De la Imprenta en Francia: 11

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


XI.


Otro punto grave, y que ha dado ocasión á debates interesantes, es el relativo á lo que llaman difamación en Francia, y aqui distinguimos con los nombres de injuria y calumnia. Que alrededor de la vida privada se levante alto muro que la resguarde de las miradas del público y de las indiscreciones y ofensas de la imprenta, es designio á que las gentes sensatas y honradas prestarán general asentimiento. Que también permanezca amparada bajo la égida de los tribunales la honra del funcionario público contra imputaciones calumniosas aun en lo que á sus actos oficiales se refiere, es de igual manera opinión que no da lugar á dudas entre gentes amigas de la justicia y del buen orden social. Pero entre uno y otro caso media profunda distancia. Cualquier difamación que al hogar doméstico y á la vida extraoficial del ciudadano va dirigida, merece pena en todo caso, sea justa ó inicua, fundada ó quimérica, y cualesquiera que sean las pruebas que para acreditar su exactitud se articulen. La prueba está de más, porque en todo caso hay delito. Pero con respecto al ejercicio de las funciones públicas, el periodista y el ciudadano están en su derecho, no cometen injuria al examinar y censurar lo que á todos importa. No empieza el delito sino donde comienza la falsedad, y la difamación pierde su carácter desde que se presenta en juicio la prueba en documento escrito ó por los otros medios que reconocen las leyes.

Sin embargo, la legislación francesa ha dado lugar en esta parte á variaciones de importancia no leve: la de 1819 dejó expedita la facultad de presentar prueba de cualquier clase, documental ó por testigos, al escritor que habiendo ofendido á algún empleado público, de aquellos en quienes hay delegación de autoridad, fuese acusado de difamación ante los tribunales: la de 1822 dejó ceñidos á la prueba escrita los fueros de la defensa, y la de 1828, aunque más lata, dejó subsistentes estas disposiciones. Como ya explicamos, la de 1850 restableció los principios de la escuela liberal en toda su latitud sin que hicieran alteración en este punto interesante las leyes de Setiembre, y hasta 1852 subsistió el derecho de alegar prueba escrita, ó de otra especie en casos de estar obligado á sostener su aserto el presunto difamador. Variada en este punto la legislación por el decreto de 17 de Febrero del citado año, en términos poco claros, han entendido los tribunales que contra los funcionarios solo podia alegarse prueba escrita y no otra alguna. En este mismo sentido se pronuncia la ley presentada al Cuerpo legislativo, sin duda porque creyeron sus autores al restablecer la libertad de imprenta que convenia en los primeros pasos proceder con precaución y tiento. Pero como hoy dia, amaestrada y contenida la oposición, algún tanto desacreditadas las altisonantes declaraciones de principios absolutos, se da suma importancia á las cuestiones concretas y prácticas, de cuya buena inteligencia ha de nacer la libertad conveniente, ha sido empeñadísimo sobre este punto el debate, en el cual han tomado parte con sumo calor M, Berryer, M. Thiers y M. Julio Favre, así como los dos ministros Rouher y Pinard; no podia menos la contienda de ser digna de oradores tan elocuentes como peritos en estas materias.

Con este asunto se enlaza naturalmente otro que, sobre ser de gran consecuencia por sí mismo, escita especial interés, á causa de recientes sucesos: la autorización que ha de conceder el Consejo de Estado para que se pueda procesar á cualquier funcionario público, según el famoso artículo 75 de la Constitución del año VIII, que forma también parte de nuestro actual sistema administrativo. Bien se nota á primera vista qué estas dos garantías reunidas colocan á los empleados en una situación poco menos que inviolable, llegando á ser casi únicamente responsables ante el mismo Gobierno de que dependen. Por otra parte, la autorización previa del Consejo de Estado tendría escaso valor si indirectamente fuera posible obligar á los funcionarios á acudir ellos mismos á los tribunales después de ser difamados y sin limitar el género de pruebas al autor de la ofensa. Ambas cuestiones han sido tratadas al mismo tiempo; en favor de una y otra garantía han alegado los ministros como ejemplo la inviolabilidad de los legisladores, la facultad de que no se desprende la magistratura en lo respectivo á cualquier funcionario del órden judicial, y la reservada por el Concordato al Consejo de Estado en lo relativo á eclesiásticos. El requisito de la autorización comenzó en 1791; pero solo se aplicaba á los corregidores (maires). Ampliada á todos los funcionarios en quienes hay delegación de autoridad como consecuencia del sistema centralizador y burocrático, fué muy controvertida después de la revolución de 1830, y un proyecto de ley que tenia por objeto restringirla, abandonado á su propia suerte por el Gobierno, murió á manos del famoso M. Vivien, personaje muy liberal, pero partidario acérrimo de aquel sistema administrativo, y que según parece, en cuanto á este último punto antes de morir cambió completamente de opinión. Según M. Thiers habia en su tiempo dos limitaciones útiles de la prerogativa de los funcionarios; la responsabilidad de los ministros y la facultad de interpelar. De otra suerte ¿no parece excesiva la inviolabilidad de la administración? Después de hablar mucho de tal abuso, la República de 1848 ninguna disposición eficaz adoptó para corgirlo, y hoy el Gobierno defiende con tesón la práctica establecida con arreglo al famoso art. 75 de la Constitución del año VIII. Alegan en su abono que la autorización reclamada hasta ahora en 605 casos distintos, ha sido concedida 391 veces por el Consejo de Estado, dando solo lugar á 40 condenas y 251 absoluciones de los tribunales, de cuyo hecho infieren que media la imparcialidad necesaria. El centralizador M. Thiers cree que son necesarias ciertas limitaciones; los partidos liberales dan la más grave importancia á este asunto invocando los ejemplos de Inglaterra, donde nada existe que se asemeje á tales autorizaciones, y donde es licito articular prueba en caso de difamación. Acaso en la primera de estas circunstancias se nota la diferencia esencial que media entre la libertad inglesa y los sistemas de imitaciom imperfecta ensayados en el continente. Como quiera que sea, el Gobierno francés sostuvo con entereza lo existente, y la enmienda de M. Berryer fué desechada. Esta fué la ocasión en que e] famoso orador legitimista hizo un notable elogio de M. Guizot y de la tolerancia que él siempre halló, aunque estaba solo y aislado, en las Cámaras de la Monarquía de Julio.

Es rigoroso el proyecto de ley en cuanto á las penas. El máximum de las multas sube hasta 25.000 francos, que es la mitad de los 50.000 que han de tener en depósito los periódicos de París. El mínimum será la décima quinta parte del mismo depósito ó sean algo más de 3.000 francos. Pero como la multa puede ser impuesta al mismo tiempo y en igual grado al editor, considerado como autor del delito, y al escritor é impresor como cómplices, podrá ascender al triple, y con ciertas agravaciones supletorias á 80.000 francos, en el caso del máximum, y á 12.000 en el mínimum. Por lo demás los autores de la ley, considerando suficiente esta severidad, renunciaban á penas personales. No ha parecido bien á algunos Diputados conservadores este olvido tan completo del derecho común, en cuya virtud serian llevados á prisión los que cometiesen en conversaciones ciertos delitos, mientras solo habrían de pagar multa los que con igual intención cometieran mayor daño valiéndose de la imprenta. Por una coincidencia que no se repite con frecuencia, salió en defensa de estas impugnaciones el radical M. Pelletan, fundándose en otro género de razones: el materialismo de una ley que ciñéndose á penas pecuniarias solo parece que hace aprecio del capital: la dignidad del escritor que le obliga á responder de su propia obra, y que sale de la cárcel como un mártir con la frente erguida. Este último género de argumento acaso debiera haber abierto los ojos á los liberales y conservadores de opiniones templadas. No faltan sólidos fundamentos que alegar, en defensa de las penas pecuniarias, cuando se reproduce esta perdurable cuestión acerca de estas y las personales. ¿Cuántas veces no encontrará enfrente de si la justicia al editor, al impresor, á un testaferro que firma artículos ajenos, á todos menos al autor verdadero del escrito? ¿Y cuántas veces no vacilará entre el temor de dejar el delito impune y el escrúpulo de enviar á la cárcel á un infeliz asalariado mientras el verdadero culpable pasea ante el público escandalizado su frente que no se ruboriza? Copiamos la frase de M. Pelletan, pesándonos de que ni este celoso Diputado, ni los que profesan opiniones opuestas sacaran del hecho que es cierto, la consecuencia práctica que procede; esto es que en materias de imprenta son eficaces sobre todo las penas pecuniarias.

Dió lugar á empeñado debate la responsabilidad no subsidiaria sino simultánea de los impresores. Claro es que con arreglo á los principios generales de derecho, como cómplice solo será responsable el impresor cuando haya contribuido al delito á sabiendas. Pero nada parece tan difícil como lo ha de ser para los tribunales el determinar cuando tiene ó no tiene conocimiento el impresor de la culpabilidad de un artículo de periódico, En la discusión se citó el caso de un impresor de París, M. Dubuisson de cuyo establecimiento se valen diez ó doce periódicos políticos. Mientras se hallaba en Montpeller á donde necesitaba asistir para defenderse de una denuncia, otro de los periódicos que imprime fué llevado á los tribunales, y el impresor fué condenado por delito cometido durante su ausencia. Con respecto á libros, no es de extrañar se haga responsables á los impresores, porque no hay editor ni depósito, y puede no ser hallado el autor ó carecer este de responsabilidad. Pero en lo tocante á periódicos, como el impresor toma en Francia las precauciones oportunas, la responsabilidad pecuniaria solo puede dar por resultado que sea doble la multa para la empresa, y en cuanto á penas personales creemos serian raros los casos en que las impusieran los jueces, á cuyo arbitrio queda interpretar la palabra á sabiendas (sciemment) del Código. Este es uno de aquellos puntos en que la ley dará ocasión á nuevas discusiones, y probablemente á oportunas reformas. Lo que será subsistente, como suelen serlo cuantos pasos se dan en el sentido de la libertad económica, es la disposición plausible en cuya virtud desaparecen las antiguas patentes de los impresores, haciendo la de estos profesión libre. Solo falta por determinar la forma de indemnización que se ha de conceder á los que gozaban del privilegio.

Réstanos hablar en cuanto al sistema penal de la ley, de dos medios de represión, de que subsidiariamente quedan revestidos los tribunales. Uno es la suspensión de los derechos políticos durante cinco años, que es potestativa, y según el proyecto quedaba al arbitrio del que dictara la sentencia imponerla á quien cometiera delito de imprenta. Pero se ha resuelto que solo sea en caso de reincidencia, después de discusión empeñada en que resultó mostrarse la Asamblea dudosa, y prestarse el Gobierno de acuerdo con la comisión á mitigar en esta parte los rigores del proyecto primitivo.

La segunda pena subsidiaria es la supresión del periódico en caso de que sea condenado por crimen, y la suspensión por un plazo dado, si lo fuese por delito. Aun cuando se ha quejado mucho la oposición de estos rigores de la ley, claro está cuanto gana con ella la imprenta, si se atiende á que ahora se necesita un juicio para dictar la pena que antes la administración podía imponer después de las advertencias preliminares. Es raro el caso de que por medio de la imprenta se cometan crímenes, y no siendo ahora la autorización necesaria para fundar nuevos periódicos, de que sea suprimido uno de los antiguos ni al Gobierno le puede resultar gran provecho, ni á los partidos daño irreparable. Además de que no ha faltado quien recuerde en el Cuerpo legislativo, que cuando en tiempo de la restauración desapareció por sentencia El Constitutionnel, volvió á aparecer con el título del Commerce.