XXXII

Entraron por la puerta de Paganos, al Oeste de la población, con lento andar por causa de la pendiente y del gentío que en torno a las galeras se agolpaba, y dieron fondo, no lejos de la puerta, en la señorial casa de Castro-Amézaga, la cual con sus anejos le pareció a Fernando tan grande como una mediana ciudad. Al gran patio principal, en cuyo fondo arrancaba la escalera, acudieron diferentes personas, muchedumbre de criadas, familias pobres, familias ricas, que aguardaban a las viajeras: los unos, para darles el parabién y el pésame, las otras, para besuquearlas; y en medio del tumulto salieron también tres, cuatro, seis o más perros de diferentes castas, cazadores los más, que armaron terrible algazara de ladridos, brincos y demostraciones de alegría. Para todos tuvieron caricias las huérfanas llorosas, principalmente para dos magníficos galgos, favoritos de D. Alonso, los cuales no las dejaban dar un paso, echándoles sus patas al pecho y lamiéndoles las manos.

Todo esto lo vio Fernando, mientras le bajaban en volandas de la galera, pues él no podía moverse, y le subían cuidadosamente dos robustos criados, bajo la inspección del señor cura, que puso sus cinco sentidos en tan delicada operación. Sin duda porque su estado febril le agrandaba los objetos, a Calpena se le representaba la casa con dimensiones colosales, como de castillo o alcázar de reyes; los corredores que daban vuelta al primer patio, en forma claustral, no se acababan nunca; las habitaciones por donde le pasaron eran inmensas cuadras de elevado techo; todo grandísimo, todo limpio y respirando bienestar y opulencia; mucho nogal obscuro y brillante; los pisos de baldosines rojos bien bruñidos; las paredes, o blancas como la pura cal, o pintadas con festones y guirnaldas al temple; aquí cortinas de damasco; allá muselinas tiesas; severa elegancia, riqueza de pueblo y acumulación de cosas pasadas, con escasas novedades y desprecio de las modas.

Lo primero de que se ocupó la familia fue de preparar el lecho en que debía descansar el herido, en uno de los más claros y hermosos aposentos de la casa. Era el tal mueble imitación de un navío de tres puentes, el Santísima Trinidadde los lechos, con cabeceras de nogal, popa y proa, en las cuales el tallado adorno de patos o cisnes completaba la semejanza con los artefactos destinados a la navegación. Bien abarrotada de mullidos colchones y con su cobertor de damasco rojo, era una cama olímpica. No bien acostaron a D. Fernando y repararon sus fuerzas con caldo y vino, le tomó de su cuenta el Sr. Crispijana, que por orden expresa de las señoritas querían proceder sin pérdida de tiempo al examen y cura de la herida. Poseía D. Segundo gran conocimiento y práctica en achaques de traumatismo, y no tardó en dominar con ojo certero el caso que allí se le presentaba. Positivamente, la bala no había quedado dentro: en el lado interno de la pierna se veía el punto de salida más grande que el de entrada, mediando un conducto bastante extenso, sin tocar el hueso. La articulación estaba completamente indemne. Las molestias que sentía D. Fernando y las que sentirían después, eran motivadas por el flemón que se le formaba, complicación harto frecuente en esta clase de heridas. El caso, sencillísimo, no ofrecía peligro alguno, y D. Segundo lo había tratado mil veces con feliz éxito en su vida profesional. El tratamiento que comúnmente practicaba era el de las incisiones o desbridamientos, si el flemón venía difuso, sistema que le había enseñado su maestro el afanado cirujano de Torrecilla D. Ángel Asuero. Por de pronto, quietud y cataplasmas.

Descansó Calpena sus huesos en aquel lecho magnífico, mas no pudo conciliar un sueño reparador, porque la agudeza de sus dolores no le dejaba dormir sino a ratitos; por la noche tuvo fiebre intensa; su turbado cerebro se atormentaba con la idea de reposar en un panteón de damasco encarnado. La profusión de esta rica tela en colcha, almohadones y cortinas le colmaba de inquietud y ansiedad. En la estancia había dos o tres arcas de nogal, sillones de vaqueta claveteados, y un cuadro de San Francisco en éxtasis que le infundía pavor... reinaba en la casa silencio sepulcral, turbado tan sólo por lejanos ladridos de perros. Por la mañana, el criado que entró a llevarle el desayuno le enteró de que allí se comía cinco veces al día, empezando por el chocolate, acompañado de bollitos hechos en casa y de fruta de sartén. No tardó en presentarse Gracia, a quien Calpena encontró completamente transformada, vestidita según su clase, muy graciosa y elegante dentro de la modestia campesina y de los rigores del luto. Iba la niña dispuesta a estar en su compañía todo el tiempo que fuese menester, sin molestarle: le daría conversación si esta le agradaba, y le leería si la lectura no le causaba enojos. En la casa había muchos y buenos libros.

Agradecido a tantas bondades, Fernando preguntó por Demetria, de la cual dijo su hermana que vendría a visitar al enfermo cuando le diesen respiro las distintas tareas que embargaban absolutamente su persona durante la mañana, pues todo el trajín de casa tan grande estaba debajo de su jurisdicción y cuidado. Entretanto, Gracia abrió las maderas de la ventana que caía frente al lecho por la fachada Sur de la casa, y Don Fernando pudo admirar el grandioso paisaje de la sierra de Cameros por aquella parte. El sol, que inundaba montes y llanuras, penetró también en la estancia, rehaciendo el abatido ánimo del enfermo, quien no pudo menos de ver en Gracia un ángel que le llevaba la luz y la vida.

Entre la lectura y la conversación, Fernando optó por esta, gozando extraordinariamente con lo que la niña le contaba del pueblo y de la familia. Como durante la ausencia de las huérfanas no iban los trabajos de labranza y gobierno doméstico con la debida regularidad, y estaban las cuentas atrasadas y muchas cosas sin hacer, Demetria daba ejemplo con su diligencia y actividad al escuadrón de servidores de ambos sexos. En planta desde antes de amanecer, y consagrada la primera hora de la mañana al aseo de su persona, recorrió luego las varias dependencias de la casa, dando sus disposiciones y previniendo las diversas faenas del día. Esto lo hacía la niña mayor desde que, por muerte de su madre, se hizo cargo de las llaves y tomó el mando doméstico, en el cual no mostraba menos desenvoltura y facultades que aquella. La dolencia del padre la obligó a dar extensión a su autoridad; no tuvo más remedio que encargarse de dirigir y administrar la labranza, de atender a los ganados, al laboreo de montes, explotación de leñas, y todas las demás faenas que abarcaba la extensa propiedad del opulento mayorazgo. La cooperación de servidores y mayordomos antiguos le facilitó los conocimientos necesarios para el manejo de tan grandes intereses, y a los pocos meses de tener bajo su mano la cuantiosa hacienda de Castro-Amézaga, ya sabía más que todos. Habíala dotado Dios de un sentido práctico que ya lo quisieran muchos hombres para sí, y de la facultad de ver claro y pronto en los asuntos más complejos. Era un portento Demetria, y a todo atender sabía sin embarullarse, siendo tal su método, que siempre le sobraba algún ratito para labores y cuidados que más pertenecían a la presunción que a la utilidad. Todo esto lo explicaba Gracia con ingenua admiración de su hermanita, declarándose incapaz de imitarla, y desprovista de aquel saber práctico hasta cierto punto vulgar. Fernando se deleitaba oyéndola, pues aunque había estimado a Demetria como una hembra superior, nunca pensó que sus méritos y aptitudes llegaran a un grado tan excelso.

«Mi hermana -prosiguió la niña en su relato-, tiene el don de hacerlo todo bien y pronto, sin ruido. A sus órdenes, los mozos y criadas parece que tienen cuatro manos en vez de dos, y entre tanto trajín, no oirá usted una voz más alta que otra. Grandes y chicos en su obligación, y adelante. Hoy es día de los de más faena: tenemos amasijo y horno, porque en casa se hace todas las semanas el pan para los pastores y para los trabajadores del campo. Se les reparte en hogazas de cinco libras... En el patio grande, donde está el horno, había usted de ver a mi hermana al amanecer de Dios, mirando si miden bien las cantidades de harina y moyuelo, inspeccionando a los amasadores, y vigilando las cochuras. Luego viene el reparto de hogazas: primero los pastores; siguen los peones de Paganos, y después los de Samaniego. Mi hermana les lleva sus cuentas de pan, y de las ollas de habas que se les van entregando. Y al mismo tiempo que hace todo esto, la tiene usted disponiendo lo de cocina y despensa, dando las órdenes para lo que hemos de comer cada día, y para el sustento del sinnúmero de criados de esta casa. Más tarde la verá usted atareada con lo de bodegas: el vino que sale, el que hay que mandar a los alambiques porque se ha torcido; ordenar las cuentas de los marchantes, que unos pagan al contado, otros conforme van cobrando por los pueblos; ver si se necesitan cubas nuevas o adobar las antiguas; oír a los campesinos que calculan si la cosecha del año será tanto más cuanto, y si se necesitarán más o menos cubas... Pues las cuentas del trigo que sale de nuestros graneros, por ventas, del que se lleva al molino para el gasto de casa, de la cebada que consumen nuestras mulas y del sobrante que vendemos, la obliga a llenar de números unos grandes librotes. Por la noche vienen los arrendatarios, los caseros, y la enteran de cómo está el campo. Se decide entre ellos y el ama si es conveniente un riego más en las huertas, si tal o cual tierra necesita otra cava, si se dejan descansar estos tableros o los otros, si sembramos garbanzos o habas, o si metemos o no metemos el ganado en tal pieza para que estercole... Pues no le quiero decir a usted cuando vienen las grandes labores, la siega, la vendimia, o la trasquila de las ovejas... Entonces mi hermana se multiplica; tan engolfada la ve usted en su trabajo, que de nadie hace caso, y no hay que hablarle más que de fanegas de trigo, de cubas de mosto o de vellones de lana...».

Interrumpió en este punto el poema doméstico trazado por Gracia la entrada de la heroína, en quien vio Fernando una transformación radical. Entre la muchacha encogidita, de dudosa hermosura, desfigurada por el miedo, la angustia y el mal vestir, a la mujer gallardísima, en quien la serenidad era una gracia más y la confianza en sí misma una real belleza, belleza y gracia que a las de su rostro se añadían para darle una armonía seductora, había tanta diferencia como de la obscura noche al día claro. Vestía Demetria de luto, sin afectación de elegancia, sencillísimo traje casero, y con el blanco delantal, que al modo de escapulario le caía desde el pecho hasta los pies, habría parecido una guapa monjita si no tuviera lo que es raro ver en monjas: talle, cintura y formas corporales superiores. Reparó Calpena en el donaire con que se peinaba, recogiendo sus trenzas copiosas en copete de tres potencias; reparó también su limpieza ideal, su aire señoril, la gravedad y el reposo que se pintaban en su frente marmórea, la penetración de su mirada, al propio tiempo dulce y picaresca sin malicia, la frescura de su boca grande; todo, Señor, todo lo reparó, y porque nada se le quedara, fijose en los manojos de llaves de diversos tamaños que pendían de su cintura.

«Aquí estábamos hablando horrores de usted, Demetria -le dijo Fernando, mientras observaba lo que se indica-. Ya sé que está usted muy atareada, que no tiene un momento de reposo.

-¡Ay, D. Fernando!... lo corriente, lo de todos los días, y nada más. Parece que no, y cuando falto de aquí no van las cosas como debieran. Por esto ha de dispensarme que no le acompañe. Gracia, que no tiene nada que hacer, se encarga de entretenerle para que no se aburra. ¡Ay, si supiera usted qué pena me da verle así!... ¡Y que eso le haya pasado por nosotras!... ¡Que se vea usted privado de acudir a sus negocios! En fin, Dios lo ha querido así... no hay más remedio que conformarse... Pero me ha dicho D. Segundo que la herida es leve; que todo se reduce a que se resigne usted a ser nuestro prisionero unos cuantos días, quizás mes y medio.

-¡Bendita cárcel y benditas carceleras! -exclamó Fernando con tanta admiración hacia las niñas como agradecimiento a sus bondades-. Lo que usted dice: Dios lo ha querido así. Sea lo que Dios quiere.

-Pensemos en que lo bueno y lo malo que nos envía es lo que nos conviene.

-Justo... Y vivamos siempre contentos, sin incomodarnos por nada de lo que nos pasa.

-Salvo alguna vez que otra. Mire usted: aquí donde usted me ve, hoy tengo mal humor, estoy enojada...

-¿Por qué, Demetria? ¿qué le pasa a usted?

-Que en el tiempo que hemos estado fuera se me han muerto tres gallinas... ¡Mire usted qué contratiempo!...

-Sí que lo es... Pues mire usted, lo siento yo también.

-Las tres más bonitas, las más ponedoras que tenía.

-¡Qué lástima!

-No, no se ría... A pesar de estas bajas comerá usted huevos bien frescos. No hay que apurarse... Pero me estoy entreteniendo aquí como una tonta. Dispénseme, D. Fernando. Hasta ahora».

Viéndola salir tan dispuesta, tan dueña de sí y en pleno dominio de su misión doméstica y social, cayó Fernando en tristes meditaciones, y después de reconocer cuán grandes prodigios hace la Naturaleza, dio en considerar los contrastes que la fecundidad de esa universal madre nos ofrece. «¡Espantosa desigualdad! -se dijo-. Veo a esta mujer tan útil, tan activa, repartiendo alegrías en torno suyo y aumentando el bienestar humano. Luego miro para dentro de mí y observo mi inutilidad, mi insuficiencia. Necesito de estos ejemplos para cerciorarme de que no sirvo para nada, de que no soy nada, de que mi existencia es absolutamente estéril... al menos hasta ahora... He aquí un hombre sin carrera, sin profesión, que no sabe cómo vive hoy ni cómo vivirá mañana... un hombre que todo lo espera del acaso, que apoya sus cálculos en lo desconocido... un hombre que desconoce el trabajo, y que no da señales de vida en la sociedad más que para perturbarla».