.
En significación de lo cual, el Esposo, en esta parte -lo que no había hecho en las partes primeras-, la compara a ciudades, y dice que es semejante a un grande y bien ordenado escuadrón y repite todo lo que había dicho antes loándola, y añade sobre lo dicho otros nuevos y más soberanos loores. Y no solamente él la alaba, sino también, como a cosa ya hecha pública por todas las gentes y puesto en los ojos de todas ellas, alábanla con el Esposo otros muchos. Y la que antes de ahora no era alabada sino desde la cabeza hasta el cuello, es loada ahora de la cabeza a los pies, y aun de los pies es loada primero, porque lo humilde es lo más alto en la Iglesia. Y la que antes de ahora no tenía hermana porque estaba, como he dicho, sola en un pueblo, ahora ya tiene hermana y casa y solicitud y cuidado de ella, extendiéndose por innumerables naciones.
Y ama ya a su bien y es amada de él por diferente y más subida manera; que no se contenta con verle y abrazarle a sus solas, como antes hacía, sino en público y en los ojos de todos, y sin mirar en respetos y en puntos, como trae una mozuela a su niño y hermano en los brazos, y como se abalanza a él, a doquiera que le ve, desea traerle ella a sí siempre y públicamente anudado con su corazón, como de hecho le trae en la Iglesia todo lo que merece perfectamente este nombre de esposa. Que es lo que da a entender cuando dice: «Quién te me diese como hermano mamante pechos de mi madre. Hallaríate fuera y besaríate, y cierto no me despreciarían a mí; asiré de ti y te llevaré a casa de la mi madre, y tú me besarás y yo te regalaré.»
Y porque, llegando aquí, ha venido a todo lo que en razón de esposa puede llegar, no le queda sino que desee y que pida la venida de su Esposo a las bodas, y el día feliz en que se celebrará este matrimonio dichoso. Y así lo pide finalmente diciendo: «Huye, amado mío, y aseméjate a la cabra y al cervatillo sobre los montes.» Porque el huir es venir a prisa y volando; y el venir sobre los montes es hacer que el sol, que sobre ellos amanece, nos descubra aquel día. Del cual día y de su luz, a quien nunca sucede noche, y de sus fiestas que no tendrán fin, y del aparato soberano del tálamo, y de los ricos arreos con que saldrán en público el novio y la novia, dice San Juan en el Apocalipsis cosas maravillosas que no quiero yo ahora decir; ni, si va a decir verdad, puedo decirlas, porque las fuerzas me faltan.
Y valga por todo lo que David acerca de esto dice en el Salmo cuarenta y cuatro, que es propio y verdadero cantar de estas bodas, y cantar adonde el Espíritu Santo habla con los dos novios por divina y elegante manera. Y dígalo Sabino por mí, pues yo no puedo ya, y el decirlo le toca a él.
Y con esto Marcelo acabó. Y Sabino dijo luego:
SALMO XLIV
Un rico y soberano pensamiento
me bulle dentro el pecho;
a Ti, divino Rey, mi entendimiento
dedico, y cuanto he hecho
a Ti yo lo enderezo; y celebrando
mi lengua tu grandeza,
irá, como escribano, volteando
la pluma con presteza.
Traspasas en beldad a los nacidos,
en gracia estás bañado;
que Dios en Ti, a sus bienes escogidos,
eterno asiento ha dado.
¡Sus! Ciñe ya tu espada, poderoso,
tu prez y hermosura;
tu prez, y sobre carro glorioso
con próspera ventura.
Ceñido de verdad y de clemencia
y de bien soberano,
con hechos hazañosos su potencia
dirá tu diestra mano.
Los pechos enemigos tus saetas
traspasen herboladas,
y besen tus pisadas las sujetas
naciones derrocadas;
y durará, Señor, tu trono erguido
por más de mil edades,
y de tu reino el cetro esclarecido,
cercado de igualdades.
Prosigues con amor lo justo y bueno,
lo malo es tu enemigo;
y así te colmó ¡oh Dios! tu Dios el seno
más que a ningún tu amigo;
las ropas de tu fiesta, producidas
de los ricos marfiles,
despiden en Ti puestas, descogidas,
olores mil gentiles.
Son ámbar, son mirra, y preciosa
algalia sus olores;
rodéate de infantas copia hermosa,
ardiendo en tus amores,
y la querida Reina está a tu lado,
vestida de oro fino.
Pues ¡oh tú! ilustre hija, pon cuidado,
atiende de contino;
atiende, y mira, y oye lo que digo:
si amas tu grandeza,
olvidarás de hoy más tu pueblo amigo
y tu naturaleza;
que el Rey por ti se abrasa, y tú le adora,
que Él sólo es señor tuyo,
y tú también por Él serás señora
de todo el gran bien suyo.
El Tiro y los más ricos mercaderes,
delante ti humillados,
te ofrecen, desplegando sus haberes,
los dones más preciados;
y anidará en ti toda la hermosura,
y vestirás tesoro,
y al Rey serás llevada en vestidura
y en recamados de oro.
Y juntamente al Rey serán llevadas
contigo otras doncellas;
irán siguiendo todas tus pisadas,
y tú delante de ellas;
y con divina fiesta y regocijos
te llevarán al lecho,
do, en vez de tus abuelos, tendrás hijos
de claro y alto hecho,
a quien del mundo todo repartido
darás el cetro y mando.
Mi canto, por los siglos extendido,
tu nombre irá ensalzando;
celebrarán tu gloria eternamente
toda nación y gente.
Y dicho esto, y ya muy de noche, los tres se volvieron a su lugar.