XIII

Ya cargaba D. Javier Istúriz, en medio de un gran barullo, la cruz de la Presidencia Ministerial, llevando por Cirineos a Don Ángel de Saavedra y a D. Antonio Alcalá Galiano, cuando el gran Nicomedes Iglesias, que ningún sendero veía para sus ambiciones fuera de la travesura revolucionaria, extremaba la oposición al Gobierno en la prensa y en las logias, con la añadidura de su hablar malévolo en cafés y tertulias, que era la peor y más terrible arma. Una tarde del florido Mayo le encontramos en Solís, perorando con todo el veneno del mundo, en la mesa del rincón, al frente de una pandilla de desocupados, de los que matan las horas arreglando el país entre terrones de azúcar y copitas de aguardiente. Asistían al sacro colegio, entre otros puntos, Eleuterio Fonsagrada, un amigote suyo sargento de la Guardia Real, cuyo nombre no hace al caso, y el tísico Serrano, que amenazado de cesantía, llamaba a Cachán con dos tejas. Menos pesimista en lo tocante a su enfermedad, porque los aires primaverales le habían remendado el destruido pecho, se forjaba la ilusión de seguir viviendo; pretendía nada menos que ascender, tener dinero, darse buena vida; y si esto no podía ser, vinieran pronto las catástrofes a hacer tabla rasa de todo. Que su cadáver y el del país, su pobreza y la de la nación, tuvieran una sola inmensísima tumba. Los tiros de aquel destacamento de patriotas, después de hacer gran destrozo en las cabezas ministeriales, apuntaban a más altas cabezas.

«Me parece -dijo Iglesias, medio ronco ya de tanto vociferar-, que esa buena señora tendrá que volverse pronto a su pueblo, a esa Parténope con que nos han mareado los poetas.

-En ese caso -indicó Serrano, más ronco todavía que su compañero-, ¿conservaremos la Regencia una, o estableceremos la trina?

-Tan torcidas pueden venir las cosas -afirmó Iglesias dando a sus palabras una intención profética y misteriosa-, que ni Regencia necesitemos. ¿Quién sabe lo que puede sobrevenir? Tales disparates hacen en Palacio y tan ciegos están allí, que los cálculos y previsiones de los más expertos fallan... Esto es ya una casa de locos. ¿A dónde vamos? La honda no sabe a dónde irá a parar la piedra.

-Pues todavía falta lo mejor. Resueltamente deja el mando del Norte el general Córdova -dijo Fonsagrada-. ¿A quién nombrarán?

-A cualquiera -indicó Iglesias-. Para lo que ha de hacer, lo mismo da Pedro que Juan. Esta guerra no se acaba ya por los procedimientos comunes. Puesto que no tenemos un Hoche...».

El auditorio se quedó suspenso: ninguno de los presentes sabía quién era Hoche...

«Mientras no se haga un escarmiento como el de la Vendée, nada se conseguirá por las armas. Tendrán que partir a España en dos reinos, quedando para los liberales, o sea para la angélica, los estados de Getafe y Alcorcón.

-Madrid -dijo Serrano con humorismo catarral, echando luengas babas-, se constituirá en República de Capricornio, bajo la presidencia de mi coronado jefe D. Eduardo de Oliván e Iznardi...

-¿Y ese, no quedará cesante?

-¡Hombre! ¡Qué cosas tiene Iglesias! ¡Cesante el esposo putativo de la de Oliván! Buena se armaba; sí señor, buena, buena, como dice Miguelito. Esa, sin ser de Parténope, tiene más poder que la señora de Muñoz, y como se le atufaran las narices, como le dejaran cesante a su Eduardito, crujía el Estatuto y se tambaleaba el trono angélico... Ya lo verán ustedes: no pasan tres días sin que el Sr. Aguirre Solarte le dé un ascenso al primer manso de Madrid. Ya sabrá ella manejar el tinglado. No hay cambio de situación sin que Eduardito dé un paso adelante en su carrera. Tiene la Historia Contemporánea claramente escrita en su cabeza, como los ciervos llevan la cifra de su edad en cada rama... pues...».

Echose a reír la pandilla, y Nicomedes afirmó que los tiempos eran desastrosos, que todo anunciaba próximos cataclismos. «Lo que ocurre en todos los órdenes contradice la verdad y la lógica. La realidad es más peregrina que las invenciones de los poetas.

Trocádose han las cosas de manera
que nos parece fábula la Historia.

-Pues espérense ustedes un poco -dijo el de la Guardia, no Fonsagrada, sino el otro cuyo nombre no hace al caso-, que ahora va a venir lo más gordo.

-¿Qué? -preguntaron todos ávidos de mayores desatinos, de mayores calamidades públicas y privadas.

-Pues que se están preparando los datos para demostrar que la señora Doña Cristina... chitón, que esto es muy delicado... que la señora Doña Cristina, no contenta con los dinerales que le dejó Narizotas, y queriendo meterse en mayores negocios de minas de carbón y saneamiento de marismas, ha hecho pacotilla de todas las alhajas de la Corona, para venderlas. Y que no era floja cantidad de pedrerías la que guardaban en Palacio los Reyes, desde el que rabió: cientos de miles de diamantes, cientos de miles de esmeraldas, celemines de perlas, entre las cuales había una grandísima, que Felipe IV llevaba en el sombrero, y había costado una fortuna.

-Algo de eso oímos anoche en Tepa -dijo otro, anónimo también, pues el mismo Iglesias no sabía cómo se llamaba, ex-ejecutor de apremios, encausado tres veces-. Y a lo que parece, el Sr. Aguado, D. Alejandrón, no ha venido a otra cosa que al negocio ese de las alhajas.

-Se asegura que el tal Aguado viene a establecer, con dinero de la Reina, una línea de barcos de humo, digo, de vapor.

-Pues yo, francamente -declaró Iglesias, alardeando siempre de autoridad-, sin defender a Doña Cristina del cargo de allegadora, sostengo que eso de las alhajas es paparrucha. ¡Si todo el tesoro de Palacio se lo llevó Murat!

-Así lo han dicho para despistar a los incautos. Murat afanó lo que pudo; pero se dejó lo mejor. En fin, ustedes lo verán.

-¿Y podrá probarse...?

-En ello andan. No están los palillos en malas manos.

Presentose en esto D. José del Milagro con cara tan mustia, que daba lástima verle. Al llegar a la mesa, dejó sobre ella un fajo de papelotes que bajo el brazo traía, y se limpió fatigado el sudor de la calva.

-¿Qué traes, Milagrito? -le dijo uno de los tertulios, que con él tenía confianza-. ¿Por qué tan patibulario?

-No es preciso que nos lo cuente -indicó Nicomedes-, pues el pobre trae escrita en su cara la sentencia fatal.

-¡Cesante! -exclamó Serrano, lívido, esputando.

-Hoy, señores, hoy -manifestó Milagro lúgubremente-, al llegar a mi oficina... ya me lo anunciaba el corazón... me encontré el jicarazo. Ese perro de Aguirre Solarte declara en este papelejo inmundo que el Estado no necesita de mis servicios... ¿Saben ustedes a quién le dan el triste hueso que yo roía? Pues al niño mayor de Oliván. ¡Válgame Dios, qué familia esa!

-Si apenas le apunta el bozo.

-Pero le apuntan los botones en la frente -dijo Serrano.

-¡Luego se espantarán de que haya revoluciones!

-Y de que arda Madrid.

-Y de que reviente España como un polvorín, harta de estas vergüenzas y de tanta injusticia.

-Pueden creerlo -agregó otro, que no bajaba el embozo de la capa, muerto de frío en pleno Mayo-, la Milicia está que trina.

-La desarmarán, hombre -dijo Iglesias con amargura pesimista-. Si ya hemos visto para lo que sirve la Milicia: para formar en las Minervas y hacer tonterías.

-¡Desarmarla!... ¿A que no se atreven?

-¡Pues no se han de atrever! Y el día en que toquen a desarmar, veremos a los bravos milicianos escondiéndose en las carboneras de sus cocinas o entre las faldas de sus mujeres... Ya pasaron los tiempos de la vergüenza miliciana. Ya no hay un D. Benigno Cordero, comerciante de encajes, que con un puñado de valientes sacuda el polvo a toda una Guardia Real en el Arco de Boteros.

-Poco a poco -dijo el sargento incógnito-, no se permiten alusiones maquiavélicas... La Guardia de hoy no es como la de ayer, órgano del despotismo. Hoy la Guardia es o será órgano del pueblo...

-De Móstoles querrá usted decir.

-Digo y repito que el Segundo Regimiento, por lo menos, no rendirá parias al absolutismo.

-¡Hombre, parias...!

-En el Segundo Regimiento, que es el más ilustrado, reina un espíritu...

-¿Cómo es ese espíritu? -dijo Serrano-. No será el espíritu del siglo, que ese lo tienen cogido los moderados.

-Un espíritu... muy bueno.

-Entonces será el de vino, que es el mejor que se conoce».

Como recayese otra vez la conversación en lo de las alhajas de la Corona, tomó la palabra Milagro para expresar una opinión, según dijo, de autoridad irrebatible. La señora era inocente de la sustracción y venta de pedrerías de Palacio, y las acusaciones que en tal sentido se le hacían enteramente gratuitas y mentirosas. ¿Quién probaba esto? Quien tenía medios sobrados de conocimiento para demostrar que el verdadero y único afanador de aquellos tesoros fue el Sr. D. Joaquín Murat, General de mamelucos y después Rey de Nápoles. Y por de pronto no decía más, aunque algo más sabía: la discreción, la confianza que en él habían puesto personas ilustres, le vedaban entrar en pormenores de asunto tan delicado.

«¿Es cierto, Milagrito -le preguntó el que más familiarmente le trataba-, que le estás ayudando aD. Juan y Medio a escribir la defensa de los planes que no realizó?

-Yo no pico tan alto. El Sr. Mendizábal me ha encargado ciertos trabajillos; pero yo no le escribo su Defensa: en todo caso, lo que haré será ponerla en limpio... Y ya que hablamos de D. Juan de Dios, diré a usted que la mayor de las infamias es sostener y propalar, como hacen por ahí más de cuatro deslenguados, que el Sr. ex-Ministro ha movido este zafarrancho de las alhajas palatinas para vengarse de quien tan sin razón le ha despedido del Gobierno...

-Pues la cosa es muy lógica -apuntó Iglesias-: D. Juan debe tomar el desquite... Yo en su lugar...

-Usted en su lugar no lo haría, Sr. D. Nicomedes -afirmó Milagro con gran entereza, dando porrazos sobre el papelorio que tenía en la mesa-; porque es usted caballero, ni más ni menos que D. Juan Álvarez Mendizábal, y aquí estoy yo para sostener, como lo sostengo, que D. Juan Álvarez no es el que ha levantado esta polvareda contra la Gobernadora, sino el que se propone arrojar sobre el susodicho polvo un gran jarro de agua. Sí, señores y amigos: ese grande hombre, esa alma nobilísima, le dirá pronto a Su Majestad: 'No te apures, hija, que yo, yo, el caído, el despedido, me dispongo a demostrar al mundo que no tienes arte ni parte en esa distracción de las piedras finas de tus mayores. Estate descuidada, que yo pago de este modo los agravios que recibo. Yo, Juan Álvarez y Méndez, caballero que tiene la verdad por Dulcinea, yo, yo... yo lo demostraré'».

Decía esto Milagro con grande vehemencia, dándose un fuerte golpe en la caja del pecho cada vez que pronunciaba un yo. Después le ofrecieron un vaso de agua, y apagó, bebiéndolo sin respirar, el volcán de indignación que en su seno ardía.

«No me parece inverosímil -dijo Iglesias- lo que Milagro nos cuenta. Mendizábal será lo que se quiera: un loco, un arbitrista, un hombre de triquiñuelas y de golpes de efecto... pero le tengo por la persona más decente que ha calentado una poltrona ministerial... Por lo que usted nos dice, amigo D. José, D. Juan le amparará en su cesantía encargándole trabajillos...

-Espero que Su Excelencia no me abandonará. Con eso y mis traducciones daré de comer al ganado de casa. Vean lo que acaba de entregarme el editor D. Tomás Jordán para que se lo traduzca:El último Abencerraje y las Cartas persianas. También llevo números de El almacén universal, para traducir articulitos de relleno, que me toma el amigo Mesonero para su Semanario, sin perjuicio de las leyendas caballerescas que pienso escribir para el mismo, género que gusta mucho. Ya tengo los Infantes de Lara y La peña de los Enamorados... Haré tres o cuatro docenas; todo de asunto español, romántico, pero con buen fin.

-Sí -dijo Serrano-: todo torreones, reinas enamoradas, alguno que otro moro, y luego el indispensable laúd, que lo lleva y lo tañe un individuo que en los grabados nos pintan con medias muy ceñidas y unos zapatos de larguísima punta... Señores, yo pregunto cómo se podía andar por los caminos con semejante calzado...».

En las convulsiones de la tos que le ahogaba, seguía diciendo: «Me pongo furioso, furioso... cuando me quieren hacer creer que hubo hombres... ¡qué barbaridad!... hombres que andaban en tal facha por los caminos... Mentira, mentira todo... Me ahogo... ¡y con laúd a cuestas!...

-Pero, Serranito -le dijo Iglesias, zumbón-, ¿qué nos importa que en la Edad Media usaran, para andar de viaje, zapatillas puntiagudas? ¿O es usted de los que no creen en los siglos medios? Pues mire, aquí viene Ibraim, morisco auténtico, trasconejado...

-Es un caso de metempsicosis, como dice Juanito Donoso.

-Creo yo que este era uno de los que acarreaban ladrillo para la construcción de la Giralda.

-Hombre, no: era la acémila que llevaba los trastos de San Fernando y el cofre de Doña Berenguela, cuando iban de viaje... Chitón, que ya le tenemos encima».