XXVII

Condolíase Demetria de que su caballero salvador tuviese que echarse a pechos, a pie, los empinados y ásperos vericuetos por donde iban, sin tomarse ningún descanso ni dormir siquiera un par de horas; pero Fernando le aseguró estar muy acostumbrado a pasar malos días y peores noches, encareciendo la urgencia de ganar tiempo y zafarse pronto de la peligrosa divisoria entre la España de D. Carlos y la de Isabel. Reanudó entonces Demetria la historia de sus dos semanas, refiriendo que la causa de que el Sr. Ibarburu no pudiese resolver el conflicto de la familia de Castro fue una inesperada complicación, que parecía obra del mismo demonio. Por aquellos días fue descubierto un complot para matar a D. Carlos. Un desalmado catalán que había pertenecido a la Compañía de Jesús, de la cual le expulsaron en 1819, que después sirvió en el ejército carlista, y fue condenado a muerte por intento de vender al enemigo una compañía, logrando salvar la pelleja con una audaz escapatoria, entró en Guipúzcoa por Alsasua, con dos mujeres jóvenes que vendían baratijas. Proponíase quitar de en medio a D. Carlos. Delatado y cogido cerca de Oñate, le llevaron codo con codo a la cárcel de Vergara, y se empezó a formar una causa en que los señores del Consejo de Guerra quisieron sin duda lucirse, complicando en ella a toda persona desconocida que a la sazón aportara por allí. La coincidencia diabólica de que el presunto asesino se llamase Juan Díaz, y José Díaz el compañero de D. Alonso; la también endiablada circunstancia de que este, en su triste locura, no hablase más que de resolver la cuestión dinástica, cuerpo a cuerpo, entre él y D. Carlos, en el campo del honor, fue parte a que metieran al pobre D. Alonso y al cuitado de Díaz en aquel embrollo, no pudiendo eximirse de culpabilidad las pobres niñas, como hijas del Castro, según declaración propia, y sobrinas, según indicios, del Díaz. Gracias que el Sr. Ibarburu, única persona que las amparaba, no creía en tal complicidad, y cediendo a los ruegos de la valerosa joven, gestionó que D. Carlos la concediese el honor de recibirla en audiencia.

Dos días fueron empleados en este negocio, desplegando Ibarburu toda la solicitud que su egoísmo le permitía. Aconsejó a Demetria que tanto ella como su hermana confesasen y comulgasen en la capilla de la Caridad, pues les convenía dar público testimonio de su catolicismo y devoción, encomendándose además a la Virgen de los Dolores, abogada de los que sufren persecución de la justicia, patrona santísima de la Causa y Generala de sus ejércitos. Insistía Ibarburu en recomendar esta demostración religiosa, porque Su Majestad, monarca muy atento a las conciencias de sus vasallos, se enteraba de quien cumplía y quién no cumplía con Dios en el naciente Reino. Gozosas se apresuraron las dos niñas a seguir el consejo del capellán, en lo cual satisfacían un deseo vivísimo de sus piadosos corazones, y al día siguiente fue Demetria a la audiencia, el alma llena de zozobra, avergonzada del deterioro en que se hallaba su traje, sin recursos para vestirse como le correspondía por su posición. A pesar de esto, rechazó la oferta que le hizo una señora presa de facilitarle un vestido de merino azul, pues prefería ir mal a ponerse ropa prestada. «¡Ay, qué cosas, qué incidentes, Sr. D. Fernando! La pobre señora se empeñó en peinarme a la moda y en ponerme sus peinetas, y no sabe usted el trabajo que me costó evitarlo sin que se ofendiera».

Recibió D. Carlos a Demetria momentos antes de salir para Elorrio. Hallábanse junto a él en la Real Cámara (una sala destartalada, muy fea, con cortinas amarillas y unos cuadros grandes de pasajes de la Biblia), dos señores muy estirados, uno de los cuales entendió Demetria que era el señor Erro; el otro, eclesiástico rudo y agreste, como un tronco sin descortezar, debía de ser el Sr. Echevarría; mal gesto, ojos suspicaces. Más que su turbación pudo en el ánimo de Demetria el grave anhelo que llevaba a las gradas del Trono, el martirio de su padre inocente, y arrodillándose delante de la pretendida Realeza, expuso con claridad y modestia su cuita. D. Carlos, en pie, la mandó levantarse, dándole a besar su Real mano, y se mostró benigno, sin abandonar la tiesura y frialdad de rostro estatuario que le caracterizaban. Hombre de buenos sentimientos en lo que no tocara a sus derechos y pretensiones, los manifestaba con austeridad, parco en palabras cariñosas: «Ya se dispuso -dijo-, la suspensión de la sentencia, y hoy he mandado que el preso sea trasladado de la Cárcel a la Caridad, donde podrán cuidarle sus hijas. Su estado mental exige asistencia médica... Pero no estará libre de responsabilidad hasta que informen los facultativos acerca de si es o no fingida su locura, que todo puede ser...». Atreviose la joven a exponer tímidamente una opinión respecto al carácter de su padre, refractario a la mentira. Pero Carlos V, oyéndola con benevolencia, agregó que no insistiera sobre aquel punto, pues harto había conseguido, y, ante todo, él tenía que cuidar de que se cumplieran las leyes. En esto de cumplir las leyes puso un acento de convicción honrada, candorosa, señal de que estaba el buen señor con las leyes como chiquillo con zapatos nuevos, cosa muy natural en estos reinados de creación repentina. Y no hubo más: salió Demetria, si no enteramente satisfecha, consolada en su grande aflicción. Aquella misma tarde tuvieron las niñas de Castro el inmenso gozo de abrazar a su padre.

«Pero ¡ay! Sr. D. Fernando: nuestro gozo fue muy incompleto, muy amargado por la realidad, pues aquel hombre que estrechábamos en nuestros brazos, que besábamos con delirio, no era ya más que una sombra de nuestro padre. Un ataque de perlesía que en la prisión le dio, no sabemos en qué fecha, le tenía como usted le ve, sin vida más que en la mitad de su cuerpo, y esa tan débil y mermada, que tememos llegue a extinguirse cuando menos se piense: la inteligencia limitada a un corto espacio de ideas; estas muy apagadas; la palabra balbuciente, reducida a unos cuantos términos que repite sin cesar. ¡Dios mío, qué lastimoso cuadro! ¿Y será posible que Dios nos conceda, siquiera como compensación de tan atroz martirio, que logremos con nuestros cuidados, ya que no volverle la salud y la vida, al menos mejorarle, conservarle algún tiempo para nosotras, para su familia y para sus amigos?

-Sí, Demetria -afirmó Fernando sin creer lo que decía-: el hogar propio, el ambiente doméstico, hacen prodigios en estas dolencias. Tenga usted esperanza, convénzase de que Dios le ha de conceder al fin muchos bienes en desquite de tantos males... que parecen injustos, arrojados sobre estas cabezas inocentes... Dígame usted otra cosa: ¿y Díaz?

-A ese infeliz no le han soltado. En la cárcel está, según dicen,a las resultas, y sabe Dios hasta cuándo durará su martirio.

-Con tiempo y buenas relaciones, créalo usted, gestionaremos para que le den libertad... Supongo, Demetria, que con el último pasaje de su historia ha puesto usted punto final a sus desdichas...

-¡Oh, no, todavía hay más, mucho más! No sigo por no cansarle, que esto ha de agobiar el espíritu del que lo oye, como agobia el de quien lo recuerda. No me pida usted más tristezas... Procuremos confortar nuestras almas con la esperanza; olvidemos... miremos al mañana, pensando que el mañana será hermoso... ¿Qué hora es?

-La una.

-¡Oh!, pronto será de día... En esta temporada tristísima, he aprendido, con ayuda de los insomnios, a leer en el cielo la hora en que principia el día. A las tres y media ya clarea el horizonte; a las dos cantarán los gallitos, y luego de tres a cuatro. Por aquí no hay gallitos que le digan a una la hora.

-Más adelante los oiremos; descuide usted. Paréceme, Demetria, que tiene usted un sueño que no se lo merece. Recline la cabeza en el toldo, y duerma un poquito. Yo voy al cuidado de todo.

-Sí que intentaré descabezar un sueñecito; pero si canta algún gallo, despiérteme: quiero oírlo.

-Bueno, bueno; a dormir hasta que cante el gallo».

Durmiose Demetria profundamente, y a la media hora despertó Gracia sobresaltada. Creyó Fernando que la oía llorar, que la oía quejarse. Acercose. «Gracia, ¿qué ocurre, qué le pasa a usted?

-¿Dónde está mi hermana? -dijo la pequeña con gran azoramiento y aflicción-. Padre está muy malo... ¿En dónde está mi padre?

-Pero si ahí le tiene usted dormidito, y tan sosegado.

-No... le toco y no le siento... Yo he visto a mi padre muy malo, yo le he sentido decirnos adiós.

-Vamos, un mal sueño, Gracia, una pesadilla. Dormía usted con una postura muy molesta».

Despertó a las voces la otra hermana, y con aquel terror que la costumbre de sus desventuras solía dar a su acento en ocasiones críticas, preguntó qué ocurría: ¿Venían ladrones, partida volante, carceleros del Rey?

«Padre está muy malo -dijo Gracia llorando-. He visto que está muy malo... Yo me creía dormida; yo no sé si estaba despierta... pero padre no puede mirarnos ya...

-¿Cómo habías de ver en esta obscuridad? Por Dios, me pones en zozobra -dijo Demetria, acudiendo a examinar al enfermo y acariciándole el rostro. En esto D. Alonso movió ligeramente la cabeza, y sin abrir los ojos pronunció bien claro y distinto su invariable tema: '¡A casa!'.

-¿Ves, Gracia, cómo no hay ninguna novedad? Pero no estoy tranquila, no sé por qué... Paréceme que se enfría un poco. Arropémosle mejor. Quítate de ahí, Gracia, pásate a este lado... ¡Ay! con estos balances, no podemos. Fernando, hágame el favor de mandar parar un momento... Yo me paso ahí, me siento en la delantera, de modo que pueda poner sobre mí la cabeza de padre... Pásate tú aquí... ¡Ay, canta un gallito!... Don Fernando, ¿lo ha oído usted?... ¡Que me gusta!... Son las dos».