XXVI

-Y seguimos, sí... Pues ahora es cuando empiezan los grandes desastres. Poco después de medio día, tuvimos un encuentro con soldados facciosos, que nos dieron el alto. Afortunadamente, el teniente que les mandaba, alto, delgadito, era todo un caballero; yo me arrodillé delante de él, y le pedí por Dios que no nos mataran, contándole después lo mejor que pude el objeto de nuestro viaje. El hombre se portó hidalgamente. Siento no recordar su nombre, pues si al fin nos salvamos, quisiera expresarle mi gratitud. Tratonos con miramiento; nos dio agua, pues ya estábamos muertas de sed, y no contento con esto, nos acompañó un buen trecho, diciéndonos palabras consoladoras... Pero ¡ay! algunas horas después, ya cerrada la noche, que era de las más obscuras, nos salen unos tíos, ¡ay, qué gente, Sr. D. Fernando, qué modales, qué voces, qué aspecto más de bandoleros que de tropa regular! A lo primero que dije, tratando de interesarles en favor mío, contestaron con injurias soeces. Uno de mis criados no supo contener su coraje; pero antes de que pudiera hacer uso de las pistolas que llevaba, le dispararon un tiro de fusil, que por fortuna no le ocasionó más que una herida leve en el brazo. Nosotras nos pusimos a chillar pidiendo misericordia, y el jefe, o más bien capitán de ladrones, ordenó que no se nos hiciera daño alguno, siempre que los dos hombres entregaran sus armas y se dieran prisioneros. Ofuscada yo, vacilante, aturdida, creí que las mejores razones para convencer a aquellos cafres eran las onzas de oro, y saqué una culebrina que llevaba en el pecho. Nunca tal hiciera, pues sin aguardar a que yo les diese lo que me parecía sobrado para comprar su benevolencia y el paso franco que deseábamos, me quitaron todo el dinero, y nos llevaron presas... ¡Ay, qué paso, señor mío, qué horas de angustia por aquellos senderos pavorosos, entre bayonetas y trabucos, como criminales... las personas honradas y buenas conducidas ignominiosamente por los salteadores de caminos!... Mi hermana y yo, enlazaditas del brazo, obligadas a llevar el paso presuroso de aquellas bestias con humana figura, rezábamos; todo el camino lo pasamos rezando, hasta que al amanecer de Dios, amanecer más triste que la más negra noche, entrábamos por la plaza de Oñate, y caíamos muertas de cansancio en las baldosas de la casa de Ayuntamiento, en una cuadra lóbrega, donde nos encerraron como a fieras dañinas... ¡Ay, no puedo seguir contando, porque se me nubla la esperanza, la alegría de esta escapatoria!... Luego seguiré... ¿En dónde estamos? ¿Hemos avanzado mucho? ¿Traspasaremos la cordillera antes de rayar el día?... ¿No nos saldrá otra partidita de realistas salteadores?...».

Agotó Fernando los recursos de su palabra para darle alientos y desvanecer sus inquietudes, demostrándole, hasta donde esto demostrarse puede, que así como los males vienen siempre encadenados, tirando unos de otros, al iniciarse el bien vienen asimismo de reata y en creciente progresión los sucesos favorables. La ley de este fenómeno se esconde a nuestra penetración; pero su existencia misteriosa revélase a todo el que sabe vivir por duplicado, esto es: viviendo y observando la vida... En esto la pobre Gracia, rindiendo al cansancio su endeble naturaleza, se quedó dormidita, reclinada junto al cuerpo de su padre, que reposaba en un tranquilo sueño. Manteníase Demetria muy despabilada, insensible a la fatiga, atenta a los accidentes del país agreste, a los ruidos próximos y luces lejanas, y por más que Fernando al descanso la incitaba, no pudo obtener que se reclinara para descabezar un sueñecito. Transcurrido un rato sin que ninguno de los dos hablase, dijo Demetria: «Voy completamente entumecida, y no puedo entrar en calor. Si a usted le parece, bajaré; necesito ejercicio». Parado un momento el carro, se apeó de un brinco la viajera, y siguieron ella y Fernando a pie larguísimo trecho, a ratos delante de los bueyes, a ratos detrás.

«¿De modo que los cuatro quedaron presos en el Ayuntamiento? -preguntó Calpena deseando conocer todas las desventuras de sus protegidas.

-No señor; a mi hermana y a mí nos llevaron en seguida a la Caridad, por no haber en Oñate cárcel de mujeres, y nos pusieron en aquel cuartito donde usted nos ha visto. Los dos criados quedaron allá. El paso de nuestra separación fue por demás doloroso, como comprenderá usted; al vernos apartadas de nuestros leales servidores, el cielo se nos caía encima. Florencio y Sabas fueron conducidos al día siguiente a Tolosa, donde los carlistas organizan un batallón con los penados, prófugos y toda la gente advenediza que cae en su poder, así extranjeros como castellanos, sin diferencias de edades ni talla. Eso he podido averiguar, pues a mis dos servidores nos les he vuelto a ver ni he sabido nada de ellos... ¿Ve usted cuánta desdicha? ¿No era esto para desesperarse y desear la muerte? ¡Y con tantos golpes, nosotras siempre confiadas en Dios, sacando de nuestra propia tribulación energía para salvarnos y salvar a nuestro infeliz padre! Cualquiera se habría rendido a la adversidad, viéndose como yo me veía, presa y sin ningún amparo, en pueblo desconocido, donde todos eran enemigos, y nos habían tomado por mujeres malas, de esas que merodean en los ejércitos de uno otro bando. ¿Cómo disipar esta mala idea? ¿Cómo hacerles comprender quiénes éramos y quién era mi padre? ¿Creerá usted que pasaron dos días sin tener conocimiento de la suerte del infeliz prisionero, casi convencidas ya de que nos le habían fusilado?

-Es verdaderamente horrible -dijo Fernando con inmensa compasión-. ¿Pero no contaba usted con algún conocimiento, con relaciones en ese maldito pueblo?

-Verá usted: En aquel conflicto, teníamos puesta toda nuestra esperanza en un señor, que sabíamos ocupaba en la Corte de este Rey una elevada posición: D. Fructuoso Arespacochaga... ¿Le conoce usted?

-No señora. Entre las personas que he visto aquí no recuerdo a ese sujeto.

-¡Cómo le había de ver, si no está! Pues mis carceleros, gente mala y suspicaz, después de un día de lucha, me permitieron escribir a D. Fructuoso. Es el tal de Vergara, si mal no recuerdo; solía pasar temporadas en La Guardia, donde tenía intereses; mi padre y él se hicieron muy amigos, y juntos iban de caza. Creía yo que con decirle mi nombre y el de mi padre bastaba para que tuvieran término pronto y feliz las calamidades que nos afligían. La ansiedad con que esperábamos la vuelta del que llevó la carta ya puede usted fígurársela. Cada vez que sentíamos pasos en la escalera creíamos que subía D. Fructuoso. ¡Ay, qué dolor, qué abatimiento cuando nos llevaron la noticia de que le habían mandado a Viena o qué sé yo a dónde, con una misión diplomática!... ¿Le parece a usted?... ¡Misión diplomática! Hasta los gatos quieren zapatos.

-Pero, por Dios, ¿no quedaba en Oñate alguien de la familia de ese D. Fructuoso?

-Sí, señor... por lo cual verá usted que no estábamos enteramente dejadas de la mano de Dios. Mi carta fue a parar a manos de un Sr. Ibarburu...

-¿Clérigo?...

-Y empleado en lo que llaman aquí el ramo de... no sé qué.

-De Gracia y Justicia... Le conozco: hemos sido compañeros de vivienda. Es un capellán joven, con gafas, hablador, bastante fatuo.

-El mismo, sí señor: muy redicho, de una amabilidad empalagosa, de estos que se oyen y se felicitan cuando hablan... Pues fue el capellán a vernos, y nos dijo que, encargado por D. Fructuoso de todos los asuntos de este, deseaba servirnos en lo que de él dependiera, siempre que no le pidiésemos cosa alguna en detrimento de la santísima causa que defendía. Con todas estas rimbombancias y otras que no recuerdo nos hablaba el señor aquel, más fino que cariñoso, dejando entrever su egoísmo en sus actos de cortesía.

-No sé qué es peor, Demetria -dijo Fernando nervioso-, si tratar con bandidos o con fatuos, intrigantes, como ese clérigo.

-¡Ay! no diga usted eso, no: que el señor capellán, con toda su vanidad seca, nos sirvió. Gracias a él logramos ver a mi padre, tenerle a nuestro lado. Pudo hacer más de lo que hizo; pero hizo bastante: por mediación de él, Dios, si no puso fin a nuestras desgracias, las alivió, quitándoles crudeza. ¡Ay, sí! Mucho tenemos que agradecer al señor Ibarburu, por cuyo valimiento en la Corte alcancé la altísima honra ¡pásmese usted! de ser recibida en audiencia por Su Majestad el Rey D. Carlos V... ¿Qué? ¿se ríe usted?... ¡Pero si las cosas que nos han pasado, todo en el breve término de dos semanas, pues no ha transcurrido más tiempo desde que salimos de casa, son tales, que con ellas se podría escribir un libro!... Sucesos tristes, tristísimos, enlazados y contrapuestos con lances graciosos; horrores y tragedias por un lado; mil ridiculeces por otro: todo esto ha sido mi vida en tan breve tiempo. A usted le habrá pasado, leyendo libros de entretenimiento, que todo le parece mentira, exageración de los que escriben tales obras; y recreándose en aquellos lances tan bien urdidos, no les da crédito... Yo he pensado lo mismo; pero ya no, ya no; creeré cuanto lea, y aún me parecerá pálido todo el cúmulo de desdichas y calamidades entretejidas que a veces nos ponen, para cautivar nuestra atención y hacernos sufrir y gozar, los autores de novelas. No, no: ya sé yo que la vida sabe más que los autores, y lo inventa mejor, y más doloroso, más intrincado, y con más sorpresas y novedades.

-Muy bien. La realidad tiene más talento que los poetas.

-Y más... ¿cómo dicen?

-Más inspiración».

Oyeron voces, y la inquietud les cortó el sabroso diálogo. Pero los que venían eran gente de paz: dos muchachos y una vieja que bajaban con leña. Interrogados en vascuence por Gainza acerca del avance de las tropas de Córdova, respondieron los leñadores que no habían visto sombra de cristinos en aquellas cañadas. Por referencia de unos carboneros sabían que más arriba de Aránzazu, como a dos tiros de fusil, la partida carlista de Basurde se había tiroteado al anochecer con las avanzadas de Espartero, teniendo la partida que correrse hacia la sierra de Elguea. Y nada más. Buenas noches.

«Verá usted -dijo Demetria a Fernando-, cómo no nos amanece sin algún mal encuentro, que sería la segunda parte de aquel famoso que le he contado a usted. Si Dios dispone que cuando creemos tocar la salvación, perezcamos, cúmplase su santa voluntad».

Para despejar de temores aquel noble espíritu, Calpena se mostró alegre, confiado, asegurando que el reciente triunfo de Córdova habría limpiado de facciosos el país que recorrían. Como soplaba un airecillo picante, y andado había ya más de un cuarto de legua a pie por suelo tan desigual, Demetria volvió al carro, encontrando a su hermana como un tronco, y a su padre despierto. Ocasión era, pues, de darle algún alimento. Fernando mandó parar. Incorporaron al enfermo; diéronle pedacitos de pan, queso y bizcocho, que comió con ansia, y encima traguitos de vino. Dejábase manejar D. Alonso sin oponer resistencia a nada de lo que con él hacían, como hombre que ya hubiera entregado a la Muerte la mayor parte de su ser, y paladeando el vino que su hija en un vaso le ponía en los labios, decía cada vez que tomaba resuello: «¡A casa!

-Sí, padrecito querido, a casa... Me parece que ya es tiempo. ¡Ay, casa querida! Ahora... a dormir otro poquitín».

Y tendido nuevamente en su lecho de yerba, zarandeado por los traqueteos del vehículo, siguió repitiendo: «¡A casa!...». No decía más, ni sabía decir otra cosa, porque la parálisis le iba quitando gradualmente, por zonas, sus energías y facultades, ideas, memoria, palabras; de estas quedábanle ya muy pocas. Observando que a cada instante ladeaba la cabeza a una parte y otra, y que se llevaba al pecho la única mano de que disponía, su hija, inquieta, le preguntó si sentía alguna molestia o dolor. Él denegó con la cabeza, respondiendo tan sólo: «A casa...». Luego pareció más sosegado; cerró los ojos. «Duérmase, padrecito, descanse. Ya somos felices... ya hemos salido de aquel purgatorio». Inmóvil, aletargado, aún dijo tres veces: «¡A casa!».