XIX

Observaron al salir a la calle grupos de presurosa gente que iba de una parte a otra. Por las palabras sueltas que oían, coligieron que no lejos de Oñate, en las alturas que dominan el valle de Aránzazu, se estaban batiendo cristinos y facciosos. En la plaza eran más compactos los grupos, y de ellos se destacaban clérigos y militares que acudían a Palacio y a la Universidad en busca de noticias. No querían hablar Rapella y Fernando de lo que les incumbía hasta no encontrar un sitio solitario; con feliz acuerdo metiéronse en la iglesia, donde había terminado el culto de la mañana, y recorriéndola, como que admiraban los retablos, la espaciosa nave y la capilla en que reposan los restosdel fundador de la Universidad, sin más testigos que algunas señoras y ancianos entregados a sus rezos y meditaciones, charlaron cuanto quisieron, sotto voce, cuidando de disimular al paso de algún sacristán o clérigo rezagado.

«A lo que parece, se están batiendo ahí arriba -dijo Rapella-. ¡Qué bien me vendría que se llevaran estos caballeros una paliza fenomenal! Confío mucho en Córdova y su gente.

-Yo también. ¡Pero si les pegan y se ven obligados a salir de Oñate...!

-Mejor. Derrotados y fugitivos entrarán en negociaciones más fácilmente que envalentonados y triunfantes. ¡Duro en ellos!

-Pues si en mi mano estuviera, yo detendría en este momento la espada de Córdova. Me conviene el statu quo para las averiguaciones que pienso emprender esta tarde misma: si está Negretti aquí; si le acompañan su mujer y su sobrina; si no le acompañan; si ha dejado la familia en otra parte; si ha depositado a la sobrina en algún convento...

-Calla, hombre, calla. ¡Si te enterarás al fin de quien es Rapella!... ¡Si cuando tú vas a un punto ya estoy yo de vuelta! Todo eso que quieres saber, ya lo sé yo... ¿Por quién me tomas? ¡A fe que tengo bonito genio para estar tanto tiempo ignorante de lo que interesa a mis amigos!».

La aproximación de un sacerdote que se detuvo en medio de la nave mirándoles atentamente, les obligó a callar.

«¿Quieres saberlo? -prosiguió el siciliano, libre ya del importuno clérigo-. Pues déjame terminar lo que diciendo venía. Para tu asunto es indiferente que evacuen o no evacuen la gloriosa villa de Oñate, porque... vamos, aplacaré tu curiosidad: Negretti está aquí; tu niña, no... Ya te contaré cómo lo supe.

-Cuéntemelo usted ahora.

-Silencio, que nos mira aquel tío gordo que parece un fraile vestido de paisano. Conviene que nos arrodillemos y hagamos como que rezamos un poco... Mucho cuidado con esta gente.

-No me tenga usted en esta ansiedad -dijo Fernando de rodillas, persignándose.

-Repito que para tu asunto es indiferente -prosiguió Rapella dándose golpes de pecho-, y para el mío de gran interés que les arreen a estos caballeros una paliza muy gorda. No encuentro en D. Sebastián las blanduras que yo creía: la amistad y el cariño que en Madrid me manifestaba se recatan ahora, se revisten, como si dijéramos, de una capa de desconfianza. Su ambición, que es grande y legítima, no se rinde a los reclamos de allá mientras de este lado tenga flores el árbol de la esperanza. Venga un cierzo que arranque toda la flor del árbol, y la ambición del Príncipe no será tan arisca... Pero yo no he venido aquí a negociar sólo con D. Sebastián Gabriel. Traigo otro grande embuchado para su tío, el Rey absolutísimo, de quien no sacaré jugo mientras esté boyante y entero. Pero si sufre un descalabro y le cojo por ahí, con las manos en la cabeza, entre el barullo de sus soldados fugitivos, cree que se le aplacarán los humos. La Santísima Virgen, su inspiradora y Generala, ha de aconsejarle que me oiga, y que acceda a lo que le propondré... Esto es más que reservado, y no esperes que te lo diga.

-Ni me importa saberlo. Lo que ha de decirme usted pronto...

-Voy... Pues supe que Negretti está en la Maestranza por el Sr. Roa, secretario de Su Alteza, con quien hablé anoche más de una hora de cosas de Madrid, de Oñate y de medio mundo. Aquí, sobre todo, hay materia larga para la historia y la chismografía. Dos partidos que se aborrecen cordialmente, que sin cesar se vituperan, se calumnian, tirándose al degüello, minan el suelo del flamante Estado absolutista, y el mejor día vendrá el terremoto que todo lo convierta en ruinas. Pero vuelvo a tu asunto.

-Por Dios, sí... me tiene usted en ascuas. ¿De modo que el Sr. Negretti está en la Maestranza?

-Y la Maestranza en la planta baja de la Universidad. Hemos pasado junto a esta oficina cuando subíamos a ver al Infante.

-¡Ay! ya me lo dijo el corazón... Allí trabaja Negretti, allí estudia. ¿Acaso vive allí?

-Eso no lo sé. Lo que sí puedo asegurarte es que tu niña no está en Oñate. No se separa de ella la mujer de Negretti, que es una vascongada como un castillo. Hasta hace unos días hallábanse en Durango; pero tu Aura se puso malucha, calenturas leves, anginas, no sé qué, y su tía se la llevó a un pueblo de la costa.

-¿Cuál? ¿Qué pueblo es ese?

-El nombre no me lo dijo Roa; pero lo sabremos, descuida.

-Salgamos de aquí. Me ahogo en esta iglesia».

Echaron un vistazo al claustro y salieron por él a la calle, Rapella deseando noticias; Fernando ávido de aire, de ver cielo y luz. La opresión de su pecho no le dejaba respirar. Halláronse en aquella parte de la plaza donde está cubierto el río, el cual corre un buen trecho por cauce abovedado, metiéndose por debajo del claustro de la parroquia. En los pórticos de esta, y en el ángulo que forma con la mole del claustro, hallaron mucha gente, grupos en que se condensaba la ansiedad, la avidez de noticias. Allí, mirando a Palacio, residencia del Rey (en aquel día ausente), mirando al Ayuntamiento, donde estaban el Principal, el Estado Mayor y además la oficina del llamado Ministerio Universal, los pobres ojalateros ponían su alma en el suceso del día. En el centro del más nutrido grupo un clérigo alto y bastote exclamaba, abriendo los brazos: «¡Si no puede ser, Señor, si no puede ser! Conozco aquel terreno palmo a palmo. Conozco las fortificaciones de Arlabán como si las hubiera parido, y declaro que son intomables.

-Eso mismo sostengo yo -dijo otro en quien reconoció Calpena a uno de los huéspedes de su posada-. Si la acción ha sido en Salvatierra, ¿cómo es posible que los nuestros hayan dejado desamparado San Adrián?... No puede ser, no puede ser.

-Para mí -apuntó un tercero, que era el mismísimo Sr. Modet, personaje en otros días de gran valimiento, entonces en desgracia-, de lo que ha tratado Córdova es de apoderarse del castillo de Guevara. Por aquella parte sonaba el gran cañoneo. Llevaban tren de batir.

-¡Pero si acaban de decirnos... y esto es para volverse uno loco... que Espartero marchaba a las diez de Salvatierra hacia acá, como en dirección de Elguea! No puede ser, no puede ser».

Y con el no puede ser lo arreglaban todo. Metiéndose Rapella en el grupo con la oficiosidad urbana que sabía gastar como nadie, les dijo: «Permítanme una observación, señores... y esto no es discurrir por conjeturas; es fijar los hechos, hechos indudables que yo he visto. Vengo de los altos de Aloña, y puedo asegurar que se distinguen perfectamente los batallones de Su Majestad corriéndose desde San Adrián hacia Poniente. ¿No es lógico ver en este hecho una hábil estratagema de Villarreal para caer sobre la retaguardia del enemigo y destrozarla?

-Cabalmente: tal era mi idea -dijo muy orgulloso el clérigo, que no era otro que el propio Echevarría, alma del partido neto-. Y si Villarreal no ha hecho eso, ¿de qué nos sirve? ¿De qué le ha servido la escuela de D. Tomás? No basta decir: 'Me bato, soy valiente'. Un general en jefe es una cabeza, señores, una cabeza que a cada momento debe inventar algún ardid para engañar al enemigo».

Y un señorete pequeñín, agobiado bajo el peso de un disforme sombrero de copa, sujeto de circunstancias que desempeñaba en Gracia y Justicia el negociado de Títulos del Reino, expresó con biliosa amargura una triste opinión: «¡Pero si aquí no tenemos cabezas, en lo militar se entiende!... ¡Si las que parecen llenas las guardamos en casa para simiente, y mandamos a la guerra las vacías!

-Prudencia, amigo Barbáchano, y vámonos en busca de la puchera, que es hora. Esta tarde sabremos la verdad, y Dios y la Virgen nos la deparen buena».

Saludáronse, y disuelto el grupo, Rapella y Fernando se fueron a comer a la posada. En la mesa no se hablaba más que del militar suceso, que cada cual arreglaba a su gusto, tirando siempre a la favorable. El bueno de Urra llegó hasta el delirio. «Puedo asegurar como si lo hubiera visto, señores, que esta mañana, a eso de las ocho, Espartero iba en desorden hacia Ulibarri Gamboa, perseguido por Simón de la Torre... Y me consta también, ¡oído! me consta, que el Requeté embistió sólo a cuatro batallones, matando todo lo que quiso, y que quedó sobre el campo un O'Donnell, coronel de Gerona, y la flor de la oficialidad cristina...».

No producían los optimismos de Urra, expresados con vivísima fe, el entusiasmo de otros días, pues por entre las encontradas noticias y opiniones flotaba en el espíritu de todos una sombra negra, el presentimiento de un revés, cuya importancia no podía calcularse aún. Gelos, bilioso y cejijunto, había perdido el apetito, mostraba desconfianza de Villarreal, y no se recataba de sostener que fue gran disparate quitar el mando a Eguía, cuyo único defecto era el carácter arrebatado, las palabras violentas. ¡Caramelos! que blasfemase alguna vez, bregando con soldados, no quería decir que fuese descreído. Al contrario, era hombre muy pío, soldado de Dios, incapaz de transigir con la revolución usurpadora. De otros no se podía decir lo mismo, y... más valía callar.

Hizo gala el Sr. Rapella, en todo el curso de la comida, de su exquisita urbanidad, y para cada uno de los comensales tuvo una frase grata. Manifestó que se abstenía delicadamente, porque así se lo ordenaba su carácter diplomático, de expresar opiniones de política interior y del giro de la campaña, aunque hacía votos porque el Altísimo bendijera las armas de Carlos V. Buscó y halló coyuntura para deslizar en la conversación algunas ideas que enaltecieran su personalidad a los ojos de aquellos inocentes funcionarios de un reino ilusorio. Véase la muestra: «Créanlo ustedes: en el extranjero, todas las miradas están fijas en este naciente Reino... Si algo vale mi opinión, no esperen ustedes gran cosa de Roma. ¡Roma, señores...! la conozco bien... Roma es Roma, la cabeza del orbe católico... pero por lo mismo, por su misión universal y divina, no puede volver la espalda resueltamente a un Estado establecido... ¿De Viena y Berlín qué he de decirles? Es un asunto este del cual me permitirán que no diga nada. Turín y Nápoles son amigos leales, y harán todo lo que puedan... Pero con quien hay que tener mucho cuidado es con Londres, con ese Saint James astuto, cuyo poder en el concierto europeo es indudable. Ya sabrán ustedes que a Canning le ha sabido mal el decreto de Su Majestad Católica contra los extranjeros que sirven en el ejército cristino. Este decreto inhumano no puede ser grato a la Inglaterra; esperamos que el rey D Carlos acuerde su revocación; de eso se trata... Su Majestad, que es un entendimiento luminoso, se hará cargo de las razones que se le exponen».

Y cuando le incitaban a ser más explícito, más se complacía en dejarles a media miel. Urra y los dos que a su lado machacaban nueces, le oían con la boca abierta. Gelos, que siempre desentonaba, salió por este registro: «Demos un par de golpes buenos con las armas; inspire la Virgen a nuestros caudillos; únase la espada de San Miguel a la de estos valientes, y me río yo de Vienas y Berlines, y de todas esas Cortes que tan mal nos agradecen la gran obra, emprendida por nuestro Rey, de aplastar la serpiente de la revolución europea. Porque aquí, para que usted lo sepa y pueda decirlo por esos mundos, estamos combatiendo contra el filosofismo, y una de dos: o perecemos todos, o el filosofismo y el ateísmo no levantan más la cabeza.

-¿Y tendremos el gusto de verle a usted muchos días en Oñate, Sr. de Rapella? -le preguntó Sureda rivalizando en finura con el siciliano.

-¡Ah, oh...! No depende de mí el permanecer mucho tiempo en residencia tan grata... Si Su Majestad viene esta tarde, y tengo mañana el honor de ser recibido... no sé... tal vez... Mejor que nadie comprende usted que no puedo precisar si Su Majestad me retendrá algunos días, o se servirá despedirme mañana mismo».

Una voz tonante gritó en la puerta del comedor: «Señores, Su Majestad el Rey entra en Oñate. Ya viene como a dos tiros de fusil de Golibán».

Tumulto, levantamiento general, golpeteo de innumerables patas de silla: «¡A esperar al Rey, a recibir y aclamar al Soberano!», gritaron a una, y el comedor se quedó vacío, el no muy limpio mantel, lleno de migas y cáscaras de nueces. El pájaro del reloj, asomándose a la ventanita y haciendo sus cortesías, cantó las dos.