XX

El esquilón de la ermita del Santo Cristo, situada al extremo del pueblo por el camino de San Prudencio, fue el primer bronce que anunció la llegada del Rey, y bien pronto a su alegre clamor se unieron las campanas de la parroquia de San Miguel, de las monjitas de Santa Ana y de los frailes de Bidaurreta, de San Antón y Santa Marina. La gente corría presurosa hacia la plaza y calle Zarra, por donde necesariamente había de entrar, y aunque le estaban viendo de continuo, ni de verle ni de aclamarle se cansaban los buenos oñatienses, que tenían la dicha, la gloria más bien, de ser convecinos del representante del Trono legítimo y de la santa Religión. Le querían de veras, sin conocerle más que como se conoce a las imágenes de iglesia, que no hablan ni se mueven, pues si hablasen, quizás muchas de ellas no tendrían tantos devotos.

Allá corrieron también Rapella y Fernando, metiéndose entre el gentío que aguardaba en la plaza el paso del Rey de Oñate, y, colocados en el mejor sitio, viéronle pasar caballero en un alazán de mediano pelo, llevando a su derecha al Infante D. Sebastián, que había salido a encontrarle; a su izquierda a González Moreno; detrás la turbamulta del Estado Mayor: ayudantes, Asesor general, Mayordomo de Palacio, y otros que iban vestidos de paisano con sombrero de copa. D. Carlos vestía de Capitán general, con sombrero de tres picos, sin más insignia que la cruz de Carlos III. Era el único faccioso que por razón de su alta categoría no usaba boina. Aclamado por el pueblo con gritos castellanos y vascuences, que se mezclaban formando una algarabía discorde, saludaba con la afabilidad fría y austera que contribuía no poco a fortalecer su prestigio ante aquella raza creyente, grave. Al satisfacer su curiosidad, tuvo también Fernando la satisfacción de que el personaje resultara como él se lo figuraba; que es un gusto sorprender en la realidad un reflejo de nuestras ideas. Vio, pues, Calpena en la encarnación del absolutismo el tipo que se había forjado en su mente; la cara de Fernando VII con menos nariz, más quijada, el labio grueso, bigote y patillas cortas, la mirada fría y obscura, de las que no penetran ni alumbran, señal de entendimientos apagados. Bien podía expresar la mandíbula del Rey, más larga que saliente, la terquedad, que hacía las veces de voluntad firme, y su mirar vago el fatalismo religioso, que ocupaba el lugar de las ideas. La prolongación del maxilar hacía muy desapacible el soberano rostro, sin llegar a la fealdad que al de su hermano daba la trompa que tenía por nariz. Uno y otro eran diestros jinetes; se asemejaban asimismo en la desmedida soberbia y en la contumacia de sus creencias acerca del derecho divino, como enviados al mundo para oprimir a estos desgraciados pueblos.

Hizo Calpena mental paralelo entre su tocayo Narizotas y el llamado Pretendiente, llegando a la conclusión triste de que si hubiera un infierno especial para los reyes, en el más calentito rescoldo de este tártaro regio debían purgar sus pecados contra la humanidad estos dos señores, que simbolizando la misma idea, por la supuesta ley de sus derechos mataron o dejaron matar tal número de españoles, que con los huesos de aquellos nobles muertos, víctimas unos de su ciego fanatismo, inmolados otros por el deber o en matanzas y represalias feroces, se podría formar una pira tan alta como el Moncayo. En todos los países, la fuerza de una idea o la ambición de un hombre han determinado enormes sacrificios de la vida de nuestros semejantes; pero nunca, ni aun en las fieras dictaduras de América, se han visto la guerra y la política tan odiosa y estúpidamente confabuladas con la muerte. La historia de las persecuciones del 14 al 20, de la reacción del 24, de las campañas apostólicas y realistas, así como del recíproco exterminio de españoles en la guerra dinástica hasta el Convenio de Vergara, causan dolor y espanto, por el contraste que ofrece la grandeza de tan extraordinario derroche de vidas con la pequeñez de las personas en cuyo nombre moría o se dejaba matar ciegamente lo más florido de la nación.

Considerados en lo moral, grande era la diferencia entre Fernando y Carlos, pues la bajeza y sentimientos innobles de aquel no tuvieron imitación en su hermano, varón puro y honrado, con toda la probidad posible dentro de aquella artificial realeza y de la superstición de soberanía providencial. Trasladados los dos a la vida privada, donde no pudieran llamarnos vasallos ni suponerse reyes cogiditos de la mano de Dios, Fernando hubiera sido siempre un mal hombre; D. Carlos un hombre de bien, sin pena ni gloria. En inteligencia, allá se iban, ganando Fernando a su hermano, si no en ideas propiamente tales, en marrullerías y artes de la vida práctica. Las ideas de Don Carlos eran pocas, tenaces, agarradas al magín duro, como el molusco a la roca, con el conglutinante del formulismo religioso, que en su espíritu tenía todo el vigor de la fe. De la piedad de Fernando no había mucho que fiar, como fundada en su propia conveniencia; la de D. Carlos se manifestaba en santurronerías sin substancia, propias de viejas histéricas, más que en actos de elevado cristianismo. En sus reveses políticos, no supo Fernando conservarse tan entero como cuando ejercía de tiranuelo, comiéndose los niños crudos; D. Carlos mantuvo su dignidad en el ostracismo y en la mala ventura, y acabó sus días amado de los que le habían servido. Fernando se compuso de manera que, al morir, los enemigos le aborrecían tanto como le despreciaban los amigos.

Entró el Rey en Palacio, la casa-solar de los Artazcos, en la plaza, haciendo esquina con la calle de Santa María, no lejos del trinquete o juego de pelota. Era un bello edificio señorial, del mejor estilo del país, con airosos contrafuertes terminados en pináculos. Allí le esperaban D. Juan Bautista Erro y el improvisado personal de dignatarios políticos y palatinos. El gentío continuaba dando vivas a la Religión, al Ejército y al Rey; pero este no se asomó al balcón, sin duda que graves asuntos le solicitaron desde el instante de su llegada. Vio Calpena que no cesaba de entrar y salir gente de viso, presurosa, y en la calle se acentuaba la ansiedad por las noticias de Arlabán. A media tarde, las impresiones no eran ya muy optimistas, salvo en aquellos que no se convencían nunca, resistiendo heroicos a toda realidad desfavorable.

Salió de Palacio D. Juan Bautista Erro con cara mustia, incapaz de disimular las malas nuevas que traía, y al punto fue rodeado por los curiosos. Calpena se introdujo lo más cerca posible, y le oyó decir: «Nada, señores, no hay que apurarse, pues no se acaba el mundo por un revés pasajero. La acción sigue, y esperamos que Villarreal tome el desquite mañana mismo». Y se abrió paso con esfuerzo de sus brazos vigorosos. Calpena le observó bien, admirando su alta estatura, no inferior a la de Mendizábal; como éste bien parecido, de edad poco más o menos la misma, vestido con cierto esmero inglés. Como los liberales a D. Juan Álvarez, los facciosos habían traído de Londres al Sr. Erro, movidos de su fama de gran rentista, y entró el hombre en el Real de D. Carlos prometiendo atar los perros con longanizas, terminar la guerra en seis meses, como el otro, y sacar dinero de debajo de las piedras. Luego resultó que todo era ensueños, cuentas galanas, humo... Acompañado de su secretario el capellán Ibarburu, salió también el Sr. Arias Teijeiro, hombre vulgar y antipático, que improvisándose faccioso después de haber jurado a Isabel y hecho en Madrid aspavientos de liberalismo, había ganado el corazón de D. Carlos y era en su Corte uno de los más furibundos ojalateros. Descollaba por querer meter en todo el formalismo burocrático, por el flujo de dar y quitar empleos, y fue una de las más inútiles y maléficas yerbas que crecían en el campo de la facción, estorbando allí donde no podían hacer daño. Pasó muy estirado y cejijunto entre la multitud, negándose a satisfacer la natural ansia de los vasallos del Pretendiente; pero menos discreto Ibarburu, que en ningún caso desmentía su índole locuaz, formó corro al instante para decir ore rotundo: «Señores, hay que tener calma y no ver un descalabro en lo que es pura y simplemente... una fase, una peripecia de la acción, que no ha terminado todavía. Ya vendrá esta noche el conocimiento total de la batalla, que ha sido, que es, mejor dicho, empeñadísima, desarrollándose en una extensión de muchas leguas. Lo que puedo asegurar, pues de ello se tiene noticia exacta, es que las bajas de los cristinos han sido horrorosas... horrorosas.

-¡Horrorosas! -repitieron los del corrillo, y la palabra resonó extendiéndose y atenuándose con la distancia, como la onda en la superficie del agua.

-Tengamos calma; confiemos en la pericia de nuestros generales... y sobre todo, hay que confiar siempre en la protección del Cielo, que no nos abandona, que no puede abandonarnos, porque somos la fe, la razón, el derecho, la justicia, la honradez... ¡Pues estaría bueno que el Cielo, la suma Sabiduría, diera la victoria al filosofismo, a la usurpación, a las ateas discordias!... No puede ser. Repitamos todos que no puede ser».

Y se conformaron por el pronto, repitiendo como papagayos que no podía ser y que no podía ser. Otro de los que abandonaron a media tarde la regia morada fue D. Rafael Maroto, figura de primera magnitud en el carlismo, que abrazó con ardor desde los primeros días del cisma dinástico. Había ingresado en la facción con el grado de Teniente General; gozaba fama de ilustración, de práctica guerrera; pero la inquina que cordialmente le profesaba González Moreno, el brazo derecho y el seso militar de D. Carlos, no le había permitido lucir, como pudiera, sus excelsas cualidades. La malquerencia entre Maroto y González Moreno era vieja en el estadillo absolutista, y en su cuenta se podían cargar casi todos los atascos y tropiezos de la Causa. Uno y otro tenían sus pandillitas o taifas que fomentaban aquella discordia, lanzándose fieros dardos de calumnia y dicterios crueles; pero Moreno llevaba la inmensa ventaja de haberle ganado al otro la delantera en la confianza lela del Rey, quien no respiraba sin previa consulta con su jefe de Estado Mayor. Ni la paliza que el tal Moreno se ganó en Mendigorría, ni otros muchos descalabros que en acciones parciales sufrió, ni los odios que despertaba en el ejército, movieron a D. Carlos a retirarle su gracia. No tiene esto más explicación que la recóndita simpatía o afinidad que establece la Naturaleza entre dos grandes ineptitudes, como entre dos inteligencias superiores. La nulidad de Moreno y la de D. Carlos se compenetraban. Uno y otro, formando una sola ceguera, desconocieron a Zumalacárregui; metiéronle en aquel desastroso empeño de Bilbao, donde perdió la vida el primero y único capitán del absolutismo. La página histórica que ha dado más celebridad a González Moreno fue la trampa que armó a Torrijos en Málaga para fusilarle impía y cobardemente con sus desgraciados compañeros. Si D. Carlos no veía estos borrones, ¿qué había de ver el pobre señor?

Pues salió, como se cuenta, el Sr. Maroto de la real audiencia y del consejo, presidido por Su Majestad, que acababa de celebrar la Junta Provisional Consultiva de Guerra (que tales retumbancias denominativas eran alegría y entretenimiento del flamante Estado), y le rodearon al punto amigos y prosélitos, ávidos de oír su parecer: «¿Y qué han acordado ustedes? ¿Se puede saber? -le preguntó el Sr. Ochoa, Intendente general.

-¡Hombre, qué pregunta!... Están ustedes en Babia -replicó Maroto, que era de boca un poco libre-. Naturalmente, hemos acordado que somos todos unos imbéciles. Siempre que nos reunimos acordamos lo mismo.

-Y de Arlabán ¿qué?».

Soltó D. Rafael Maroto dos o tres voquibles muy de tierra castellana, con lo cual, si no esclarecía el asunto, expresaba su indignación. Tenía fama de mal hablado el General, costumbre muy conforme con la rudeza militar y con el ajetreo de mandar tropa. Don Carlos no le perdonó nunca que en una ocasión de gran aprieto, atravesando los dos de incógnito una fragosa sierra en Portugal, largase en su presencia una señora interjección, tan rotunda como expresiva, que hirió las timoratas orejas del protegido de la Virgen. Y tan no se lo perdonó, que desde entonces hubo de caer Maroto en desgracia; mas no le sirvió de lección, porque rara vez hablaba sin remachar su discurso con aquellos clavos de acero de la elocuencia familiar española.

«¿De Arlabán, qué quieren que diga? ¡porra! No podía suceder más que lo que ha sucedido. ¿Qué se puede esperar, ¡porra! de la dirección que da a la guerra ese rocín? ¡Porra!

-Pero si dicen que la acción no ha concluido, que todavía...

-Que todavía falta...

-Sí, falta la más negra, ¡porra, contraporra!

-Ha sido una peripecia.

-Sí, sí, buena peripecia nos dé Dios ¡porra! Ha sido... aquí en secreto, aquí en gran confianza, una paliza tremenda, una carrera en pelo como la de Mendigorría... ¡Si no podía ser de otra manera!... si lo vengo diciendo...

-Pero todavía... podría ser que nos rehiciéramos.

-Sí, sí; para rehacernos está el tiempo. Lo que pueden ustedes rehacer es la maleta, ¡porra! porque o yo me engaño mucho, o esta noche se plantan aquí.

-¿Quién?

-Córdova... Espartero... qué sé yo».

Y se fue a su alojamiento, seguido de su comparsa que aún no se cansaba de oírle. Era D. Rafael Maroto de buena presencia, gallardo, casi atildado, de palabra expresiva y amena conversación, en la que no era fácil separar la frase feliz del abusivo adorno de porras y contra-porras.