De los nombre de Cristo: Tomo 2, Esposo

Llámase Cristo Esposo, y explícase cómo lo es de la Iglesia y las circunstancias de este desposorio

-Tres cosas son, Juliano y Sabino, las de que este nombre de Esposo nos da a entender, y las que nos obliga a tratar: el ayuntamiento y la unidad estrecha que hay entre Cristo y la Iglesia, la dulzura y deleite que en ella nace de esta unidad; los accidentes, y como si dijésemos, los aparatos y las circunstancias del desposorio.

Porque si Cristo es esposo de toda la Iglesia y de cada una de las almas justas, como de hecho lo es, manifiesto es que han de concurrir en ello estas tres cosas. Porque el desposorio, o es un estrecho nudo en que dos diferentes se reducen en uno, o no se entiende sin él; y es nudo por muchas maneras dulce, y nudo que quiere su cierto aparato, y a quien le anteceden siempre y le siguen algunas cosas dignas de consideración. Y aunque entre los hombres hay otros títulos y otros conciertos, u ordenados por su voluntad de ellos mismos, o con que naturalmente nacen así, con que se ayuntan en uno unas veces más y otras menos (porque el título de deudo o de padre es unidad que hace la naturaleza con el parentesco, y los títulos de rey y de ciudadano y de amigo son respetos de estrechezas con que por su voluntad los hombres se adunan); mas aunque esto es así, el nombre de Esposo y la verdad de este nombre hace ventaja a los demás en dos cosas: la primera, en que es más estrecho y de más unidad que ninguno; la segunda, en que es lazo más dulce y causador de mayor deleite que todos los otros.

Y en este artículo es muy digna de considerar la maravillosa blandura con que ha tratado Cristo a los hombres; que, con ser nuestro padre, y con hacerse nuestra cabeza, y con regirnos como pastor, y curar nuestra salud como médico, y allegarse a nosotros, y ayuntarnos a sí con otros mil títulos de estrecha amistad, no contento con todos, añadió a todos ellos este nudo y este lazo también, y quiso decirse y ser nuestro Esposo: que para lazo es el más apretado lazo; y para deleite, el más apacible y más dulce; y para unidad de vida, el de mayor familiaridad; y para conformidad de voluntades, el más uno; y para amor, el más ardiente y el más encendido de todos.

Y no sólo en las palabras, mas en el hecho es así nuestro Esposo. Que toda la estrecheza de amor y de conversación y de unidad de cuerpos que en el suelo hay entre dos, marido y mujer, comparada con aquella con que se enlaza con nuestra alma este Esposo, es frialdad y tibieza pura. Porque en el otro ayuntamiento no se comunica el espíritu, mas en éste su mismo espíritu de Cristo se da y se traspasa a los justos, como dice San Pablo: «El que se ayunta a Dios, hácese un mismo espíritu con Dios.»

En el otro, así dos cuerpos se hacen uno, que se quedan diferentes en todas sus cualidades; mas aquí así se ayuntó la persona del Verbo a nuestra carne, que osa decir San Juan que «se hizo carne.»

Allí no recibe vida el un cuerpo del otro; aquí vive y vivirá nuestra carne por medio del ayuntamiento de la carne de Cristo. Allí, al fin, son dos cuerpos en humores e inclinaciones diversos; aquí ayuntando Cristo su cuerpo a los nuestros, los hace de las condiciones del suyo, hasta venir a ser con Él casi un cuerpo mismo, por tan estrecha y secreta manera que apenas explicarse puede. Y así lo afirma y encarece San Pablo: «Ninguno, dice, aborreció jamás a su carne; antes la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne de Él y de sus huesos de Él. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se ayuntará a su mujer, y serán dos en una carne; este es un secreto y un sacramento grandísimo, mas entiéndolo yo en la Iglesia con Cristo.»

Pero vamos declarando poco a poco, cuanto nos fuere posible, cada una de las partes de esta unidad maravillosa, por la cual todo el hombre se enlaza estrechamente con Cristo, y todo Cristo con él. Porque primeramente, el alma del hombre justo se ayunta y se hace una con la divinidad y con el alma de Cristo, no solamente porque las anuda el amor, esto es, porque el justo ama a Cristo entrañablemente, y es amado de Cristo por no menos cordial y entrañable manera, sino también por otras muchas razones. Lo uno, porque imprime Cristo en su alma de él, y le dibuja una semejanza de sí mismo viva, y un retrato eficaz de aquel grande bien que en sí mismas contienen sus dos naturalezas, humana y divina. Con la cual semejanza figurado nuestro ánimo, y como vestido de Cristo, parece otro Él, como poco ha decíamos, hablando de la virtud de la gracia. Lo otro, porque demás de esta imagen de gracia que pone Cristo como de asiento en nuestra alma, le aplica también su fuerza y su vigor vivo, y que obra y lánzalo por ella toda; y, apoderado así de ella, dale movimiento y despiértala y hácele que no repose, sino que, conforme a la santa imagen suya que impresa en sí tiene, así obre y se menee y bulla siempre, y como fuego arda y levante llama, y suba hasta el cielo, ensalzándose.

Y como el artífice que, como alguna vez acontece, primero hace de la materia que le conviene lo que le ha de ser instrumento en su arte, figurándolo en la manera que debe para el fin que pretende, y después, cuando lo toma en la mano, queriendo usar de él, le aplica su fuerza y le menea, y le hace que obre conforme a la forma de instrumento que tiene, y conforme a su calidad y manera, y en cuanto está así el instrumento es como un otro artífice vivo, porque el artífice vive en él y le comunica cuanto es posible la virtud de su arte, así Cristo, después que con la gracia, semejanza suya, nos figura y concierta en la manera que cumple, aplica su mano a nosotros, y lanza en nosotros su virtud obradora, y, dejándonos llevar de ella nosotros sin le hacer resistencia, obra Él, y obramos con Él y por Él lo que es debido al ser suyo que en nuestra alma está puesto, y a las condiciones hidalgas y al nacimiento noble que nos ha dado, y hechos así otro Él, o, por mejor decir, envestidos en Él, nace de Él y de nosotros una obra misma, y ésa cual conviene que sea la que es obra de Cristo.

Mas ¿por ventura parará aquí el lazo con que se anuda Cristo a nuestra alma? Antes pasa adelante, porque (y sea esto lo tercero, y lo que ha de ser forzosamente lo último), porque no solamente nos comunica su fuerza y el movimiento de su virtud en la forma que he dicho, mas también, por una manera que apenas se puede decir, pone presente su mismo Espíritu Santo en cada uno de los ánimos justos. Y no solamente se junta con ellos por los buenos efectos de gracia y de virtud y de bien obrar que allí hace, sino porque el mismo espíritu divino suyo está dentro de ellos presente, abrazado y ayuntado con ellos por dulce y bienaventurada manera.

Que así como en la Divinidad el Espíritu Santo, inspirado juntamente de las personas del Padre y del Hijo, es el amor, y, como si dijésemos, el nudo dulce y estrecho de ambas, así Él mismo, inspirado a la Iglesia, y con todas las partes justas de ella enlazado y en ellas morando, las vivifica y las enciende, y las enamora y las deleita, y las hace entre sí y con Él una cosa misma. «Quien me amare, dice Cristo, será amado de mi Padre, y vendremos a Él y haremos morada en Él.» Y San Pablo: «La caridad de Dios nos es infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos es dado.» Y en otra parte dice que nuestros cuerpos son templo suyo, y que vive en ellos y en nuestros espíritus. Y en otra, que nos dio el espíritu de su Hijo, que en nuestras almas y corazones a boca llena le llama Padre y más Padre. Y como aconteció a Eliseo con el hijo de la huéspeda muerto, que le aplicó primero su báculo, y se ajustó con él después, y lo último de todo le comunicó su aliento y espíritu, así en su manera es lo que pasa en este ayuntamiento y en este abrazo de Dios: que primero pone Dios en el alma sus dones, y después aplica a ella sus manos y rostro, y últimamente le infunde su aliento y espíritu, con el cual la vuelve a la vida del todo, y viviendo a la manera que Dios vive en el cielo, y viviendo por él, dice con San Pablo: «Vivo yo, mas no yo, sino vive en mí Jesucristo.»

Esto, pues, es lo que hace en el alma. Y no es menos maravilloso que esto lo que hace con el cuerpo, con el cual ayunta el suyo estrechísimamente. Porque, demás de que tomó nuestra carne en la naturaleza de su humanidad, y la ayuntó con su persona divina con ayuntamiento tan firme que no será suelto jamás (el cual ayuntamiento es un verdadero desposorio, o por mejor decir, un matrimonio indisoluble celebrado entre nuestra carne y el Verbo, y el tálamo donde se celebró fue, como dice San Agustín, el vientre purísimo), así que, dejando esta unión aparte que hizo con nuestra carne haciéndola carne suya, y vistiéndose de ella, y saliendo en pública plaza en los ojos de todos los hombres abrazado con ella, también esta misma carne y cuerpo suyo, que tomó de nosotros, lo ayunta con el cuerpo de su Iglesia y con todos los miembros de ella, que debidamente le reciben en el Sacramento del altar, allegando su carne a la carne de ellos, y haciéndola, cuanto es posible, con la suya una misma. «Y serán, dice, dos en una carne. Gran Sacramento es éste, pero entiéndolo yo de Cristo y de la Iglesia.» No niega San Pablo decirse con verdad de Eva y de Adán aquello: «Y serán una carne los dos», de los cuales al principio se dijo, pero dice que aquella verdad fue semejanza de este otro hecho secreto, y dice que en aquello la razón de ello era manifiesta y descubierta razón, mas aquí dice que es oculto misterio.

Y a este ayuntamiento real y verdadero de su cuerpo y el nuestro, miran también claramente aquellas palabras de Cristo: «Si no comiereis mi carne y bebiereis mi sangre, no tendréis vida en vosotros.» Y luego, o en el mismo lugar: «El que come mi carne y bebe mi sangre, queda en Mí, y Yo en él.» Y ni más ni menos lo que dice San Pablo: «Todos somos un cuerpo los que participamos de un mismo mantenimiento.»

De lo cual se concluye que, así como por razón de aquel tocamiento son dichos ser una carne Eva y Adán, así, y con mayor razón de verdad, Cristo, Esposo fiel de su Iglesia, y ella, esposa querida y amada suya por razón de este ayuntamiento que entre ellos se celebra, cuando reciben los fieles dignamente en la hostia su carne, son una carne y un cuerpo entre sí. Bien y brevemente Teodoreto, sobre el principio de los Cantares y sobre aquellas palabras de ellos: «Béseme de besos de su boca», en este propósito, dice de esta manera: «No es razón que ninguno se ofenda de esta palabra de beso, pues es verdad que al tiempo que se dice la Misa, y al tiempo que se comulga en ella, tocamos al cuerpo de nuestro Esposo, y le besamos y le abrazamos, y, como con esposo, así nos ayuntamos con Él.» Y San Crisóstomo dice más larga y más claramente lo mismo: «Somos, dice, un cuerpo y somos miembros suyos, hechos de su carne y hechos de sus huesos. Y no sólo por medio del amor somos uno con Él, mas realmente nos ayunta y como convierte en su carne por medio del manjar de que nos ha hecho merced. Porque, como quisiese declararnos su amor, enlazó y como mezcló con su cuerpo el nuestro, e hizo que todo fuese uno, para que así quedase el cuerpo unido con su cabeza, lo cual es muy propio de los que mucho se aman. Y así Cristo, para obligarnos con mayor amor y para mostrar más para con nosotros su buen deseo, no solamente se deja ver de los que le aman, sino quiere ser también tocado de ellos y ser comido, y que con su carne se ingiera la de ellos, como diciéndoles: Yo deseé y procuré ser vuestro hermano, y así por este fin me vestí, como vosotros, de carne y de sangre, y eso mismo con que me hice vuestro deudo y pariente, eso mismo Yo ahora os lo doy y comunico.»

Aquí Juliano, asiendo de la mano a Marcelo, le dijo:

-No os canséis en eso, Marcelo, que lo mismo que dicen Teodoreto y Crisóstomo, cuyas palabras nos habéis referido, lo dicen por la misma manera casi toda la antigüedad de los Santos, San Ireneo, San Hilario, San Cipriano, San Agustín, Tertuliano, Ignacio, Gregorio Niseno, Cirilo, León, Focio y Teofilacto. Porque así como es cosa notoria a los fieles que la carne de Cristo, debajo de los accidentes de la hostia recibida por los cristianos, y pasada al estómago por medio de aquellas especies, toca a nuestra carne, y es nuestra carne tocada de ella, así también es cosa en que ninguno que lo hubiere leído puede dudar, que así las sagradas Letras como los santos doctores usan por esta causa de esta forma de hablar, que es decir que somos un cuerpo con Cristo, y que nuestra carne es de su carne, y de sus huesos los nuestros, y que no solamente en los espíritus, mas también en los cuerpos estamos todos ayuntados y unidos. Así que estas dos cosas ciertas son y fuera de toda duda están puestas.

Lo que ahora, Marcelo, os conviene decir, si nos queréis satisfacer, o, por mejor decir, si deseáis satisfacer al sujeto que habéis tomado y a la verdad de las cosas, es declarar cómo por sólo que se toque una carne con otra, y sólo porque el un cuerpo con el otro cuerpo se toquen, se puede decir con verdad que son ambos cuerpos un cuerpo y ambas carnes una misma carne, como las sagradas Letras y los santos doctores, que así las entienden, lo dicen. ¿Por ventura no toco yo ahora con mi mano a la vuestra, mas no por eso son luego un mismo cuerpo y una misma carne vuestra mano y mi mano?

-No lo son, sin duda -dijo Marcelo entonces-, ni menos es un cuerpo y una carne la de Cristo y la nuestra, solamente porque se tocan cuando recibimos su cuerpo, ni los santos por sólo ese tocamiento ponen esta unidad de cuerpos entre Él y nosotros, que los pecadores que indignamente le reciben también se tocan con Él, sino porque, tocándose ambos por razón de haber recibido dignamente la carne de Cristo, y por medio de la gracia que se da por ella, viene nuestra carne a remedar en algo a la de Cristo, haciéndosele semejante.

-Eso -dijo Juliano entonces, dejando a Marcelo- nos dad más a entender.

Y Marcelo, callando un poco, respondió luego de esta manera:

-Quedará muy entendido si yo, Juliano, hiciere ahora clara la verdad de dos cosas: la primera, que para que se diga con verdad que dos cosas son una misma, basta que sean muy semejantes entre sí; la segunda, que la carne de Cristo, tocando a la carne del que le recibe dignamente en el Sacramento, por medio de la gracia que produce en el alma, hace en cierta manera semejante nuestra carne a la suya.

-Si vos probáis eso, Marcelo -respondió Juliano-, no quedará lugar de dudar, porque, si una grande semejanza es bastante para que se digan ser unos lo que son dos, y si la carne de Cristo, tocando a la nuestra, la asemeja mucho a sí misma, clara cosa es que se puede decir con verdad que por medio de este tocamiento venimos a ser con Él un cuerpo y una carne. Y a lo que a mí me parece, Marcelo, en la primera de esas dos cosas propuestas no tenéis mucho que trabajar ni probar, porque cosa razonable y conveniente parece que lo muy semejante se llame uno mismo, y así lo solemos decir.

-Es conveniente -respondió Marcelo- y conforme a razón, y recibido en el uso común de los que bien sienten y hablan. De dos, cuando mucho se aman, ¿por ventura no decimos que son uno mismo, y no por más de porque se conforman en la voluntad y querer? Luego si nuestra carne se despojare de sus cualidades, y vistiere de las condiciones de la carne de Cristo, serán como una ella y la carne de Cristo, y demás de muchas otras razones, será también por esta razón carne de Cristo la nuestra, y como parte de su cuerpo y parte muy ayuntada con Él. De un hierro muy encendido decimos que es fuego, no porque en sustancia lo sea, sino porque en las cualidades, en el ardor, en el encendimiento, en el color y en los efectos lo es; pues así, para que nuestro cuerpo se diga cuerpo de Cristo, aunque no sea una sustancia misma con Él, bien lo debe bastar el estar acondicionado como Él. Y para traer a comparación lo que más vecino es y más semejante, ¿no dice a boca llena San Pablo que el que se ayunta con Dios se hace un espíritu con Él? Y ¿no es cosa cierta que el ayuntarse con Dios el hombre no es cosa sino recibir en su alma la virtud de la gracia, que, como ya tenemos dicho otras veces, es una cualidad celestial que, puesta en el alma, pone en ella mucho de las condiciones de Dios y la figura muy a su semejanza? Pues si al espíritu de Dios y al nuestro espíritu los dice ser uno el predicador de las gentes por la semejanza suya que hace en el nuestro el de Dios, bien bastará, para que se diga nuestra carne y la carne de Cristo ser una carne, el tener la nuestra, si lo tuviere, algo de lo que es propio y natural a la carne de Cristo.

Son un cuerpo de república y de pueblo mil hombres en linaje extraños, en condiciones diversos, en oficios diferentes, y en voluntades e intentos contrarios entre sí mismos, porque los ciñe un muro y porque los gobierna una ley; y dos carnes tan juntas, que traspasa, por medio de la gracia, mucho de su virtud y de su propiedad la una en la otra, y casi la embebe en sí misma, ¿no serán dichas ser una?

Y si en esto no hay que probar, por ser manifiesto, como, Juliano, decís, ¿cómo puede ser oscuro o dudoso lo segundo que propuse, y que después de esto se sigue? Un guante oloroso traído por un breve tiempo en la mano, pone un buen olor en ella, y, apartado de ella, lo deja allí puesto; y la carne de Cristo, virtuosísima y eficacísima, estando ayuntada con nuestro cuerpo e hinchiendo de gracia nuestra alma, ¿no comunicará su virtud a nuestra carne? ¿Qué cuerpo estando junto a otro cuerpo no le comunica sus condiciones? Este aire fresco que ahora nos toca nos refresca, y poco antes de ahora, cuando estaba encendido, nos comunicaba su calor y encendía. Y no quiero decir que esta es obra de naturaleza, ni digo que es virtud que naturalmente obra la que acondiciona nuestro cuerpo y le asemeja al cuerpo de Cristo, porque, si fuese así, siempre y con todos aquellos a quienes tocase sucedería lo mismo; mas no es con todos así, como parece en aquellos que le reciben indignos. En los cuales, el pasar atrevidamente a sus pechos sucios el cuerpo santísimo de Jesucristo, demás de los daños del alma, les es causa en el cuerpo de malos accidentes y de enfermedades, y a las veces de muerte, como claramente nos lo enseña San Pablo.

Así que no es obra de naturaleza ésta, mas es muy conforme a ella y a lo que naturalmente acontece a los cuerpos cuando entre sí mismos se ayuntan. Y si por entrar la carne de Cristo en el pecho no limpio ni convenientemente dispuesto, como ahora decía, justamente se le destempla la salud corporal a quien así le recibe, cuando, por el contrario, estuviere bien dispuesto el que le recibiere, ¿cómo no será justo que con maravillosa virtud no sólo le santifique el alma, mas también con la abundancia de la gracia que en ella pone, le apure el cuerpo y le avecine a sí mismo todo cuanto pudiere?

Que no es más inclinado al daño que al bien el que es la misma bondad, ni el bien hacer le es dificultoso al que con el querer sólo lo hace. Y no solamente es conforme a lo que la naturaleza acostumbra, mas es muy conveniente y muy debido a lo que piden nuestras necesidades. ¿No decíamos esta mañana que el soplo de la serpiente, y aquel manjar vedado y comido, nos desconcertó el alma y nos emponzoñó el cuerpo? Luego convino que este manjar, que se ordenó contra aquél, pusiese no solamente justicia en el alma, sino también por medio de ella santidad y pureza celestial en la carne; pureza, digo, que resistiese a la ponzoña primera, y la desarraigase poco a poco del cuerpo, como dice San Pablo: «Así como en Adán murieron todos, así cobraron vida en Jesucristo.»

En Adán hubo daño de carne y de espíritu, y hubo inspiración del demonio espiritual para el alma, y manjar corporal para el cuerpo. Pues si la vida se contrapone a la muerte, y el remedio ha de ir por las pisadas del daño, necesario es que Cristo en ambas a dos cosas produzca salud y vida: en el alma con su espíritu, y en la carne ayuntando a ella su cuerpo. Aquella manzana, pasada al estómago, así destempló el cuerpo, que luego se descubrieron en él mil malas cualidades más ardientes que el fuego; esta carne santa, allegada debidamente a la nuestra por virtud de su gracia, produzca en ella frescor y templanza. Aquel fruto atosigó nuestro cuerpo, con que viene a la muerte; esta carne, comida, enriquézcanos así con su gracia, que aun descienda su tesoro a la carne, que la apure y le dé vida y la resucite.

Bien dice acerca de esto San Gregorio Niseno: «Así como en aquellos que han bebido ponzoña y que matan su fuerza mortífera con algún remedio contrario, conviene que, conforme a como hizo el veneno, asimismo la medicina penetre por las entrañas, para que se derrame por todo el cuerpo el remedio, así nos conviene hacer a nosotros, que, pues comimos la ponzoña que nos desata, recibamos la medicina que nos repara, para que con la virtud de ésta desechemos el veneno de aquélla. Mas esta medicina, ¿cuál es? Ninguna otra sino aquel santo cuerpo que sobrepujó a la muerte y nos fue causa de vida. Porque así como un poco de levadura, como dice el Apóstol, asemeja a sí a toda la masa, así aquel cuerpo a quien Dios dotó de inmortalidad, entrando en el nuestro, le traspasa en sí todo y le muda. Y así como lo ponzoñoso, con lo saludable mezclado, hace a lo saludable dañoso, así, al contrario, este cuerpo inmortal a aquel de quien es recibido le vuelve semejantemente inmortal.» Esto dice el Niseno.

Mas, entre todos, San Cirilo lo dice muy bien: «No podía, dice, este cuerpo corruptible traspasarse por otra manera a la inmortalidad y a la vida sino siendo ayuntado a aquel cuerpo a quien es como suyo el vivir. Y si a mí no me crees, da fe a Cristo, que dice: Sin duda os digo que si no comiereis la carne del Hijo del hombre, y si no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Que el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el postrero día. Bien oyes cuán abiertamente te dice que no tendrás vida si no comes su carne y bebes su sangre. No la tendréis, dice, en vosotros; esto es, dentro de vuestro cuerpo no la tendréis. Mas ¿a quién no tendréis? A la vida. Vida llama convenientemente a su carne de vida, porque ella es la que en el día último nos ha de resucitar. Y deciros he cómo. Esta carne viva, por ser carne del Verbo unigénito, posee la vida, y así no la puede vencer el morir, por donde, si se junta a la nuestra, lanza de nosotros la muerte, porque nunca se aparta de su carne el Hijo de Dios. Y porque está junto y es como uno en ella, y por eso dice: Y Yo le resucitaré en el día postrero.» Y en otro lugar el mismo doctor dice así: «Es de advertir que el agua, aunque es de su naturaleza muy fría, sobreviniéndole el fuego, olvidada su frialdad natural, no cabe en sí de calor. Pues nosotros, por la misma manera, dado que por la naturaleza de nuestra carne somos mortales, participando de aquella vida que nos retira de nuestra natural flaqueza, tornamos a vivir por su virtud propia de ella; porque convino que no solamente el alma alcanzase la vida por comunicársele el Espíritu Santo, mas que también este cuerpo tosco y terreno fuese hecho inmortal con el gusto de su metal y con el tacto de ello y con el mantenimiento. Pues como la carne del Salvador es carne vivífica por razón de estar ayuntada al Verbo, que es vida por naturaleza, por eso, cuando la comemos, tenemos vida en nosotros, porque estamos unidos con aquello que está hecho vida. Y por esta causa Cristo, cuando resucitaba a los muertos, no solamente usaba de palabra y de mando como Dios, mas algunas veces les aplicaba a su carne como juntamente obradora, para mostrar con el hecho que también su carne, por ser suya y por estar ayuntada con Él, tenía virtud de dar vida.» Esto es de Cirilo.

Así que la mala disposición que puso en nosotros el primer manjar nos obliga a decir que el cuerpo de Cristo, que es su contrario, es causa que haya en el nuestro, por secreta y maravillosa virtud, nueva pureza y nueva vida; y lo mismo podemos ver si ponemos los ojos en lo que se puso por blanco Cristo en cuanto hizo, que es declararnos su amor por todas las maneras posibles. Porque el amor, como platicabais ahora, Juliano y Sabino, es unidad, o todo su oficio es hacer unidad, y cuanto es mayor y mejor la unidad, tanto es mayor y más excelente el amor. Por donde, cuanto por más particulares maneras fueren en uno mismo dos entre sí, tanto sin duda ninguna se tendrán más amor.

Pues si en nosotros hay carne y espíritu, y si con el espíritu ayunta el suyo Cristo por tantas maneras, poniendo en él su semejanza y comunicándole su vigor y derramando por él su espíritu mismo, ¿no os parecerá, Juliano, forzoso el decir, o que hay falta en su amor para con nosotros, o que ayunta tan bien su cuerpo con el nuestro cuanto es posible ayuntarse dos cuerpos? Mas ¿quién se atreverá a poner mengua en su amor en esta parte, el cual por todas las demás partes es, sobre todo encarecimiento, extremado? Porque, me pregunto: ¿o no le es posible a Dios hacer esta unión, o, hecha, no declara ni engrandece su amor, o no se precia Dios de engrandecerle? Claro es que es posible; y manifiesto que añade quilates; y notorio y sin duda que se precia Dios de ser en todo lo que hace perfecto.

Pues si es esto cierto, ¿cómo puede ser dudoso, si hace Dios lo que puede ser hecho, y lo que importa que se haga para el fin que pretende? El mismo Cristo dice, rogando a su Padre: «Señor, quiero que Yo y los míos seamos una misma cosa, así como Yo soy una misma cosa contigo.» No son una misma cosa el Padre y el Hijo solamente porque se quieren bien entre sí, ni sólo porque son, así en voluntades como en juicios, conformes, sino también porque son una misma sustancia; de manera que el Padre vive en el Hijo, y el Hijo vive por el Padre, y es un mismo ser y vivir el de entrambos.

Pues así, para que la semejanza sea perfecta cuanto ser puede, conviene sin duda que a nosotros los fieles, entre nosotros, y a cada uno de nosotros con Cristo, no solamente nos anude y haga uno la caridad que el espíritu en nuestros corazones derrama, sino que también en la manera del ser, así en la del cuerpo como en la manera del alma, seamos todos uno, cuanto es hacedero y posible, y conviene que, siendo muchos en personas, como de hecho lo somos, empero por razón de que mora en nuestras almas un espíritu mismo, y por razón que nos mantiene un individuo y solo manjar, seamos todos uno en un espíritu y en un cuerpo divino; los cuales espíritu y cuerpo divino, ayuntándose estrechamente con nuestros propios cuerpos y espíritus, los cualifiquen y los acondicionen a todos de una misma manera, y a todos de aquella condición y manera que le es propia a aquel divino cuerpo y espíritu: que es la mayor unidad que se puede hacer o pensar en cosas tan apartadas de suyo.

De manera que, como una nube en quien ha lanzado la fuerza de su claridad y de sus rayos el Sol, llena de luz y, si esta palabra aquí se permite, en luz empapada, por dondequiera que se mire es un sol, así, ayuntando Cristo, no solamente su virtud y su luz, sino su mismo espíritu y su mismo cuerpo con los fieles y justos, y, como mezclando en cierta manera su alma con la suya de ellos, y con el cuerpo de ellos su cuerpo, en la forma que he dicho, les brota Cristo y les sale afuera por los ojos y por la boca y por los sentidos, y sus figuras todas y sus semblantes y sus movimientos son Cristo, que los ocupa así a todos, y se enseñorea de ellos tan íntimamente que, sin destruirles o corromperles su ser, no se verá en ellos en el último día ni se descubrirá otro ser más del suyo, y un mismo ser en todos; por lo cual, así Él como ellos, sin dejar de ser Él y ellos, serán un Él y uno mismo.

Grande nudo es éste, Sabino, y lazo de unidad tan estrecho, que en ninguna cosa de las que, o la naturaleza ha compuesto o el arte inventado, las partes diversas que tiene se juntaron jamás con juntura tan delicada o que así huyese la vista, como es esta juntura. Y, cierto, es ayuntamiento de matrimonio, tanto mayor y mejor, cuanto se celebra por modo más uno y más limpio; y la ventaja que hace al matrimonio o desposorio de la carne en limpieza, esa o mucho mayor ventaja le hace en unidad y estrecheza. Que allí se inficionan los cuerpos, y aquí se deifica el alma y la carne; allí se aficionan las voluntades, aquí toda es una voluntad y un querer; allí adquieren derecho el uno sobre el cuerpo del otro; aquí, sin destruir su sustancia, convierte en su cuerpo, en la manera que he dicho, el Esposo Cristo a su esposa; allí se yerra de ordinario, aquí se acierta siempre; allí de continuo hay solicitud y cuidado, enemigo de la conformidad y unidad; aquí seguridad y reposo, ayudador y favorecedor de aquello que es uno; allí se ayuntan para sacar luz a otro tercero; aquí por un ayuntamiento se encamina a otro, y el fruto de esta unidad es afinarse en ser uno, y el abrazarse es para más abrazarse; allí el contento es aguado y el deleite breve y de bajo metal; aquí lo uno y lo otro tan grande, que baña el cuerpo y el alma; tan noble, que es gloria; tan puro, que ni antes le precede ni después se le sigue, ni con él jamás se mezcla o se ayunta el dolor.

Del cual deleite (pues hemos dicho ya del ayuntamiento, que es lo que propusimos primero, lo que el Señor nos ha comunicado) será bien que digamos ahora lo que se pudiere decir, aunque no sé si es de las cosas que no se han de decir: a lo menos, cierto es que, cómo ello es y cómo pasa, ninguno jamás lo supo ni pudo decir.

Y así, sea esta la primera prueba y el argumento primero de su no medida grandeza, que nunca cupo en lengua humana, y que el que más lo prueba lo calla más, y que su experiencia enmudece el habla, y que tiene tanto de bien que sentir, que ocupa el alma toda su fuerza en sentirlo, sin dejar ninguna parte de ella libre para hacer otra cosa; de donde la Sagrada Escritura, en una parte adonde trata de este gozo y deleite, le llama maná escondido; y en otro nombre nuevo que no lo sabe leer sino aquel solo que lo recibe; y, en otra, introduciendo como en imagen una figura de estos abrazos, venido a este punto de declarar sus deleites de ellos, hace que se desmaye y quede muda y sin sentido la esposa que lo representa; porque así como en el desmayo se recoge el vigor del alma a lo secreto del cuerpo, y ni la lengua, ni los ojos, ni los pies, ni las manos hacen su oficio, así este gozo, al punto que se derrama en el alma, con su grandeza increíble la lleva toda a sí, por manera que no le deja comunicar lo que siente a la lengua.

Mas, ¿qué necesidad hay de rastrear por indicios lo que abiertamente testifican las sagradas Letras y lo que por clara y llana razón se convence? David dice en su divina Escritura: « ¡Cuán grande es, Señor, la muchedumbre de tu dulzura, la que escondiste para los que te temen!» Y en otra parte: «Serán, Señor, vuestros siervos embriagados con la abundancia de los bienes de vuestra casa, y daréisles a beber del arroyo impetuoso de vuestros deleites.» Y en otra parte: «Gustad y ved cuán dulce es el Señor.» Y en otra: «Un río de avenida baña con deleite la ciudad de Dios.» Y: «Voz de salud y alegría suena en las moradas de los justos.» Y: «Bienaventurado es el pueblo que sabe qué es jubilación.» Y finalmente, Isaías: «Ni los ojos lo vieron, ni lo oyeron los oídos, ni pudo caber en humano corazón lo que Dios tiene aparejado para los que esperan en Él.»

Y conviene que, como aquí se dice, así sea por necesaria razón, y tan clara que se tocará con las manos, si primero entendiéremos qué es y cómo se hace esto que llamamos deleite; porque deleite es un sentimiento y movimiento dulce, que acompaña y como remata todas aquellas obras en que nuestras potencias y fuerzas, conforme a sus naturalezas o a sus deseos, sin impedimento ni estorbo se emplean, porque todas las veces que obramos así, por el medio de estas obras alcanzamos alguna cosa, que, o por naturaleza, o por disposición y costumbre, o por elección y juicio nuestro, nos es conveniente y amable. Y como cuando no se posee y se conoce algún bien, la ausencia de él causa en el corazón una agonía y deseo, así es necesario decir que, por el contrario, cuando se posee y se tiene, la presencia de él en nosotros y el estar ayuntado y como abrazado con nuestro apetito y sentidos, conociéndolos nosotros así, los halaga y regala; por manera que el deleite es un movimiento dulce del apetito.

Y la causa del deleite son, lo primero, la presencia, y, como si dijésemos, el abrazo del bien deseado; al cual abrazo se viene por medio de alguna obra conveniente que hacemos, y es, como si dijésemos, el tercero de esta concordia, o, por mejor decir, el que la saborea y sazona, el conocimiento y el sentido de ella. Porque a quien no siente ni conoce el bien que posee, ni si lo posee, no le puede ser el bien ni deleitoso ni apacible.

Pues esto presupuesto de esta manera, vamos ahora mirando estas fuentes de donde mana el deleite, y examinando a cada una de ellas por sí, que adondequiera que las descubriéremos más, y en todas aquellas cosas adonde halláremos mayores y más abundantes mineros de él, en aquellas cosas, sin duda, el deleite de ellas será de mayores quilates. Es, pues, necesario para el deleite, y como fuente suya de donde nace lo primero, el conocimiento y sentido; lo segundo, la obra por medio de la cual se alcanza el bien deseado; lo tercero, ese mismo bien; lo cuarto y lo último, su presencia y ayuntamiento de él con el alma. Y digamos del conocimiento primero y después diremos de lo demás por su orden.

El conocimiento, cuanto fuere más vivo, tanto cuanto es de su parte será causa de más vivo y más acendrado deleite, porque, por la razón que no pueden gozar de él todas aquellas cosas que no tienen sentido, por esa misma se convence que las que le tienen, cuanto más de él tuvieren, tanto sentirán la dulzura más, conforme a como la experiencia lo demuestra en los animales. Que en la manera que a cada uno de ellos, conforme a su naturaleza y especie, o más o menos se les comunica en el sentido, así o más o menos les es deleitable y gustoso el bien que poseen; y cuanto en cada un orden de ellos está la fuerza del sentido más bota, tanto cuanto se deleitan es menor su deleite. Y no solamente se ve esto entre las cosas que son diferentes, comparándolas entre sí mismas, mas en un linaje mismo de cosas y en los particulares que en sí contiene se ve.

Porque los hombres, los que son de más buen sentido, gustan más del deleite; y en un hombre sólo, si, o por acaso o por enfermedad, tiene amortecido el sentido del tacto en la mano, aunque la tenga fría y la allegue a la lumbre, no le hará gusto el calor, y como se fuere en ella, por medio de la medicina o por otra alguna manera, despertando el sentir, así por los mismos pasos y por la medida misma crecerá en ella el poder gozar del deleite. Por donde, si esto es así, ¿quién no sabe ya cuán más subido y agudo sentido es aquel con que se comprenden y sienten los gozos de la virtud que no aquel de quien nacen los deleites del cuerpo? Porque el uno es conocimiento de razón, y el otro sentido de carne; el uno penetra hasta lo último de las cosas que conoce, el otro para en la sobrehaz de lo que siente; el uno es sentir bruto y de aldea, el otro es entender espiritual y de alma. Y conforme a esta diferencia y ventaja, así son diferentes y se aventajan entre sí los deleites que hacen.

Porque el deleite que nace del conocer del sentido es deleite ligero o como sombra de deleite, y que tiene de él como una vislumbre o sobrehaz solamente, y es tosco y aldeano deleite; mas el que nos viene del entendimiento y razón es vivo gozo y macizo gozo, y gozo de sustancia y verdad. Y así como se prueba la grande sustancia de estos deleites del alma por la viveza del entendimiento que lo siente y conoce, así también se ve su nobleza por el metal de la obra que nos ayunta al bien de do nacen. Porque las obras por cuya mano metemos a Dios en nuestra casa, que, puesto en ella, la hinche de gozo, son el contemplarle y el amarle, y el ocupar en Él nuestro pensamiento y deseo, con todo lo demás que es santidad y virtud. Las cuales obras, ellas en sí mismas, son, por una parte, tan propias de aquello que en nosotros verdaderamente es ser hombre, y por otras tan nobles en sí, que ellas mismas por sí, dejado aparte el bien que nos traen, que es Dios, deleitan al alma, que con sola su posesión de ellas se perfecciona y se goza. Como, al revés, todas las obras que el cuerpo hace, por donde consigue aquello con que se deleita el sentido, sean obras o no propias del hombre, o así toscas y viles que nadie las estimaría ni se alegraría con ellas por sí solas, si, o la necesidad pura o la costumbre dañada, no le forzase.

Así que, en lo bueno, antes que ello deleite, hay deleite; y eso mismo que va en busca del bien y que lo halla y le echa las manos, es ello en sí bien que deleita, y por un gozo se camina a otro gozo, por el contrario de lo que acontece en el deleite del cuerpo adonde los principios son intolerable trabajo, los fines, enfado y hastío, los frutos, dolor y arrepentimiento.

Mas cuando acerca de esto faltase todo lo que hasta ahora se ha dicho, para conocer que es verdad basta la ventaja sola que hace el bien de donde nacen estos espirituales deleites a los demás bienes que son cebo de los sentidos. Porque si la pintura hermosa presente a la vista deleita los ojos, y si los oídos se alegran con la suave armonía, y si el bien que hay en lo dulce o en lo sabroso o en lo blanco causa contentamiento en el tacto, y si otras cosas menores y menos dignas de ser nombradas pueden dar gusto al sentido, injuria será que se hace a Dios poner en cuestión si deleita, o qué tanto deleita al alma que se abraza con Él.

Bien lo sentía esto aquel que decía: «¿Qué hay para mí en el cielo? Y fuera de Vos, Señor, ¿qué puedo desear en la tierra?» Porque si miramos lo que, Señor, sois en Vos, sois un océano infinito de bien, y el mayor de los que por acá se conocen y entienden, es una pequeña gota comparado con Vos, y es como una sombra vuestra oscura y ligera. Y si miramos lo que para nosotros sois y en nuestro respeto, sois el deseo del alma, el único paradero de nuestra vida, el propio y solo bien nuestro, para cuya posesión somos criados y en quien sólo hallamos descanso, y a quien, aun sin conoceros, buscamos en todo cuanto hacemos.

Que a los bienes del cuerpo, y casi a todos los demás bienes que el hombre apetece, apetécelos como a medios para conseguir algún fin, y como a remedios y medicinas de alguna falta o enfermedad que padece. Busca el manjar porque le atormenta el hambre; allega riquezas por salir de pobreza; sigue el son dulce, y vase en pos de lo proporcionado hermoso, porque sin esto padecen mengua el oído y la vista.

Y por esta razón los deleites que nos dan estos bienes son deleites menguados y no puros: lo uno, porque se fundan en mengua y en necesidad y tristeza; y lo otro, porque no duran más de lo que ella dura; por donde siempre la traen junto a sí, y como mezclada consigo. Porque si no hubiese hambre no sería deleite el comer, y en faltando ella falta él juntamente. Y así no tienen más bien de cuanto dura el mal para cuyo remedio se ordenan. Y, por la misma razón, no puede entregarse ninguno a ellos sin rienda; antes es necesario que los use, el que de ellos usar quisiere, con tasa, si le han de ser, conforme a como se nombran, deleites; porque lo son hasta llegar a un punto cierto, y, en pasando de él, no lo son.

Mas vos, Señor, sois todo el bien nuestro y nuestro soberano fin verdadero. Y aunque sois el remedio de nuestras necesidades, y aunque hacéis llenos todos nuestros vacíos, para que os ame el alma mucho más que a sí misma, no le es necesario que padezca mengua, que Vos, por Vos merecéis todo lo que es el querer y el amor. Y cuanto el que os amare, Señor, estuviere más rico y más abastado de Vos, tanto os amará con más veras. Y así como Vos en Vos no tenéis fin ni medida, así el deleite que nace de Vos en el alma que consigo os abraza dichosa, es deleite que no tiene fin, y que cuanto más crece es más dulce; y deleite en quien el deseo, sin recelo de caer en hartura, puede alargar la rienda cuanto quisiere; porque, como testificáis de vos mismo, «Quien bebiere de vuestra dulzura, cuanto más bebiere, tendrá de ella más sed.»

Y por esta misma razón, si, Juliano, no os desagrada (y según que ahora a la imaginación se me ofrece), en la sagrada Escritura este deleite que Dios en los suyos produce es llamado con nombres de avenida y de río, como cuando el Salmista decía que da de beber Dios a los suyos un río de deleite grandísimo. Porque en decirlo así, no solamente quiere decir que les dará Dios a los suyos grande abundancia de gozo, sino también nos dice y declara que ni tiene límite este gozo, ni menos es gozo que hasta un cierto punto es sabroso, y, pasado de él, no lo es; ni es, como lo son los deleites que vemos, agua encerrada en vaso que tiene su hondo, y que, fuera de aquellos términos con que cerca, no hay agua, y que se agota y se acaba bebiéndola, sino que es agua en río, que corre siempre y que no se agota bebida, y que, por más que se beba, siempre viene fresca a la boca, sin poder jamás llegar a algún paso adonde no haya agua, esto es, adonde aquel dulzor no lo sea. De manera que, por razón de ser Dios bien infinito, y bien que sobrepuja sin ninguna comparación a todos los bienes, se entiende que, en el alma que le posee, el deleite que hace es entre todos los deleites el mayor deleite, y, por razón de ser de nuestro último fin, se convence que jamás este deleite da en cara.