De los nombre de Cristo: Tomo 2, Dedicatoria del Maestro
A Don Pedro Portocarrero, del Consejo de Su Majestad y del de la Santa y General Inquisición
En ninguna cosa se conoce más claramente la miseria humana, muy ilustre Señor, que en la facilidad con que pecan los hombres y en la muchedumbre de los que pecan, apeteciendo todos el bien naturalmente, y siendo los males del pecado tantos y tan manifiestos.
Y si los que antiguamente filosofaron, argumentando por los efectos descubiertos las causas ocultas de ellos, hincaran los ojos en esta consideración, ella misma les descubriera que en nuestra naturaleza había alguna enfermedad y daño encubierto; y entendieran por ella que no estaba pura y como salió de las manos del que la hizo, sino dañada y corrompida, o por desastre o por voluntad.
Porque, si miraran en ello, ¿cómo pudieran creer que la naturaleza, madre y diligente proveedora de todo lo que toca al bien de lo que produce, había de formar al hombre, por una parte, tan mal inclinado, y, por otra, tan flaco y desarmado para resistir y vencer a su perversa inclinación? O ¿cómo les pareciera que se compadecía, o que era posible, que la naturaleza (que guía, como vemos, los animales brutos y las plantas, y hasta las cosas más viles, tan derecha y eficazmente a sus fines, que los alcanzan todas o casi todas), criase a la más principal de sus obras tan inclinada al pecado, que por la mayor parte, no alcanzando su fin, viniese a extrema miseria?
Y si sería notorio desatino entregar las riendas de dos caballos desbocados y furiosos a un niño flaco y sin arte, para que los gobernase por lugares pedregosos y ásperos; y si cometerle a este mismo en tempestad una nave, para que contrastase los vientos, sería error conocido, por el mismo caso pudieran ver no caber en razón que la Providencia sumamente sabia de Dios, en un cuerpo tan indomable y de tan malos siniestros, y en tanta tempestad de olas de viciosos deseos como en nosotros sentimos, pusiese para su gobierno una razón tan flaca y tan desnuda de toda buena doctrina como es la nuestra cuando nacemos. Ni pudieran decir que, en esperanza de la doctrina venidera y de las fuerzas que con los años podía cobrar la razón, le encomendó Dios aqueste gobierno, y la colocó en medio de sus enemigos sola contra tantos, y desarmada contra tan poderosos y fieros.
Porque sabida cosa es que, primero que despierte la razón en nosotros, viven en nosotros y se encienden los deseos bestiales de la vida sensible que se apoderan del alma, y haciéndola a sus mañas, la inclinan mal antes que comience a conocerse. Y cierto es que, en abriendo la razón los ojos, están como a la puerta, y como aguardando para engañarla, el vulgo ciego, y las compañías malas, y el estilo de la vida lleno de errores perversos, y el deleite y la ambición, y el oro y las riquezas, que resplandecen. Lo cual cada uno por sí es poderoso a oscurecer y a vestir de tinieblas a su centella recién nacida, cuanto más todo junto, y como conjurado y hecho a una para hacer mal; y así de hecho la engañan, y, quitándole las riendas de las manos, la sujetan a los deseos del cuerpo y la inducen a que ame y procure lo mismo que la destruye.
Así que este desconcierto e inclinación para el mal que los hombres generalmente tenemos, él solo por sí, bien considerado, nos puede traer en conocimiento de la corrupción antigua de nuestra naturaleza. En la cual naturaleza, como en el libro pasado se dijo, habiendo sido hecho el hombre por Dios enteramente señor de sí mismo, y del todo cabal y perfecto, en pena de que él por su grado sacó su alma de la obediencia de Dios, los apetitos del cuerpo y sus sentidos se salieron del servicio de la razón; y, rebelando contra ella, la sujetaron, oscureciendo su luz y enflaqueciendo su libertad, y encendiéndola en el deseo de sus bienes de ellos, y engendrando en ella apetito de lo que le es ajeno y le daña, esto es, del desconcierto y pecado.
En lo cual es extrañamente maravilloso que, como en las otras cosas que son tenidas por malas, la experiencia de ellas haga escarmiento para huir de ellas después; y el que cayó en un mal paso rodea otra vez el camino por no tornar a caer en él: en esta desventura que llamamos pecado, el probarla es abrir la puerta para meterse en ella más, y con el pecado primero se hace escalón para venir al segundo; y cuanto el alma en este género de mal se destruye más, tanto parece que gusta más de destruirse: que es, de los daños que en ella el pecado hace, si no el mayor, sin duda uno de los mayores y más lamentables.
Porque por esta causa, como por los ojos se ve, de pecados pequeños nacen, eslabonándose unos con otros, pecados gravísimos; y se endurecen y crían callos, y hacen como incurables los corazones humanos en este mal del pecar, añadiendo siempre a un pecado otro pecado, y a un pecado menor sucediéndole otro mayor de continuo, por haber comenzado a pecar. Y vienen así, continuamente pecando, a tener por hacedero y dulce y gentil lo que no sólo en sí y en los ojos de los que bien juzgan es aborrecible y feísimo, sino lo que esos mismos que lo hacen, cuando de principio entraron en el mal obrar, huyeran el pensamiento de ello, no sólo el hecho, más que la muerte, como se ve por infinitos ejemplos, de que así la vida común como la Historia está llena.
Mas entre todos es claro y muy señalado ejemplo el del pueblo hebreo antiguo y presente; el cual, por haber desde su primer principio comenzado a apartarse de Dios, prosiguiendo después en esta su primera dureza, y casi por años volviéndose a Él y tornándole luego a ofender, y amontonando a pecados, mereció ser autor de la mayor ofensa que se hizo jamás, que fue la muerte de Jesucristo. Y porque la culpa siempre ella misma se es pena, por haber llegado a esta ofensa, fue causa en sí misma de un extremo de calamidad.
Porque, dejando aparte el perdimiento del reino, y la ruina del templo, y el asolamiento de su ciudad, y la gloria de la religión y verdadero culto de Dios traspasada a las gentes; y dejados aparte los robos y males y muertes innumerables que padecieron los judíos entonces, y el eterno cautiverio en que viven ahora en estado vilísimo entre sus enemigos, hechos como un ejemplo común de la ira de Dios; así que, dejando esto aparte, ¿puédese imaginar más desventurado suceso, que habiéndoles prometido Dios que nacería el Mesías de su sangre y linaje, y habiéndole ellos tan largamente esperado, y esperando en Él y por Él la suma riqueza, y, en durísimos males y trabajos que padecieron, habiéndose sustentado siempre con esta esperanza, cuando le tuvieron entre sí no le querer conocer; y, cegándose, hacerse homicidas y destruidores de su gloria y de su esperanza y de su sumo bien de ellos mismos?
A mí, verdaderamente, cuando lo pienso, el corazón se me enternece en dolor. Y si contamos bien toda la suma de este exceso tan grave, hallaremos que se vino a hacer de otros excesos; y que del abrir la puerta al pecar y del entrarse continuamente más adelante por ella, alejándose siempre de Dios, vinieron a quedar ciegos en mitad de la luz. Porque tal se puede llamar la claridad que hizo Cristo de sí, así por la grandeza de sus obras maravillosas como por el testimonio de las Letras sagradas que le demuestran. Las cuales le demuestran así claramente, que no pudiéramos creer que ningunos hombres eran tan ciegos, si no supiéramos haber sido tan grandes pecadores primero. Y ciertamente, lo uno y lo otro, esto es, la ceguedad y maldad de ellos y la severidad y rigor de la justicia de Dios contra ellos, son cosas maravillosamente espantables.
Yo siempre que las pienso me admiro; y trájomelas a la memoria ahora lo restante de la plática de Marcelo que me queda por referir, y es ya tiempo que lo refiera.