XXXI

«Por lo que veo -se decía Fernando haciendo análisis de su propia existencia-, mi destino es sucumbir siempre a las tiranías cariñosas. Quiero tener acción propia y no puedo... Pero ya la tendré, que esto no ha de durar. Un mes ha dicho el físico. Pues no está mal que me cure y recobre el uso de mis dos piernas... Porque, lo que dice Demetria: ¿a dónde demonios voy así? Estoy inútil, estoy inválido... ¡Pícaro destino!... ¡Imposibilitarme cuando más necesito de toda mi energía, de mi fuerza corporal!... A estas horas el Sr. Negretti habrá escrito a Aura diciéndole que me ha visto... ¿Y qué pensará Aura de mí si transcurre mucho tiempo sin noticias...? En la primera parada que hagamos escribiré a D. Ildefonso... Pero sabe Dios si recibirá la carta... Dudo que haya correos regulares entre este país y la Corte trashumante... Veremos, me informaré. Y adelante, cúmplase el destino... Nuestras pobres vidas obedecen a un gobierno superior y como dice Miguel de los Santos, nada podemos contra la soberana disposición que nos arroja al Sur como pelota cuando queremos ir al Norte... ¡Felices los pájaros, que van a donde quieren...!».

No eran aún las diez, cuando ya Demetria había dispuesto con primor minucioso la galera destinada a Fernando. Excelentes colchones y almohadas, mantas de abrigo, cortinas que por ambas bocas del toldo resguardaran del frío el interior, nada faltaba. Mirando también a la decencia, determinó que el herido fuese solo en la galera mayor, arreglándose las dos hermanas en otra más pequeña, tampoco desprovista de comodidades. En la pequeña metieron varias cestas con víveres y bebidas, lo mejor que se pudo encontrar en el pueblo. Como tenía la mayorazga barro a mano, de nada quiso privarse, y el viaje había de ser como a personas tan principales correspondía. Pensó tomar dos mozos de la servidumbre del Sr. Guinea, que les acompañarían en todo el camino: uno para que fuese al cuidado de D. Fernando en el primer vehículo, y otro al de ellas en el segundo; pero poco antes de partir presentose uno de los criados de Castro que habían salido a buscarlas, de lo que se alegraron y se entristecieron las dos niñas, porque el gozo de verle se amargaba con la pena de notificarle la pérdida del amo y señor de todos, D. Alonso. Lloraron un poquito las huérfanas y su servidor, que se llamaba Bernardo, mozo muy despierto que valía por dos, y no faltando ya nada, dio la señora orden de partir. Despidiose el carretero de Lamiátegui, no sin que mediara una breve querella entre Fernando y Demetria sobre cuál de los dos le pagaba. Pero la de Castro cedió sin mostrarse obstinada, dejando al caballero todo el goce de su delicadeza. Bueyes tiraban de las galeras, por no haber animales de paso más vivo, lo que en realidad no era desventajoso, porque con el lento andar de los rumiantes iba más reposado el herido, y lo que perdían en tiempo ganaríanlo en comodidad. Salió Serrano a despedirles, acompañado de otro oficial, como él guapín, simpático, con ricitos sobre la blanca frente, y al presentarle añadió: «Dice Alaminos (tal era el nombre del camarada) que han venido al Cuartel General cartas para usted, Sr. Calpena.

-Venían dirigidas a Fernando de Córdova, el hermano del General en jefe. Pero ha salido para Madrid, y las ha dejado no sé si a Echagüe o a Pepe Concha, para que las entregaran a usted si venía por aquí. Ayer hablaban de esto.

-¿Es cierto que el General ha ido a Madrid?

-Sí señor; ayer ha salido de Vitoria con su hermano y sus ayudantes, Casasola, Mariano Girón y el príncipe de Anglona. Pero volverá pronto. Ya digo: Fernando Córdova habló delante de mí a Pepe Concha de dejarle las cartas que recibió para usted; pero como luego se trató de si Concha iba también a Madrid o se quedaba, me parece que debe de tenerlas Echagüe, porque le oí que se ofreció a desempeñar este encargo.

-Echagüe manda los chapelgorris.

-Justamente; y hoy está en la división de Espartero. Ayer le vi en Vitoria, donde permanecerá unos días restableciéndose de sus heridas.

-Pues tanto al Sr. Serrano como al Sr. Alaminos -dijo Demetria-, les suplico yo que cuiden de que esas cartas no se extravíen.

-¡Oh! sí, yo averiguaré quién las tiene...

-Y yo.

-Y lo demás es muy fácil. Que envíen las cartas a La Guardia, a casa de esta servidora de ustedes.

-Allá irán. Queda de nuestra cuenta. Cumpliremos, señora.

-Y nos reiteramos humildes súbditos..., a los reales pies de Vuestra Majestad...».

Con esto apretáronse todos las manos, picaron los mayorales, y las galeras emprendieron su marcha pausada por la calle principal del pueblo, hasta salir al camino que atraviesa el ameno valle del Zadorra. No habían traspasado aún las últimas casas, cuando se les agregaron otra vez Serrano y Alaminos a caballo, y fueron dando parola a las niñas larguísimo trecho. Nada les ocurrió en el resto del día, transcurrido felizmente, ni en el curso del viaje sobrevino ningún accidente desgraciado. Todo era, pues, bonanza, y por añadidura, el tiempo primaveral les favorecía grandemente. Sin detenerse en Vitoria más que para dar corto descanso a los bueyes, continuaron en dirección del Condado de Treviño, y cuanto más avanzaban hacia el Sur, más risueño se les presentaba el paisaje y más lisonjero todo. Al aproximarse a Peñacerrada, empezaron a encontrar las huérfanas personas conocidas: aquí pastores de la casa de Castro; allá, campesinas y labriegos, algún cura; de todos recibían noticias de la ansiedad que reinaba por la ausencia de las niñas, y a todos las daban de sus trabajos y penalidades, así como de la muerte de D. Alonso. Menos de dos días duró el plácido viaje, pues habiendo salido de Salvatierra un sábado antes de mediodía, pasaban la sierra de Toloño al amanecer del lunes, y entraban en la feraz campiña de Paganos a punto de las ocho. Allí fueron tantos los encuentros de amigos y deudos, servidores, aldeanos, diversa gente del pueblo campestre, que hubieron de parar las galeras para dar espacio y tiempo a tanto saludo, a tantos plácemes y pésames, al incansable besuqueo en las manos de las dos señoritas, que lloraban de gratitud y emoción.

El mozo que iba al servicio de D. Fernando, sin apartarse de su lado, le dijo: «¿Ve usted este término con tantisma viña, que parece la gloria de Dios? ¿Ve usted aquellos trigos en que ahora juega el viento, y ya los pone verdes, ya amarillos? ¿Ve usted aquel prado y aquel monte con tantas ovejas? Pues todo es de las señoritas... Sí, señor; son más ricas que el Putosín, y a cuenta que ahora no han de faltarles novios».

Admiró Fernando la belleza de los campos feraces, inundados de sol, y celebró mucho, en su mente, que todo aquello perteneciese a quien por sus altas prendas merecía cuantos bienes hay en la tierra. Y no pudieron recrearse sus ojos en tanta belleza, porque sentía en su pierna herida tirantez horrible, y de rato en rato punzadas acerbas, que acrecían con el afán de disimularlas para que no se alarmasen sus bienhechoras. Con esto y con la pena de verse extraviado de su natural camino, su alma sobrenadaba en ondas melancólicas. Verdaderamente, era un prisionero que ya podía dar gracias a Dios por haber caído en tales manos: admiraba a sus tiranas; teníalas por hermosa hechura de Dios; pero no concluía de conformarse con aquel giro que a sus planes daba el destino... ¡Todo por una bala miserable! Si él estuviera bueno, ya habría revuelto toda Guipúzcoa, Vizcaya entera, en busca del bien de su vida... Pero ¿qué había de hacer? Paciencia. Dios manda, y en su nombre, en tal ocasión, las niñas de Castro-Amézaga. Contrariado y triste ¡ay! no podía menos de bendecirlas.

A la salida de Paganos llegose al convoy un anciano cura, que venía por la carretera adelante con balandrán y gorro negro, bastoneando fuerte. Era un gozo verle dar abrazos y besos a Demetria y Gracia, como si quisiera comérselas: tan grande cariño les tenía el pobre viejo. Ya se sabía en La Guardia, por un propio que mandaron de Peñacerrada, el gran acontecimiento de la vuelta de las niñas, salvadas milagrosamente por un cristiano, noble y animoso caballero; sabíase también el desgraciado fin de D. Alonso a mitad del camino de salvación, y uno y otro suceso fue motivo para que el bendito cura estuviera unos diez minutos empapando en lágrimas su luengo pañuelo de yerbas. «¡Ay, hijas, qué días hemos pasado, sin saber de vosotras, maldiciendo la hora en que tuvisteis la temeridad increíble de lanzaros por esos mundos en busca del pobre Alonso; pidiendo a Dios que no os perdierais, que no os mataran, que volvieseis sanas y salvas a vuestra casita, y a los brazos amantes de este viejo que os adora, y al pueblo que también os quiere y os estima como a hijas predilectas!... Pero ya estáis aquí. ¡La Virgen Santísima, a quien después de vuestra partida rezamos todas las tardes Salve solemne, no nos ha concedido todo lo que le pedíamos, puesto que no traéis a vuestro padre; pero nos ha concedido mucho, sí, re-mucho (vuelta a los besos y a la emisión de lágrimas y babas), porque os ha traído a vosotras, cielos míos, perlas de la casa y del mundo!».

Informado por las niñas de que su generoso salvador, instrumento en aquel caso de la Divina Voluntad, era el viajero ocupante del otro carro; sabedor asimismo de que la herida que le postraba había sido alcanzada en terrible lid por defenderlas, corrió allá entusiasmado el buen cura, y quitándose el gorro, húmedo aún el rostro del llanto que vertía, le dijo: «Señor mío, este pobre viejo desea el honor de estrechar la mano del noble caballero a quien debemos el rescate de estos ángeles. No sabe usted el bien que ha hecho, señor. Dios se lo premiará como mejor le convenga... Aquí me tiene usted a su servicio, aunque nada valgo... José María de Navarridas, cura párroco de Santa María... tío carnal de la madre de estas dos perlas... ¡Bendito sea mil veces el que nos ha devuelto nuestro tesoro, y corónele Dios de gloria, rodéele de bienaventuranzas por su obra hermosísima!».

Respondió Calpena mostrándose avergonzado de tales elogios, a lo que dijo el párroco con muy buen juicio que la modestia siempre ha sido inseparable del verdadero mérito. Cuando se ponían de nuevo en marcha, llegaron dos mujeres que hartaron también de besos a las niñas, y D. José María, por no recargar la segunda galera, se subió a la de D. Fernando, diciendo a voces: «Chicas, yo me subo aquí a dar palique a este caballero, que parece va un poco triste. Seguid vosotras con esas».

Y después de informarse de las circunstancias y proceso de la herida, y de aventurar un favorable pronóstico, asegurando que sólo con el buen trato, la dulce quietud y el rico vinito de la tierra se curaría en un periquete, repitió la cantilena del criado: «¿Ve usted esta inmensa campiña?... ¡Qué hermoso viñedo, qué gloria de Dios! ¿Ve usted aquellos trigos que parecen un mar con sus olas y su vaivén? Pues todo es de estos ángeles... ¡Pobre Alonso! Ya venía el infeliz tan trastornado, que no podía parar en bien... ¿Le parece a usted? ¡Desafiar a Carlos V!... Luego la temeridad de estas muchachas... ¡Lo que bregué con Demetria para quitarle de la cabeza la idea de ese viaje! 'Pero, tío, si no vamos más que hasta Salvatierra, donde de fijo le encontraremos'. Y ya ve usted... Lo que pasa... que un poquito más allá, que otro poquito... y a Oñate. ¡Jesús mío, nada menos que a Oñate se fueron, como unas bobas!... Pues si Dios no les depara esta buena alma, este brazo valeroso, no sé qué habría sido de mis pobres ángeles... ¡Ay, chiquillas, de buena habéis escapado! Bien os lo dije cuando salisteis: 'Demetria, mira lo que haces'. Pero ya habrá usted conocido que esta niña mayor es una voluntad de hierro, dispuesta como ella sola, tenaz en sus empeños, y cuando dice 'por aquí voy', ya pueden todos echarse a temblar».

No habían andado quince minutos, cuando aparecieron nuevos amigos, el cirujano D. Segundo Crispijana, dos señores de capa, mujeres, y detrás medio pueblo. Omítense por fastidiosas las escenas de besuqueo y lágrimas. El D. Segundo, señorete de rebajada estatura, cara redonda con sotabarba, la nariz decorada con dos verrugas, los ojuelos muy perspicaces, edad como de sesenta años bien llevados, se llegó a la galera de Fernando, después del saludo a las señoras, y empezó a funcionar facultativamente a la primera insinuación. «Eso no es nada. En cuanto lleguemos se dará un vistazo... Cuestión de un poco de reposo... ¿Y qué, duele? Tirantez de la piel, afectando hasta los músculos del tobillo... Perfectamente. ¿Qué médico le vio a usted en Salvatierra? ¿Aseguró que había salido la bala?... Eso lo veremos... calma... lo veremos... ¿Con que... duele?

-Sí, señor; no puedo ocultarlo ya... Me duele ¡ay! horrorosamente.

-Pues no lo disimule, caray... Chille todo lo que le salga de dentro.

-No señor, no chillo... le aseguro a usted que no chillo... Sé sufrir; sé comerme mis dolores... No quiero que las señoritas se alarmen... se disgusten.

-Ya estamos en casa. Vea usted la ilustre villa de La Guardia».

Mirando por la delantera, vio Fernando una ciudad medieval, en lo alto de una escueta colina elíptica, rodeada de almenados muros con gallardos torreones. De entre aquella cintura de piedra se destacaba el caserío en agrupación cónica, con el remate de un castillo, torres, esbeltos campanarios, techumbres de peregrina forma. La vista de la ciudad fantástica, que surgía del suelo más bien como un hermoso embuste de la Leyenda o del Teatro que como una verdad de la Historia, embelesó los sentidos del pobre viajero, amortiguando por un instante sus dolores».